Antes del 889, Boris consideró que había cumplido su tarea. Bulgaria se había acostumbrado al cristianismo y al ritual establecido, tal como lo definiera el propio Boris. El monarca, que se estaba haciendo viejo, decidió abdicar y entró en un monasterio, dejando como sustituto a su hijo mayor, Vladimiro. Pero Vladimiro era un tipo disoluto que estaba resentido con su padre. Buscó apoyó de los sectores anti-Boris y anti-cristianos de la nobleza. Rápidamente empezó a deshacer lo hecho durante el reinado anterior. Pero, al hacerlo, cometió un error. Se olvidó de que su padre estaba simplemente retirado, y no muerto.
Hacía el 893, el monarca retirado no pudo aguantar más a su hijo. Salió como un rayo del monasterio y reasumió sus poderes. La nación se le unió, castigó a los nobles que se le habían opuesto, e incluso a su hijo, a quien mandó cegar y destituir. Organizó de nuevo la Iglesia y su liturgia, y estableció su capital en una nueva ciudad donde posiblemente había menos recuerdos de las antiguas tradiciones. Después colocó a otro hijo, Simeón, en el trono y una vez más se retiró a su monasterio. Boris vivió aún otra década, hasta morir en el 903. No había peligro de que Simeón intentara volver atrás las manecillas del reloj religioso: de hecho, había recibido una educación cristiana en la propia Constantinopla.
Sería difícil culpar a los bizantinos por sentir, viendo los acontecimientos desde lejos, una interesada satisfacción ante el desarrollo de los acontecimientos. Sus antiguos enemigos, los búlgaros, ya no eran paganos sino cristianos, y del rito oriental. Además, su nuevo rey era de educación bizantina y presumiblemente, por lo tanto, sus simpatías irían hacia Bizancio. Pero aun así, un cristiano podía aspirar a tomar y gobernar Constantinopla igual que un pagano. Simeón llevaba consigo el recuerdo preciso de las glorias y riquezas de Constantinopla, y quería ser su emperador. En realidad, las hostilidades fueron producto de una disputa comercial aparecida en el 894, pero no habrían desembocado en una guerra si a Simeón no le hubiera movido una ambición sin límites.
Casi inmediatamente, el ejército bizantino sufrió una derrota, y al mismo tiempo en Constantinopla empezaron a pensar en echar más leña al fuego. No dudaron en pedir la ayuda de otros bárbaros (todavía paganos) para que atacaran a los búlgaros cristianos por la retaguardia. Era fácil encontrar los hombres necesarios en las tribus de las regiones del norte del mar Negro.
Los kazaros, que habían desempeñado un papel en la historia bizantina anterior y cuya alianza había sido útil durante las crisis precedentes con los persas y los árabes, mantenían todavía su dominio en aquellas regiones, pero su fuerza se estaba acabando. Alrededor del 740, gran parte de ellos se habían convertido al judaísmo, acontecimiento insólito porque la conversión habitual entre los hombres de las tribus nómadas era al cristianismo o al Islam. Al diferenciarse de este modo contribuyeron, posiblemente, a su propia desaparición aislándose de los bizantinos.
Tributario de los kazaros era un grupo de tribus denominadas On-Ogurs (que significa «diez flechas»). La palabra se convirtió en Ugrianos para los pueblos fronterizos y, mediante una deformación ulterior, en Húngaros. Algunas de las tribus ugrianas se llamaban a si mismas magiares en su idioma, y se las conoce más por este nombre, al menos durante su historia primitiva.
En los momentos en que los kazaros se convertían al judaísmo, empezó a llegar también un nuevo grupo de nómadas procedente de Asia central, una tribu o tribus turcas llamadas pechenegos o patzinaks. Las presiones de los pechenegos empujaron a los magiares hacia el oeste y los kazaros hacia el sur. Los magiares llegaron muy cerca de las fronteras de los búlgaros, y justo detrás de ellos se encontraban los pechenegos.
Esta era la situación cuando Simeón comenzó a presionar a los bizantinos, y León VI siguió la política natural de aliarse con el poder que estaba en la retaguardia del enemigo. Pidió ayuda a los magiares, y enseguida Simeón se encontró atacado por detrás. Por consiguiente, Simeón siguió el ejemplo bizantino y se alió con los pechenegos, de manera que a los magiares les tocó a su vez sufrir ataques en la retaguardia.
Fue una contienda general en la que los perdedores inmediatos fueron los magiares. Les empujaron de nuevo hacia el oeste. Pero en su fuga de los pechenegos, invadieron las regiones septentrionales del Danubio que estaban sometidas a un impreciso protectorado de los búlgaros. Los búlgaros nunca recuperaron aquellas tierras, que hasta hoy siguen formando una nación al sur del Danubio. Fue un golpe duro para los búlgaros y Simeón consintió de mala gana en firmar la paz con el imperio en el 897, aunque a cambio cobró al emperador un considerable tributo anual.
