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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Intriga, Policíaco.

Cruel y extraño (37 page)

BOOK: Cruel y extraño
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—Benton, ¿sabes si Waddell era zurdo, por casualidad?

—Me parece que sí.

—La policía creyó que la había apuñalado y golpeado en el suelo, cerca del televisor, por la cantidad de sangre encharcada junto al cuerpo —observé—, pero no fue así. La mató en el sofá. Creo que necesito salir afuera. Si esta casa no fuese el basurero que es, me sentiría tentada a robarle un cigarrillo al profesor.

—Te has portado bien durante demasiado tiempo —dijo Wesley—. Un Camel sin filtro te haría caer de culo. Sal a tomar un poco el aire. Ya iré limpiando yo.

Salí de la casa acompañada por el sonido del papel arrancado de las ventanas.

Aquella noche empezó el fin de año más peculiar de que Benton Wesley, Lucy y yo teníamos memoria. No me atrevería a decir que la fiesta fue igual de extraña para Neils Vander. Hablé con él a las siete de la tarde y todavía estaba en su laboratorio, pero eso era razonablemente normal para un hombre cuya razón de ser dejaría de existir si alguna vez se descubría a dos individuos con idénticas huellas digitales.

Vander había pasado las cintas grabadas en la escena a un formato de vídeo casero y me había hecho llegar las copias hacia la caída de la tarde. Wesley y yo permanecimos un largo rato sentados ante el televisor tomando notas y dibujando esquemas, mientras examinábamos detenidamente la grabación. Lucy, entretanto, preparaba la cena, y sólo de vez en cuando acudía por unos instantes a la sala de estar para echar un vistazo. Las imágenes luminiscentes que se sucedían en la pantalla negra no la inquietaban en absoluto. A primera vista, un profano no tenía manera de saber qué representaban.

Hacia las ocho y media, Wesley y yo habíamos terminado de revisar las cintas y completado las notas. Creíamos haber reconstruido las acciones del asesino de Robyn Naismith desde el momento en que había penetrado en la casa hasta su salida por la puerta de la cocina. Era la primera vez en toda mi carrera que analizaba retrospectivamente la escena de un homicidio que llevaba años resuelto. Pero la reconstrucción así obtenida era importante por una razón muy buena. Demostraba, a nuestra satisfacción por lo menos, que lo que Wesley me había dicho en el Homestead era correcto: Ronnie Joe Waddell no encajaba en el perfil del monstruo al que estábamos siguiendo la pista.

Las manchas, borrones, salpicaduras y huellas latentes que habíamos estado examinando nos proporcionaban la interpretación más precisa que jamás había visto en la reconstrucción de un crimen. Aunque un tribunal habría podido considerar que gran parte de nuestras conclusiones se basaba sólo en opiniones personales, eso no nos importaba. La personalidad de Waddell sí, y estábamos bastante seguros de haberla captado.

Puesto que estaba claro que la sangre encontrada en otros lugares de la casa había sido llevada allí por Waddell, era razonable afirmar que su ataque contra Robyn Naismith se había limitado a la sala de estar, donde ella había muerto. La puerta principal y la de la cocina estaban provistas de sendas cerraduras que no podían abrirse sin llave. Como Waddell había entrado en la casa por una ventana y había salido por la puerta de la cocina, se deducía que, a su regreso de la tienda, Robyn había entrado por la cocina. Quizá no se había molestado en volver a cerrar con llave, pero parecía más probable que no hubiese tenido tiempo de hacerlo. Cabía conjeturar que, mientras estaba revolviendo sus pertenencias, Waddell la oyó llegar y aparcar detrás de la casa. Entonces fue a la cocina y cogió un cuchillo para carne del juego de acero inoxidable que colgaba de una pared. Cuando Robyn abrió la puerta, él estaba esperándola, y seguramente la obligó a pasar a la sala. Quizás habló un rato con ella. Quizá le pidió dinero. Quizá no transcurrieron más que unos instantes antes de que la confrontación se volviera física. Robyn estaba vestida y sentada o tendida en el extremo del sofá más cercano al ficus cuando Waddell descargó el primer golpe con el cuchillo. Las salpicaduras de sangre encontradas en el respaldo del sofá, el tiesto y los paneles más próximos concordaban con una hemorragia arterial, producida cuando se secciona una arteria. La forma que adoptan las salpicaduras recuerda el trazado de un electrocardiograma, debido a las fluctuaciones en la presión de la sangre arterial, y no puede haber presión sanguínea si la persona en cuestión no está viva.

