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Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #Aventuras, Intriga

Contrato con Dios (42 page)

BOOK: Contrato con Dios
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—Exacto. E incluso la muerte de su propio hijo, Isaac, fue vista por Kayn como un sacrificio exigido por Dios para que él mismo alcanzase ese destino.

—Pero, padre… si Kayn sabía quién era usted, ¿cómo demonios le permitió venir?

—Sabe, es irónico. Él no podía hacer esto sin el beneplácito de Roma, un sello de aprobación de que el Arca era real. Así me incrustaron en la expedición. Pero había alguien más infiltrado. Alguien con una posición de poder, que había decidido trabajar para Kayn después de que su propio hijo le hablase de la obsesión de su padre por el Arca. Conjeturo que al principio sólo fue un trabajo en el que conseguir información privilegiadísima. Después, cuando el año pasado se concretó la obsesión de Kayn, hizo sus propios planes.

—¡Russell! —dijo Andrea con un grito ahogado.

—El mismo que la arrojó a usted al agua y mató a Stowe Erling en un torpe intento de encubrir su hallazgo. ¿Tal vez para desenterrar el Arca más tarde? Ah, y o bien él o Kayn eran los responsables del protocolo Ypsilon.

—Y me puso escorpiones en la cama. Qué cabrón.

—No, ése fue Torres. Tiene usted un club de fans de lo más selecto.

—Eso es desde que lo conozco, padre. Aunque sigo sin entender para qué quería Russell el Arca.

—Tal vez para destruirla. Si es así, no se lo impediré, aunque lo dudo mucho. Lo más probable es que quiera sacarla de aquí y usarla de alguna absurda manera para chantajear al gobierno de Israel. Aún no he logrado atar todos los cabos, aunque nada va a desviarme de mi decisión.

Andrea hizo un esfuerzo por elevar la vista lo suficiente para escrutar el rostro del sacerdote en la incómoda posición en la que se encontraban. Lo que vio la dejó helada.

—¿Realmente va a volar el Arca, padre? ¿Un objeto tan sagrado?

—Creía que usted no creía en Dios —dijo Fowler sonriendo irónicamente.

—Últimamente mi vida ha dado muchos vuelcos —dijo Andrea, entristecida.

—La ley de Dios está grabada aquí y aquí —dijo el sacerdote tocándose con el dedo índice en la frente y en el pecho—. Eso sólo es una caja de metal y madera que causaría la muerte de millones de personas y cien años de guerras si volviera a ver la luz. Lo que hemos visto hasta ahora en Afganistán y en Irak sería un triste y pálido prólogo. Por eso no va a salir de esa cueva.

Andrea no dijo nada, y de repente su silencio dejó de tener como fondo el bramido del viento contra las rocas.

El simún había pasado.

L
A
EXCAVACIÓN

Desierto de Al Mudawwara, Jordania

Jueves, 20 de julio de 2006. 14.16

Entraron en el cañón de manera cautelosa, para descubrir un paisaje arrasado. Las tiendas habían sido arrancadas de cuajo y su contenido estaba desparramado por todas partes. Las lunas de los cuatro todoterrenos aparecían rajadas y agrietadas por la multitud de pequeñas piedras que el simún había arrancado de los aleros de los riscos y hecho rebotar por las paredes como balas perdidas. Fowler y Andrea se dirigían hacia aquella zona cuando el motor de uno de los coches comenzó a rugir.

Sin previo aviso, el H3 se lanzó sobre ellos a toda velocidad.

Fowler apartó a Andrea de un violento empujón y saltó él mismo hacia el lado contrario. Por una fracción de segundo pudo ver a María Jackson al volante, con los dientes apretados y una expresión de furia en el rostro. Las enormes ruedas traseras del coche pasaron rozando la nariz de Andrea, cubriendo de arena a la joven.

Antes de que ambos pudieran levantarse del suelo el H3 dobló la curva del cañón y desapareció.

—Creo que estamos solos —dijo el sacerdote, mientras ayudaba a incorporarse a Andrea—. Ésa era uno de los soldados de Dekker huyendo como alma que lleva el diablo. No creo que queden muchos de sus compañeros por aquí.

—No es lo único que se ha esfumado, padre. Creo que su plan también se ha ido al cuerno —respondió la periodista, señalando los tres todoterrenos restantes.

Las doce ruedas aparecían completamente rajadas.

Durante un par de minutos vagabundearon entre los restos de las tiendas, buscando algo de agua. Encontraron tres cantimploras medio vacías y —una sorpresa medio enterrada— la mochila de Andrea con su disco duro.

—Ahora todo ha cambiado —dijo Fowler, mirando a todos lados con recelo. No las tenía todas consigo, y caminaba como si a cada paso un tirador fuera a acribillarles desde lo alto de los riscos. Andrea lo seguía encorvada y asustada—. No puedo sacarla de aquí, así que no se separe de mí hasta que se nos ocurra algo.

Llegaron junto al BA-609, que aparecía medio volcado sobre el costado izquierdo, como un pájaro con un ala rota. Fowler se introdujo en la cabina y salió al cabo de 30 segundos con varios cables en la mano.