Los magiares después de su huida, se encontraron en las llanuras del Danubio medio, que les gustaron, y que cuatro siglos antes habían sido centro del imperio Huno. Fue esta coincidencia la que facilitó la conversión de Ugrio a Húngaro; la primera sílaba era inevitable.
Más de medio siglo después, las tribus ugrias se lanzaron despiadadamente sobre Germania y redujeron a los germánicos a tal estado de pánico, que se cree que la palabra «ogro», que denomina a un monstruo antropófago, tuvo su origen en el nombre de estos invasores. No obstante, los magiares fueron por fin derrotados, y se asentaron hasta convertirse en la nación que llamamos Hungría pero que los húngaros todavía llaman
Magyarorszag
, o «tierra de los magiares».
Entretanto, otro pueblo más cobraba importancia en la zona norte del mar Negro. Era el de los eslavos, que habitaban las vastas llanuras de Europa oriental, pero que habitualmente no podían tener acceso al mar Negro debido a las tribus nómadas (kazares, magiares y pechenegos) que vivían en las costas septentrionales de este mar.
Los eslavos se filtraron hacia el sur como comerciantes, bajando por los grandes ríos de las llanuras de Europa oriental. En el 865, las naves eslavas bajaron navegando el río Dnieper para entrar en el mar Negro, y luego cruzar hacia Constantinopla. El ejército bizantino estaba en campaña en Asia Menor, y la flota estaba anclada fuera de Sicilia, por lo que cogieron a Constantinopla por sorpresa.
Los salvajes eslavos saquearon la campiña, pasaron arrasando por los suburbios hasta las murallas de Constantinopla, y allí acamparon. Los habitantes de Constantinopla, asombrados por el número y la barbarie de los eslavos, estaban al borde del pánico.
Ante la situación de urgencia, los jefes bizantinos utilizaron el manto de la Virgen María, protectora de la ciudad. Lo llevaron a lo largo de las murallas de Constantinopla y lo exhibieron ante los defensores de todos los sectores. La estrategia dio resultado. Los defensores de la ciudad se sintieron alentados, y su moral subió. En cuanto a los rudos guerreros eslavos, lo único que sabían es que unos sacerdotes con vestimentas impresionantes se dedicaban a hacer alguna poderosa magia por las murallas. Cuando las primeras unidades del ejército y la marina bizantinas comenzaron a volver en gran cantidad a Constantinopla, los eslavos asustados escaparon tan rápido como pudieron. Muchos fueron apresados y obligados a servir en las fuerzas armadas bizantinas.
Pero mientras esto ocurría, se estaba efectuando un vasto cambio en la zona oriental de Eslavonia. Muy al norte, las tribus suecas que tenían por jefe a Rurik se habían hecho con la ciudad septentrional de Novgorod en el 862. Los miembros de estas tribus se llamaban Varegos (que significa posiblemente «hombres juramentados», es decir, un grupo que se jura una lealtad mutua). También se llamaban a sí mismos Rus, y con el tiempo el nombre se aplicó a las llanuras orientales. Era la tierra que nosotros llamamos Rusia, y los eslavos que sitiaron Constantinopla en el 865 eran los antecesores de los que hoy llamamos rusos (aquel cerco fue el primer acto notable de presencia del pueblo ruso en el escenario de la historia).
Rurik fue el fundador de la primera familia real rusa; una estirpe enérgica bajo la cual los eslavos orientales tuvieron su primer período de expansión. Un miembro más joven de la familia era Oleg. Después de la muerte de Rurik, alrededor del 879, dirigió varias incursiones por el Danubio, tomó la ciudad de Smolensko, y estableció finalmente su capital en Kiev. Durante más de tres siglos, Kiev fue la ciudad más importante de las tierras rusas y la principal capital de los varegos.
Oleg derrotó a los kazaros y se abrió paso por la fuerza hacia el mar Negro. Allí, en el 907, dirigió una segunda expedición naval rusa contra Constantinopla, mejor organizada que la primera, cuarenta años antes. No existía ninguna posibilidad de que pudiera tomar la ciudad, pero los bizantinos que habían sido hostigados por los búlgaros no estaban en condiciones de enfrentarse con un nuevo enemigo. El emperador llegó a un acuerdo sobre un tratado comercial, según el cual los rusos disfrutarían de protección legal en la capital. Así, pues, a León VI le bastaban y le sobraban los enemigos. Los pueblos del norte parecían dedicados a una danza complicada, mientras las naves musulmanas hacían correrías por el Egeo.
Para colmo, León VI tenía problemas internos complicados por el amor y el matrimonio. Las costumbres bizantinas en cuanto al matrimonio eran bastante flexibles. Teniendo en cuenta lo fácil que era morirse durante el alumbramiento, a menudo un hombre se casaba con muchas mujeres, una tras otra. La Iglesia, cuyo ideal era un sólo matrimonio por toda la vida, hacía continuamente lo que podía para prohibir los matrimonios repetidos, aun cuando no significaran ni poligamia ni divorcio.
