Empezó la función.
En cierto momento vi que el maestro de gimnasia hablaba al oído con el dueño del circo, y que éste dirigía repentinamente una mirada por las sillas de la primera fila, como si buscase a alguien. Su vista se quedó fija en nosotros. Mi padre lo advirtió, comprendiendo que el maestro le habría dicho que era el autor del artículo aparecido en el periódico y, para evitar compromisos y que acudiera el buen hombre a darle las gracias, se ausentó del local diciéndome:
—Quédate, Enrique. Te esperaré fuera.
El payasito, tras haber intercambiado unas palabras con su padre, realizó un ejercicio más. De pie sobre el caballo, que galopaba, se vistió cuatro veces: primero de peregrino, luego de marinero, después de soldado, y, por último, de acróbata, y cuantas veces pasaba por delante de mí me dirigía una mirada afectuosa.
Al bajarse, empezó a dar una vuelta por la pista con el sombrero de payaso en la mano, a modo de bandeja, y la gente le echaba monedas, dulces, y otras cosas; pero cuando llegó frente a mí, puso el sombrero atrás, me miró y pasó adelante. Quedé mortificado. ¿Por qué me había hecho aquello?
Una vez terminada la representación, el dueño dio las gracias al público y todos los espectadores se levantaron y se dirigieron en tropel hacia la salida. Yo iba entre la multitud y estaba para salir cuando noté que me tocaban una mano. Me volví; era el payasín, de agraciada carita morena y de negros ricitos, que me sonreía. Tenía las manos llenas de confites. Entonces comprendí.
—¿Querrías —me dijo— aceptar estos dulces del payasito?
Yo le indiqué que sí y tomé tres o cuatro.
—Entonces —añadió—, acepta también un beso.
—Dame dos —respondí, y le ofrecí la cara. El se limpió con la manga la cara enharinada, me rodeó el cuello con un brazo y me dio dos besos en las mejillas, diciéndome: —Toma y lleva uno a tu padre.
Martes, 21
¡Qué escena más impresionante presenciamos hoy en el desfile de las máscaras! Terminó bien, pero podía haber ocurrido una desgracia. En la plaza de san Carlos, decorada con banderolas y festones amarillos, rojos y blancos, se apiñaba una gran multitud; daban vueltas máscaras de todo color; pasaban carrozas doradas y aguirnaldadas, llenas de colgaduras, en forma de escenarios y de barcas, ocupadas por arlequines y guerreros, cocineros, marineros y pastorcillas; entre tanta confusión no se sabía a dónde mirar; un estrépito ensordecedor de trompetas, cuernos y platillos; las máscaras de las carrozas bebían y cantaban, apostrofando a la gente de la calle y a la de las ventanas, que respondían hasta desgañitarse, y se tiraban con furia naranjas, confetti y serpentinas. Por encima de las carrozas y de la multitud, hasta donde alcanzaba la vista, se veían ondear banderolas, brillar cascos, tremolar penachos, agitarse cabezudos de cartón piedra, gorros gigantescos, trompas enormes, armas extravagantes, tambores, castañuelas, gorros rojos y botellas; todos parecían locos.
Cuando nuestro carruaje entró en la plaza iba delante de nosotros una magnífica carroza, tirada por cuatro caballos con gualdrapas bordadas de oro, llena de guirnaldas de rosas artificiales, y en la que iban catorce o quince jóvenes disfrazados de caballeros de la corte de Francia, con brillantes trajes de seda, peluca blanca rizada, sombrero de pluma bajo el brazo y espadín, luciendo en el pecho muchos lazos y encajes.
Todos cantaban a coro una cancioncilla francesa, arrojaban dulces, confetti y serpentinas a la gente, y ésta aplaudía y lanzaba exclamaciones jubilosas. De pronto vimos que un hombre, situado a nuestra izquierda, levantaba sobre las cabezas de la multitud a una niña de cinco o seis años, que lloraba desconsoladamente, agitando los brazos como acometida por ataques convulsivos.