Así pues, sabíamos que Robyn estaba viva y en el sofá cuando sufrió la primera acometida. Pero no era probable que siguiera respirando cuando Waddell le quitó la ropa, que, como reveló el subsiguiente examen, sólo presentaba un corte de dos centímetros en la parte delantera de la blusa empapada de sangre, allí donde el asesino le había hundido el cuchillo en el pecho y lo había agitado de un lado a otro para seccionar por completo la aorta. Puesto que luego había recibido muchas más puñaladas, y mordiscos, no era arriesgado deducir que la mayor parte del frenético ataque de Waddell se había producido después de la muerte.

A continuación, este hombre, que más tarde declararía no acordarse de haber matado a «la señora de la tele», despertó de pronto, en cierto sentido. Se apartó del cuerpo y empezó a pensar en lo que había hecho. La ausencia de huellas de arrastre en las proximidades del sofá sugería que Waddell había transportado el cadáver en brazos para dejarlo en el suelo al otro lado de la sala. Tiró de él para colocarlo en posición erguida y lo apoyó contra el televisor. Luego, se dispuso a limpiar. Las marcas circulares que refulgían en el suelo correspondían, a mi parecer, a la base de un cubo que Waddell llevó una y otra vez desde el cuerpo a la bañera. Cada vez que regresaba a la sala para seguir recogiendo la sangre con ayuda de toallas, o quizá para echarle un vistazo a la víctima mientras registraba sus pertenencias y se bebía sus licores, volvía a mancharse de sangre las suelas de los zapatos. Esto explicaba la profusión de pisadas que vagaban peripatéticamente por toda la casa. Además, las actividades en sí explicaban otra cosa. El comportamiento de Waddell tras el asesinato no concordaba con el de alguien que no sintiera remordimientos.

—Aquí lo tenemos, un chico de granja sin ningún estudio que vive en la gran ciudad —explicó Wesley—. Se dedica a robar para mantener una drogadicción que le está destruyendo el cerebro. Primero marihuana, luego heroína, cocaína y, finalmente, PCP Y una mañana abre los ojos de pronto y se encuentra mutilando el cadáver de una desconocida.

La leña de la chimenea crepitó y se asentó mientras contemplábamos las huellas de unas manos muy grandes que resplandecían con la blancura del yeso en la oscura pantalla del televisor.

—La policía no encontró restos de vómito en el inodoro ni alrededor —comenté.

—Seguramente también los limpió. Gracias a Dios que no se le ocurrió limpiar la pared por encima de la taza. Uno no se apoya así en la pared a menos que no pueda tenerse en pie del mareo.

—Las huellas están bastante por encima de la taza —observé—. Creo que vomitó y, al incorporarse, le dio un mareo, cayó hacia delante y levantó las manos justo a tiempo para no darse de cabeza contra la pared. ¿Tú qué crees? ¿Sentía remordimientos o sólo estaba tan lleno de droga que no podía pensar?

Wesley me miró.

—Consideremos lo que hizo con el cuerpo. Lo sentó erguido, intentó limpiarlo con toallas y dejó la ropa en el suelo en un montoncito relativamente ordenado, entre los tobillos de la víctima. Eso puede interpretarse de dos maneras: o bien estaba exhibiendo lascivamente el cadáver, y manifestando así su desprecio, o bien quería demostrar lo que él consideraba una atención. Personalmente, creo que se trataba de esto último.

—¿Y el modo en que estaba colocado el cuerpo de Eddie Heath?

—Eso me parece distinto. La colocación del cuerpo refleja la posición de Robyn Naismith, pero tengo la sensación de que falta algo.

Aún no había terminado de hablar cuando me di cuenta de lo que era.

