Corazón (14 page)

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Authors: Edmondo De Amicis

Tags: #Infantil, #Juvenil

BOOK: Corazón
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—¿Es usted —me dijo— el maestro que daba clase en la cárcel de Turín?

—El mismo. Pero, ¿quién es usted? —le pregunté.

—Yo soy —me dijo— el preso del número 78. Usted me enseñó a leer y escribir hace ahora seis años. Si se acuerda, en la última lección me dio usted su mano; ahora, que he cumplido la condena, vengo a verle… y le ruego que haga el favor de aceptar un recuerdo mío, una baratija que he hecho en la cárcel. ¿Quiere recibirla como recuerdo mío, señor maestro?

Me quedé sin saber qué decir. El creyó que no quería aceptar el regalo, y me miró como queriendo decirme: «¡Seis años de padecimientos no han bastado, pues, para purificar mis manos!» Fue tal y tan vivo el dolor de su mirada, que tendí la mano y tomé inmediatamente lo que me traía. Y aquí lo tiene.

Examinamos atentamente el tintero; parecía haber sido trabajado con la punta de un clavo, a fuerza de grandísima paciencia. Tenía tallada una pluma atravesando un cuaderno y aparecía escrito a su alrededor: «A mi maestro. Recuerdo del número 78. ¡Seis años!» Y por debajo, en pequeños caracteres: «Estudio y esperanza»… El maestro no dijo nada más y nos marchamos.

En todo el trayecto, desde Moncalieri a Turín, yo no podía quitarme de la cabeza aquel preso asomado a la ventanita, el adiós de despedida, el tintero labrado en la cárcel, que tantas cosas revelaba. Por la noche soñé con él y esta mañana todavía pensaba que lo tenía delante… ¡Cuán lejos estaba de imaginar la sorpresa que me esperaba en la escuela! Entretanto apenas me había colocado en mi nuevo banco, junto a Derossi, después de copiar el problema de Matemáticas para el examen mensual, conté a mi compañero toda la historia del preso y del tintero, refiriéndole cómo estaba hecho, con la pluma atravesando el cuaderno y la inscripción grabada a su alrededor: «¡Seis años!» Derossi se sobresaltó ante semejantes palabras y empezó a mirar tan pronto a mí como a Crossi, el hijo de la verdulera, que estaba en el banco de delante, dándonos la espalda, enteramente absorto en el problema.

—¡Cállate! —me dijo en voz baja, cogiéndome un brazo—. Crossi me dijo anteayer que había visto por casualidad un tintero de madera en las manos de su padre, recién llegado de América; un tintero cónico, hecho a mano, con un cuaderno y una pluma. ¡Es el mismo del que me has hablado! «¡Seis años!» El decía que su padre estaba en América, pero lo cierto es que se hallaba en la cárcel. Crossi era muy pequeño cuando se cometió el delito; no lo recuerda. Su madre le ha venido engañando, y él no sabe nada. ¡Pero que no se te escape ni una sola palabra de esto! Yo me quedé sin habla, mirando fijamente a Crossi. Derossi resolvió el problema y lo pasó a Crossi por debajo del banco. Le entregó una hoja de papel, le quitó de las manos El enfermero del Tata, cuento mensual que el maestro le había dado a copiar, para escribirlo él; le regaló plumas, le dio unos golpecitos cariñosos en la espalda, me hizo prometer bajo palabra de honor que no diría nada a nadie y, cuando salimos de clase, me dijo apresuradamente:

—Ayer vino su padre por él; seguramente habrá venido ahora a esperarlo; tú haz lo que haga yo.

Al salir a la calle, vimos que, efectivamente, estaba el padre de Crossi en lugar algo separado. Era un hombre de barba negra, con algunas canas, mal vestido, de semblante pálido y pensativo. Derossi estrechó la mano de Crossi, para que le viese, y le dijo en voz alta:

—Hasta mañana, Crossi —y le pasó la mano por debajo de la barbilla. Yo hice lo mismo. Pero Derossi, al hacer aquello, se puso rojo como una amapola, y yo también. El padre de Crossi nos miró atentamente, con ojos de benevolencia, pero en ellos se traslucía una expresión de inquietud y de sospecha, que nos heló el corazón.

El enfermero del Tata

CUENTO MENSUAL

En la mañana de un día lluvioso de marzo, un chico vestido de aldeano, calado hasta los huesos y lleno de barro, se presentó en la portería del Hospital de los Peregrinos de Nápoles, con un fajo de ropa bajo el brazo, para preguntar por su padre. Llevaba una carta en la mano. Tenía una agraciada cara ovalada de color moreno pálido, ojos pensativos y gruesos labios entreabiertos, que permitían ver sus blanquísimos dientes. Procedía de un pueblecito de las cercanías de la ciudad. Su padre había salido de casa hacía un año para ir a Francia en busca de trabajo, y había vuelto a Italia, desembarcando unos días antes en Nápoles, donde había enfermado tan repentinamente, que apenas le dio tiempo para escribir unas líneas a la familia anunciándole su regreso y su entrada en el hospital. Angustiada por tal noticia y no pudiendo moverse de casa por tener una niña enferma y una criatura en pañales, la mujer había mandado a Nápoles al hijo mayor para cuidar de su padre, de su tata, que es el nombre cariñoso que dan por allí los niños a los padres. El muchacho tuvo que recorrer diez leguas de camino.