El hombre se abrió paso hacia la carroza; uno de los que iban en ella se inclinó, y el hombre dijo en voz alta:
—Tome a esta niña, que ha perdido a su madre entre la gente; téngala en brazos; su madre no debe estar lejos, y la verá; creo que es lo mejor que puede hacerse.
El de la carroza tomó a la niña en brazos; todos los demás dejaron de cantar; la niña chillaba y manoteaba; el joven se quitó la careta y la carroza prosiguió su marcha con lentitud.
Mientras tanto, según nos dijeron después, en el extremo opuesto de la plaza, una afligida mujer, medio enloquecida, se abría paso entre la multitud a codazos y empellones, gritando:
—¡María! ¡María! ¡María! ¿Dónde está mi hijita? ¡Me la han robado! ¡Habrá muerto pisoteada!
Hacía un cuarto de hora que se hallaba en aquel estado de desesperación, yendo hacia un lado y otro, apretujada por la gente, que, a duras penas, lograba abrirle paso.
El de la carroza, entretanto, no cesaba de estrechar contra las cintas y los bordados de su pecho a la desconsolada niña, girando su mirada por la plaza y tratando de aquietar a la pobre criatura, que se tapaba la cara con las manos, sin saber dónde se hallaba y sin parar de llorar.
El que la llevaba estaba desconcertado; aquellos gritos le llegaban al alma; los otros ofrecían a la niña naranjas y dulces; pero ella todo lo rechazaba, cada vez más asustada y convulsa.
—¡Busquen a su madre! —gritaba el de la carroza a la multitud—. ¡Busquen a su madre!
Todos se volvían a derecha e izquierda, pero la madre no aparecía. Por fin a unos pasos de la entrada de la calle de Roma, una mujer se lanzaba hacia la carroza… ¡Jamás la olvidaré! No parecía persona humana: tenía la cabellera suelta, la cara desfigurada y el vestido roto. Se lanzó hacia adelante, dando un grito que no se sabía si era de gozo, de angustia o de rabia, y alzó las manos como dos garras para asir a su hijita. La carroza se detuvo.
—¡Aquí la tiene! —dijo el que la llevaba, entregándole la niña, después de haberle dado un beso; y la puso en los brazos de su madre que la apretó fuertemente contra su pecho… Pero una de las manecitas quedó por unos segundos entre las manos del joven, y éste, sacándose de la mano derecha un anillo de oro con un grueso diamante, lo puso con rapidez en un dedo de la niña.
—Toma —le dijo—, guárdate esto que podrá ser tu dote de esposa.
La madre se puso muy contenta, la gente prorrumpió en aplausos; el de la carroza y sus compañeros reanudaron el canto, y el vehículo prosiguió lentamente en medio de una tempestad de aplausos y de vítores.
Jueves, 23
Nuestro maestro se ha puesto muy enfermo y para sustituirle ha venido el de cuarto, que ha sido profesor en el Instituto de los Ciegos; es el más viejo de todos; tiene el pelo tan blanco, que parece lleve en la cabeza una peluca de algodón, y habla como si entonase una canción melancólica; pero enseña bien, y sabe mucho. En cuanto entró en clase, al ver un chico con un ojo vendado, se acercó al banco y le preguntó qué tenía.
—Mucha atención con los ojos, chiquito —le dijo.
Derossi le preguntó:
—¿Es cierto, señor maestro, que ha sido usted profesor de los ciegos?
—Sí, durante varios años —respondió. Y Derossi insinuó a media voz:
—¿Por qué no nos dice algo de ellos?
El maestro se sentó en su mesa.
Coretti dijo en voz alta:
—El Instituto de los Ciegos está en la calle Niza.