A principios de su reinado, León se mostró de acuerdo con esto. Se prohibió tajantemente llegar a cuatro matrimonios, y aunque no se proscribía un tercer matrimonio, estaba mal visto. Pero León se arrepintió. Su padre, Basilio, le había obligado a tomar la primera mujer. Vinieron después una segunda y una tercera. Pero ninguna le dio el hijo que ansiaba desesperadamente. Y por si esto era poco, su joven y hermosa amante, Zoe, dio a luz a un hijo.
Para legitimar a este hijo y asegurarse que heredaría el trono imperial, León quiso casarse con Zoe, pero la Iglesia, escandalizada, prohibió terminantemente un cuarto matrimonio. León pidió al patriarca Nicolás Mysticus que al menos bautizara al hijo y le legitimara sin el matrimonio. El patriarca consintió en ello, a condición de que León renunciara por completo a su amante. León aceptó la condición. El bebé fue bautizado y se le impuso el nombre de Constantino y tres días más tarde León, con toda tranquilidad, se casó con Zoe. El patriarca Nicolás se puso furioso y castigó al sacerdote que se había dejado amedrentar para celebrar el matrimonio. León envió al patriarca al exilio. Después de todo, el emperador era el que mandaba.
El nacimiento de este peculiar joven príncipe, hijo del emperador reinante, se recuerda por su nombre, y esta historia empieza con un tinte. En la antigüedad se conocían pocos tintes resistentes al sol y al agua y que tuvieran colores vivos. Uno de ellos era un tinte de rojo-púrpura que se obtenía de cierto marisco del Mediterráneo. Durante siglos, la ciudad de Tiro tuvo el monopolio de su manufactura, y las telas teñidas que se producían allí se vendían a unos precios fabulosos. La prosperidad de esta ciudad se basaba en este proceso secreto. En efecto, la misma palabra «fenicio» aplicada a la gente de Tiro y sus ciudades hermanas por los griegos, tiene su raíz en la palabra griega que significa «rojo sangre» y se puede aplicar a este tinte.
La popularidad del tinte continuó durante los tiempos bizantinos, cuando los edictos limitaban su uso a la casa imperial, como una manera de crear una clara distinción social entre el emperador y sus súbditos. El tinte y el emperador estaban tan estrechamente ligados que se hablaba de la «púrpura» cuando se quería hablar de la casa gobernante.
El palacio bizantino tenía una habitación especial decorada con tapicerías teñidas de púrpura real, una habitación diseñada especialmente para el uso de la emperatriz cuando estaba embarazada. A veces ocurría que ésta efectivamente daba a luz a su hijo en esa habitación y, si era así, el hijo era «porphyrogenitos» o «nacido en la púrpura». La amante de León, Zoe, dio a luz a su hijo en esta habitación, y ese hijo es conocido en la historia como Constantino Porfirogéneta.
Cuando murió León VI, en el 912 su hijo tenía sólo seis años. El principio de la legitimidad era ya lo bastante fuerte entonces como para garantizar la fácil sucesión del niño; pero, legítimo o no, un niño de seis años no puede gobernar. Alguien tiene que hacer de regente, y la persona más lógica era el hermano menor del emperador anterior, si lo tenía.
León tenía un hermano menor que asumió la regencia en nombre de su sobrino. Con otro sistema de gobierno, podía haber cedido a la tentación de deshacerse del niño y asumir para él mismo el cargo de emperador. Pero no era necesario. La tradición romana permitía la existencia de emperadores asociados, de forma que el regente se atribuyó simplemente las prerrogativas imperiales, y se le incluye normalmente en la lista de emperadores bizantinos como Alejandro II.
Alejandro comenzó por cambiar las directrices del reinado anterior. Exilió a la madre del joven emperador, Zoe, e hizo volver a su enemigo, el patriarca Nicolás. También dio la orden de suspender el pago de tributo que desde unos quince años antes se pagaba a Simeón de Bulgaria.
Fue una decisión completamente equivocada, puesto que Alejandro no era capaz de enfrentarse al ataque militar del norte que lógicamente se produciría. A pesar de haber perdido las provincias del norte ante los magiares, Simeón consiguió fortalecer y consolidar lo que quedaba de su reino en los doce años anteriores, y tenía más fuerza que nunca. Su capital, Preslav (a 150 millas al noroeste de Constantinopla), se había convertido en una ciudad bastante considerable e impresionante, y el rey se consideraba a sí mismo como Simeón el Grande, nombre con el cual pasó a la historia.
Simeón partió enseguida hacia el sureste y llegó a las murallas de Constantinopla. Alejandro no vivió para conocer el precio de su alocada empresa, ya que murió a mediados del 913, poco más de un año después de la muerte de su hermano. Ahora, el joven Constantino Nacido-en-la-Púrpura gobernaba solo, y el patriarca Nicolás, encargado de la defensa, sólo podía ofrecer a Simeón humildes palabras y lujosos regalos para convencerle de que se marchara.