—Russell no podrá usarlo para llevarse el Arca —dijo arrojando lejos los cables y saltando de nuevo sobre la arena. Hizo una mueca de dolor cuando sus pies tocaron el suelo.

Aún no se ha recuperado. Todo esto es una locura,
pensó Andrea.

—¿Alguna idea de dónde está?

Fowler iba a responder cuando se interrumpió y rodeó el avión por la parte trasera. Junto a las ruedas yacía un objeto negro y opaco. El sacerdote lo alzó.

Era su maletín.

La cubierta superior aparecía rajada de parte a parte, dejando ver aún el hueco que había ocupado la barra de explosivo plástico que Fowler había usado para volar el tanque de agua. Tocando en dos puntos concretos del maletín, el sacerdote hizo que la tapa se abriera de forma que el compartimento secreto quedase al descubierto.

—Una pena que destrozasen el cuero. Este maletín ha estado conmigo muchos años —dijo el cura mientras recogía los cuatro paquetes restantes de explosivo y algo más. Un objeto del tamaño de la esfera de un reloj, del que salían dos pequeñas abrazaderas metálicas. Fowler hizo un paquete con todo ello y la primera de las muchas prendas diseminadas por el fondo del cañón que se le puso a tiro—. Guárdeme esto en la mochila, ¿quiere?

—Y una mierda —dijo Andrea dando un paso atrás—. Esas cosas me dan un miedo de muerte.

—Sin el detonador armado es más inofensivo que la plastilina.

Andrea accedió a regañadientes.

Cuando rebasaron el avión camino de la plataforma se encontraron con los cinco terroristas que habían rodeado a María y a Dekker antes de que comenzase el simún. La primera reacción de Andrea fue de pánico, hasta que comprendió que estaban muertos. Cuando llegaron a su altura, Andrea no pudo evitar una mueca de horror. Los cuerpos estaban tendidos en posiciones extrañas —uno de ellos aún medio incorporado—, intentando levantar un brazo hacia la nada y los ojos desmesuradamente abiertos

como el que contempla el infierno

con una expresión congelada de incredulidad.

Sólo que no había ojos.

Las cuencas aparecían vacías, las bocas abiertas sólo eran pozos de negrura y la piel era un pergamino grisáceo y acartonado. Andrea sacó la cámara de la mochila y tomó varias fotos de las momias, disecadas en cuestión de minutos.

No puedo creerlo. Parece que la vida les haya sido arrebatada sin permiso ni aviso. Que aún se la estén arrebatando. Dios, qué horror.

Se dio la vuelta para marcharse y su mochila rozó ligeramente la cabeza del primero de los cuerpos. Ante los ojos atónitos de Andrea, la estructura acartonada se pulverizó y derrumbó, dejando una heterogénea mezcla de polvo grisáceo, ropa y huesos.

Se volvió al sacerdote, asqueada, pero éste no daba muestras de tener los mismos escrúpulos. Fowler había encontrado una utilidad mucho mejor en los muertos. Se había hecho con uno de los Kalashnikov de los terroristas y varios cargadores, que se distribuyó por los bolsillos. Con la punta del fusil, señaló a la plataforma que conducía a la entrada de la cueva.

—Russell está ahí arriba.

—¿Cómo lo sabe?

—Cuando decidió dar la cara llamó a sus amigos —hizo un gesto con la cabeza hacia los cadáveres—. Ésta es la gente que vio usted cuando llegó al cañón. Desconozco si hay más y cuántos son, pero está claro que Russell sigue allí porque no hay huellas en la arena junto a la plataforma. El simún lo ha cubierto todo de nuevo. Si hubiesen salido antes, los habríamos visto. Russell está dentro, y el Arca también.

—¿Qué vamos a hacer?

Fowler meditó durante unos segundos, con la cabeza baja.

—Si fuera listo volaría la entrada de la cueva y los dejaría morirse de hambre. Pero me temo que ahí dentro hay más personas. Al menos Eichberg, Kayn y David Pappas.

—¿Entonces va a entrar?

Fowler asintió.

—Páseme los explosivos, por favor.

—Pues déjeme ir con usted —dijo Andrea, obedeciendo.

—Señorita Otero, usted se quedará aquí fuera y esperará que yo salga. Si quien lo hace son ellos, no diga nada. Escóndase. Haga alguna foto si puede, y luego cuéntelo todo.

I
NTERIOR
DE
LA
CUEVA
,
CATORCE
MINUTOS
ANTES

Deshacerse de Dekker había sido más fácil de lo que se hubiera atrevido nunca a soñar. El tipo estaba tan desconcertado por el hecho de que hubiera disparado al piloto, tan ansioso por hablar con él, que ni siquiera había tomado las mínimas precauciones al entrar en el túnel y se había encontrado con una bala antes de rodar plataforma abajo.

Contratar el protocolo Ypsilon a espaldas del viejo ha sido una genialidad,
pensó autoindulgente Russell.