—Vosotros decís ciegos —comenzó el maestro—, como diríais enfermos, pobres o qué sé yo. Pero ¿comprendéis bien el alcance de esa palabra? Reflexionad un poco. ¡Ciegos! ¡No ver nunca nada! ¡No distinguir el día de la noche; no ver el cielo, ni el sol, ni a los propios padres; nada de todo lo que nos rodea y se toca; estar sumergidos en perpetua oscuridad y como sepultados en las entrañas de la tierra! Cerrad los ojos un momento y pensad que podríais permanecer siempre así; inmediatamente os sobrecogerán la angustia y el terror, os parecerá imposible vivir de ese modo, os vendrán ganas de gritar, y al final o enloqueceríais o moriríais. Y, sin embargo… cuando se entra por primera vez en el Instituto de los Ciegos, durante el recreo, y se oye a esas pobres criaturas tocar el violín o la flauta por todas partes, hablar fuerte y reír, subiendo y bajando las escaleras con pasos rápidos y moviéndose con soltura por los corredores y dormitorios, nadie diría que son tan desventurados. Hay que observarlos con detención.
Hay jóvenes de dieciséis o dieciocho años, robustos y alegres, que sobrellevan la ceguera con calma y hasta con cierta jovialidad; pero se comprende por la expresión severa y alterada de los semblantes que deben haber sufrido tremendamente antes de resignarse a tamaña desgracia; otros, de rostro pálido y dulce, en los que se advierte una gran resignación, pero están tristes y se adivina que a solas tienen ratos de gran depresión. ¡Ay, hijos míos! Pensad que algunos de esos chicos han perdido la vista en pocos días; otros, tras unos años de verdadero martirio y muchas operaciones quirúrgicas; no pocos nacieron así, en una noche que jamás ha tenido amanecer para ellos, habiendo entrado en el mundo como en una inmensa tumba, sin saber cómo está formado el rostro humano. Imaginaos cuánto deben haber sufrido y sufrirán cuando piensen, confusamente, en la tremenda diferencia que hay entre ellos y quienes los ven. Seguramente se preguntarán a sí mismos: «¿Por qué esta diferencia sin ninguna culpa por nuestra parte?» Yo, que he estado varios años entre ellos, cuando recuerdo aquella clase, todos aquellos ojos sellados para siempre, aquellas pupilas sin mirada y sin vida, y luego me fijo en vosotros… me parece imposible que no os consideréis todos dichosos. ¡Pensad que hay unos treinta mil ciegos en nuestra nación! ¡Treinta mil personas que no ven la luz…! ¡Un ejército que tardaría más de cuatro horas en desfilar bajo nuestros balcones o ventanas!
El maestro calló y en la clase no se oía ni respirar. Derossi preguntó si es cierto que los ciegos tienen el tacto más fino que nosotros. El maestro dijo:
—Es verdad. Al carecer de la visión se afinan en ellos los demás sentidos porque, debiendo suplir entre todos el de la vista, están más y mejor ejercitados que los que ven. Por la mañana, en los dormitorios, el uno le pregunta al otro: «¿Hace sol?», y el que antes se viste va corriendo al patio para agitar las manos en el aire y comprobar si el sol se las calienta; en caso afirmativo se apresura a dar la buena noticia: «¡Hace sol!» Por la voz de una persona se forma idea de la estatura; nosotros juzgamos el carácter de las personas por los ojos, ellos por la voz; recuerdan la entonación y el acento a través de los años. Se dan cuenta si en una habitación hay más de una persona aunque hable solamente uno y permanezcan inmóviles. Por el tacto advierten si una cuchara está más o menos limpia… Las niñas distinguen la lana teñida de la que tiene su color natural. Al pasar en fila de a dos por las calles, reconocen casi todas las tiendas por el olor, aun aquellas en las que nosotros no percibimos ninguno. Juegan a la peonza y, al oír el zumbido que produce girando, van derecho a cogerla, sin titubear. Juegan a, los arcos, a los bolos, saltan a la comba, hacen casitas con pedruscos, cogen violetas y otras flores como si las viesen, fabrican esteras y canastillos, entrelazando espartos, hilos y junquillos de diversos colores con extraordinaria destreza: ¡tanto tienen ejercitado el tacto! Para ellos es el tacto lo que para nosotros la vista; uno de sus mayores placeres consiste en tocar y oprimir para adivinar la forma de las cosas, palpándolas. Cuando los llevan al Museo Industrial, donde los dejan tocar cuanto quieren, resulta emotivo ver con qué gusto se apoderan de los cuerpos geométricos, de los modelitos de casas, de los diferentes instrumentos, y la alegría con que palpan, frotan y revuelven entre las manos todas las cosas para ver cómo están hechas. ¡Porque ellos dicen ver!