EL MUCHACHO TUVO QUE RECORRER DIEZ LEGUAS DE CAMINO.

El portero, después de dar una ojeada a la carta, llamó a un enfermero y le dijo que llevase al muchacho donde estaba su padre.

—¿Cómo se llama tu padre? —le preguntó el enfermero.

El chico, temblando ante el temor de recibir una mala noticia, le dijo el nombre.

El enfermero no se acordaba de él.

—¿Es un viejo trabajador, que ha llegado de fuera? —preguntó.

—Trabajador, sí —respondió el muchacho cada vez más anhelante—; pero no muy viejo. De fuera sí que ha venido.

—¿Cuándo entró en el hospital? —preguntó el enfermero.

El muchacho dio una mirada a la carta.

—Creo que hace cinco días.

El enfermero se quedó algo pensativo; luego, como recordando de pronto:

—¡Ah! —dijo—, la sala cuarta, la cama del fondo.

—¿Está muy enfermo? ¿Cómo se encuentra? —preguntó el chico con ansiedad.

El enfermero le miró sin responder. Luego le dijo:

—Ven conmigo.

Subieron dos tramos de escalera; fueron al extremo de un amplio corredor, hasta hallarse ante la puerta abierta de una sala donde había dos largas filas de camas.

—Ven —repitió el enfermero, entrando.

El muchacho se armó de valor y le siguió, dirigiendo miradas medrosas a derecha e izquierda, sobre los blancos y consumidos semblantes de los enfermos, algunos de los cuales tenían los ojos cerrados y parecían muertos; otros miraban al espacio con ojos grandes y fijos, como espantados. No faltaba quien gemía como un niño. La sala estaba oscura y el aire impregnado de penetrante olor de medicamentos. Dos Hermanas de la Caridad iban de uno a otro lado con frascos en la mano.

Habiendo llegado al extremo de la sala, el enfermero se detuvo a la cabecera de una cama; apartó un poco las cortinillas y dijo:

—Ahí tienes a tu padre.

El chico rompió a llorar y, dejando caer el envoltorio que llevaba, reclinó su cabeza sobre el hombro del enfermo, cogiéndole con una mano el brazo que tenía extendido e inmóvil sobre la cubierta. El enfermo no se movió.

El muchacho se irguió, miró a su padre y empezó a llorar de nuevo. El enfermo le dirigió entonces una larga mirada y pareció reconocerlo. Pero sus labios no se movían. Pobre tata, ¡qué cambiado estaba! Su hijo no le habría reconocido. Había encanecido, tenía la cara hinchada y enrojecida, con la piel tersa y reluciente, los ojos empequeñecidos, los labios abultados, toda la fisonomía alterada; tan sólo conservaba iguales la frente y el arco de las cejas. Respiraba afanosamente.

—¡Tata, tata! —dijo el muchacho—. ¡Soy yo! ¿Es que no me conoces? Soy Cecilio, tu Cecilio; he venido desde el pueblo por encargo de mamá. Fíjate en mí. ¿No me reconoces? Dime aunque sólo sea una palabra.

Pero el enfermo, después de haberle mirado con atención, cerró los ojos.

—¡Tata, tata! ¿Qué te pasa? Soy tu hijo, tu Cecilio.

El hombre no se movió y continuó respirando con dificultad.

Llorando a lágrima viva, el muchacho tomó entonces una silla y se sentó a su lado, esperando sin apartar la vista de su cara. «Pasará algún médico haciendo la visita», pensaba. «Algo me dirá». Y se sumergió en sus tristes pensamientos, recordando muchas cosas de su buen padre: el día de su partida, cuando le había dado el último adiós desde el barco, las esperanzas que la familia había fundado en aquel viaje, la desolación de su madre al recibir la carta. Pensó en la muerte. Ya veía a su padre muerto, a la madre vestida de luto y la familia en la miseria. Así permaneció mucho tiempo. Una suave mano le tocó en el hombro, y él se estremeció. Era una monja.

—¿Qué tiene mi padre? —le preguntó enseguida.

—¡Ah! ¿Es tu padre? —le respondió la hermana con gran dulzura.

—Sí, es mi padre. Acabo de llegar. ¿Qué tiene?

—¡Animo, muchacho! —le respondió la hermana—. Ahora vendrá el médico. —Y se alejó sin decir más.