Le había costado casi diez millones de dólares. Dekker se había mostrado cauto y receloso al principio, hasta que el propio Russell se había comprometido a pagarle ocho cifras por adelantado y otras ocho si finalmente se veían obligados a aplicarlo. Todo ello al margen de las tarifas de Blackwater USA.

El secretario de Kayn sonrió con suficiencia. La semana siguiente los contables de la Kayn Industries notarían el agujero sin justificar en el fondo de pensiones del grupo, y comenzarían las preguntas. Para ese entonces él estaría muy lejos, con el Arca a salvo en una localización secreta de Egipto. Le sería muy sencillo perderse allí. Y después el odiado Israel tendría que pagar un precio por las humillaciones que habían hecho caer sobre la casa del Islam.

Russell recorrió el túnel hacia el interior de la cueva y se asomó. Kayn estaba allí, contemplando expectante cómo Eichberg y Pappas sacaban las últimas piedras que bloqueaban el paso a la cavidad, alternando el uso de las manos y la taladradora eléctrica. No habían escuchado el disparo que había realizado. Tan pronto como se asegurase de que el camino al Arca estaba despejado, y de que no los necesitaba, los despacharía de un tiro. Algo rápido.

Para Kayn, por el contrario…

No se han inventado palabras que puedan resumir en pocas líneas la marea de odio aplastante que Russell sentía por el viejo. Latía y crujía en el fondo de su alma como un cable de alta tensión, portando como pequeños electrones todas y cada una de las humillaciones que Kayn le había hecho padecer. Cada minuto a su lado durante casi seis años había sido una tortura insufrible. Escondiéndose en el baño para rezar, escupiendo en las macetas el alcohol que a veces se veía obligado a tomar para no despertar sospechas. Cuidando de su mente maltrecha y atrapada a todas horas. Fingiendo un cariño solícito y contenido.

Mentiras.

Tu mejor arma será la
taqiyya,
el engaño del guerrero. El jihadista puede mentir sobre su fe, fingir, ocultar, tergiversar. Siempre a un infiel, siempre sin pecado,
le había dicho el imam hace quince años.
Y no creas que te resultará sencillo. Llorarás cada noche por el desgarro de tu alma, hasta que te cueste saber quién eres.

Ahora era él de nuevo.

Con toda la agilidad de su joven y bien entrenado cuerpo, Russell descendió por la cuerda sin ayuda del arnés, como había subido un par de horas antes. Su túnica blanca flameó mientras bajaba, captando la mirada de Kayn, quien se volvió hacia su secretario con expresión de sorpresa.

—¿Qué significa esta mascarada, Jacob?

Russell no respondió. Se dirigió hacia la entrada de la cavidad. El espacio abierto era de un metro y medio de alto por dos de ancho.

—Está ahí, señor Russell. Todos la hemos visto —dijo Eichberg, que con su excitación inicial tardó en fijarse en la túnica de Russell—. ¿Oiga, y esa ropa?

—Cállese y llame a Pappas.

—Señor Russell, debería ser un poco más…

—No me obligue a repetirlo —dijo el secretario, sacando la pistola de entre sus ropajes.

—David —croó Eichberg, asustado como un niño.

—¡Jacob! —gritó Kayn.

—Cállese, viejo de mierda.

Kayn se quedó lívido ante el insulto, algo muy lejos de lo que un multimillonario como él estaba acostumbrado a escuchar, y menos en la persona de la que sólo recibía atenciones. No tuvo tiempo de responder, porque en ese momento David Pappas salió de la cavidad entrecerrando los ojos, intentando acostumbrar la vista.

—¿Qué demonios…? —Cuando vio la pistola en manos de Russell, comprendió. Fue el primero de los tres en hacerlo, aunque no el más decepcionado y aturdido. Ese papel le correspondía a Kayn—. Usted. Ahora lo entiendo. Usted tenía permisos de administrador en el programa del magnetómetro. Fue usted quien cambió los datos. Fue usted quien mató a Stowe.

—Un pequeño error que estuvo a punto de costarme caro. Creí que manejaba las voluntades de esta expedición mejor de lo que lo hacía —reconoció Russell encogiéndose de hombros—. Y ahora respóndame: ¿se puede extraer ya el Arca al exterior?

—Váyase a tomar por culo, Russell.

Sin mediar palabra el joven apuntó a la pierna de Pappas y disparó. La rodilla derecha del arqueólogo se convirtió en un amasijo sanguinolento y éste cayó al suelo lanzando aullidos de dolor que rebotaron por las paredes de la cueva y se confundieron con los últimos ecos del disparo.

—La próxima irá a la cabeza. Respóndame, Pappas.

—Sí se puede, señor. El camino está despejado —dijo Eichberg, con las dos manos levantadas en gesto de rendición.

—Es todo lo que quería saber.

Dos disparos consecutivos, un movimiento del brazo en diagonal y otros dos disparos. Eichberg se derrumbó sobre Pappas con la cabeza destrozada. La sangre de ambos se mezcló sobre el suelo de piedra.

—Los has matado, Jacob. Los has matado a los dos.

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