Garoffi interrumpió al maestro para preguntarle si es cierto que los chicos ciegos aprenden las Matemáticas mejor que los otros.
El maestro respondió:
—Así es. Aprenden a resolver problemas y a leer. Tienen libros a propósito con caracteres en relieve; pasan los dedos por encima, reconocen las letras y dicen las palabras; leen de corrido. Y hay que ver lo que se ruborizan los pobrecitos cuando cometen alguna falta. También escriben, aunque sin tinta. Lo hacen sobre un papel grueso y duro con un punzoncito de metal que marca muchos puntitos hundidos y agrupados según un alfabeto especial; dichos puntitos aparecen en relieve por el revés del papel, de forma que, al volver la hoja, pasando los dedos por encima de ellos, puede leerse lo escrito, así como la escritura de otros. De esta forma hacen redacciones y se intercambian cartas. De igual manera escriben los números y hacen las operaciones. Calculan mentalmente con pasmosa facilidad, dado que no les distrae la vista, como nos ocurre a los videntes. ¡Si vierais lo que les gusta oír leer, lo atentos que están, cómo lo recuerdan todo, cómo discuten entre sí, aun los más pequeños, de cosas de historia y de lenguaje, sentados cuatro o cinco en el mismo banco, sin volverse el uno hacia el otro, y conversando el primero con el tercero y el segundo con el cuarto, en voz alta y todos a un mismo tiempo, sin perder una sola palabra, por la rapidez y agudeza que tienen en el oído!
Dan más importancia que vosotros a los exámenes, os lo aseguro, y sienten mayor cariño a sus maestros. Al maestro lo reconocen en el andar y mediante el olfato; saben si está de buen o mal humor, si se encuentra bien o mal de salud, tan sólo por el timbre de su voz. Les gusta que el maestro los toque cuando los anima o los alaba, y le palpan las manos y los brazos para expresarle su gratitud. Acostumbran a quererse mucho entre sí; son buenos compañeros. En las horas de recreo, casi siempre se reúnen los mismos. En la escuela de las chicas, por ejemplo, forman tantos grupos como instrumentos tocan. Así hay grupos de violinistas, de pianistas, de flautistas… y nunca se separan. Cuando le toman cariño a alguien, es difícil que se cansen de profesárselo. Encuentran mucho consuelo en la amistad. Se juzgan con rectitud entre sí. Tienen un concepto muy claro y profundo del bien y del mal. Nadie exalta como ellos una acción generosa o un hecho grande que oigan leer o referir.
Votini preguntó si tocaban bien.
—Sienten hondamente la música —respondió el maestro—. Su gozo y su vida parecen estar en ella. Hay cieguitos, recién entrados en el Instituto, capaces de estar tres horas inmóviles oyendo tocar. Aprenden fácilmente a tocar y lo hacen con verdadera pasión. Cuando el maestro de música dice a alguno que carece de aptitudes para la música, sufre mucho, pero entonces empieza a estudiar como un desesperado. ¡Ah, si oyerais la música allí dentro, si vieseis a los cieguitos cuando tocan con la frente alta, la sonrisa en los labios, el semblante encendido, temblando de emoción, como extasiados al escuchar las armonías que se esparcen por la infinita oscuridad que los rodea! ¡Cómo comprenderíais entonces el divino consuelo de la música!