Al cabo de media hora se oyó el toque de una campanilla, y vio que por el fondo de la sala entraba el médico, acompañado por un practicante. Les seguían la hermana y un enfermero. Empezaron la visita, deteniéndose en cada cama. La espera se le hacía eterna al muchacho, y su ansiedad aumentaba a cada paso del médico. Al fin llegó a la cama inmediata. El médico era un señor alto y encorvado, de aspecto respetuoso. Antes de que se separara de aquella cama, el chico se levantó y, al acercarse, empezó a llorar.

El médico le miró.

—Es el hijo del enfermo —dijo la hermana—; ha llegado esta mañana de su pueblo.

El médico le puso una mano en el hombro y luego se inclinó sobre el enfermo, le tomó el pulso, le tocó la frente e hizo algunas preguntas a la religiosa, que se limitó a responder:

—Nada de particular.

Quedó algo pensativo y después dijo:

—Continúe como hasta ahora.

El muchacho se armó de valor y preguntó con voz llorosa:

—¿Qué tiene mi padre?

—¡Animo, muchacho! —le respondió el médico volviéndole a poner la mano en el hombro—. Tiene una erisipela facial. Es cosa de cuidado, pero todavía hay esperanzas. No le dejes solo. Tu presencia puede serle beneficiosa.

—¡No me ha conocido! —exclamó el chico con desolación.

—Te reconocerá… mañana. ¡Quién sabe! Confiemos que todo vaya bien. ¡Valor, hijo!

El chico hubiera querido preguntarle más, pero no se atrevió. El médico siguió adelante y el niño comenzó entonces su papel de enfermero. No pudiendo hacer otra cosa, arreglaba la ropa de la cama, tocaba de vez en cuando la mano del enfermo, le apartaba los mosquitos, se inclinaba sobre él siempre que le oía gemir y, cuando la hermana le llevaba algo de beber, le cogía el vaso o la cucharilla y se lo daba él. El enfermo le miraba alguna que otra vez, pero sin dar señales de reconocerlo. Sin embargo su mirada se detenía cada vez en su cara, sobre todo cuando se limpiaba los ojos con el pañuelo.

Así transcurrió el primer día. Por la noche, el chico durmió sobre dos sillas, en un ángulo de la sala y a la mañana siguiente reanudó sus filiales atenciones. Aquel día pareció que los ojos del enfermo daban a entender que empezaba a darse cuenta de lo que sucedía a su alrededor, porque, cuando el chico le hablaba cariñosamente, se advertía en sus pupilas una vaga expresión de gratitud, y en cierta ocasión hasta movió un poco los labios como queriendo decir algo.

Después de cada breve intervalo de somnolencia, abriendo los ojos, parecía que buscaba a su pequeño enfermero. El médico pasó otras dos veces y notó cierta mejoría. Hacia la tarde, al acercarle el muchacho un vaso a la boca, creyó advertir en sus hinchados labios el esbozo de una ligera sonrisa. Con esto empezó a reanimarse y a tener mayor confianza en su restablecimiento. Creyendo que le podría entender, aunque confusamente, le hablaba bastante de la madre, de las hermanitas, de la vuelta a su casa, y le daba ánimos empleando las palabras más encendidas y cariñosas que se le ocurrían.

Y aunque a menudo dudaba de que pudiera entenderle, le seguía hablando por parecerle que el enfermo le escuchaba con cierto agrado, complaciéndole aquella desacostumbrada demostración de afecto y de tristeza. De esta manera pasaron el segundo, el tercero y el cuarto días en continua alternativa de ligeras mejorías y de imprevistos empeoramientos. Tan entregado estaba el chico a los cuidados, que apenas tomaba al día otro alimento que un poco de pan y queso que le llevaba la hermana, sin apenas advertir lo que sucedía en torno suyo: los estertores de los moribundos, las presurosas visitas de las hermanas por la noche, los lloros y la desolación de los visitantes que salían sin esperanza, todas las dolorosas y tristes escenas de la vida de un hospital, que en otras circunstancias le habrían aturdido y horrorizado.

Transcurrían las horas y los días, y él permanecía sin moverse junto al lecho de su tata, atento, anhelante, sobresaltado a cada suspiro y mirada, con el alma en un hilo entre la esperanza que le ensanchaba el pecho y un desaliento que le helaba la sangre en las venas.

Al quinto día el enfermo se puso repentinamente peor.

El médico movió la cabeza cuando el chico le preguntó por el estado del enfermo, como queriendo decir que se estaba llegando al final, con lo que el afligido muchacho se abandonó sobre la silla, rompiendo a sollozar. Sin embargo había una cosa que le proporcionaba cierto consuelo: a pesar del empeoramiento, parecíale que el enfermo iba recobrando paulatinamente el conocimiento. Le miraba cada vez con mayor fijeza y con creciente expresión de dulzura; no quería tomar ninguna bebida ni medicina sino de su mano, y hacía con mayor frecuencia el movimiento forzado de los labios, como queriendo pronunciar alguna palabra; y tan distintamente lo hacía algunas veces, que su hijo le sujetaba el brazo con violencia, aliviado por repentina esperanza, y le decía con acento casi de alegría:

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