—Un reflejo —le dije a Wesley, sorprendida—. El espejo refleja las cosas al revés, refleja una imagen invertida.

Me miró con curiosidad.

—¿Recuerdas cuando comparábamos las fotografías de la escena de Robyn Naismith con el diagrama que reproducía la posición del cuerpo de Eddie Heath?

—Lo recuerdo vívidamente.

—Entonces dijiste que lo que le habían hecho al chico, desde las huellas de mordiscos hasta la forma en que estaba apoyado contra un objeto en forma de caja y la ropa apilada a su lado, era una imagen reflejada de lo que le habían hecho a Robyn. Pero las huellas de mordiscos que presentaba el cadáver de Robyn en la cara interna del muslo y encima del pecho estaban en el lado izquierdo del cuerpo, mientras que las lesiones de Eddie, las que creemos huellas de mordiscos extirpadas, estaban a la derecha. En el hombro derecho y en la cara interna del muslo derecho.

—De acuerdo —Wesley aún parecía perplejo.

—La fotografía que más se parece a la escena de Eddie es la que muestra el cuerpo desnudo de Robyn apoyado contra ese gran televisor.

—Cierto.

—Lo que pretendo sugerir es que quizás el asesino de Eddie vio la misma fotografía de Robyn que nosotros. Pero su perspectiva se basa en su propio sentido de la derecha y la izquierda. Y su derecha tenía que ser la izquierda de Robyn, y su izquierda la derecha, porque en la fotografía el cuerpo está de cara al observador.

—No es una idea muy agradable —comentó Wesley, justo cuando empezó a sonar el teléfono.

—¿Tía Kay? —gritó Lucy desde la cocina—. Es el señor Vander.

—Tenemos una confirmación —me anunció la voz de Vander por el auricular.

—¿Fue Waddell quien dejó la huella encontrada en casa de Jennifer Deighton?

—No, de eso se trata. No cabe duda de que no fue él.

12

En los días siguientes contraté a Nicholas Grueman y le entregué mis datos financieros y toda la información que me pidió, el comisionado de Sanidad me llamó a su despacho para sugerirme que dimitiera y se siguió dando publicidad al caso. Pero averigüé muchas cosas que apenas una semana antes ignoraba.

Fue Ronnie Joe Waddell quien murió en la silla eléctrica la noche del trece de diciembre. Sin embargo, su identidad seguía viva y estaba sembrando el caos en la ciudad. En la medida en que se había podido determinar, antes de la muerte de Waddell alguien había cambiado en el AFIS su número SID por el de otra persona. A continuación, el número SID de la otra persona se había borrado del registro central, o CCRE. Eso quería decir que andaba suelto un delincuente violento que no tenía necesidad de ponerse guantes cuando cometía sus crímenes. Cada vez que se introdujeran sus huellas en el AFIS, saldría la identidad de un hombre muerto. Sabíamos que este individuo nefasto dejaba un rastro de plumas y partículas de pintura, pero, hasta el tres de enero del nuevo año, no podíamos decir casi nada de él.

Aquella mañana, el Times—Dispatch de Richmond publicó un artículo especialmente preparado acerca del valioso plumón de eider y el interés que despertaba entre los ladrones. A la una y catorce minutos de la tarde, el agente Tom Lucero, responsable de la ficticia investigación, recibió la tercera llamada del día.

—Hola. Soy Hilton Sullivan—dijo una voz sonora.

—¿En qué puedo servirle, señor? —respondió Lucero con su voz grave.

—Es por lo de esos casos que están investigando. Las prendas y cosas de plumón de eider, que por lo visto tanto llaman la atención a los ladrones. Esta mañana ha salido un artículo en el periódico. Decía que se encargaba usted del caso.

—Así es.

—Bueno, pues me cabrea que la policía llegue a ser tan estúpida —La voz subió de tono—. Decía el periódico que, desde el día de Acción de Gracias, en la región metropolitana de Richmond han robado no sé cuántas cosas de tiendas, coches y viviendas. O sea, edredones, un saco de dormir, tres chaquetas de esquí, bla, bla, bla. Y el periodista citaba a varios denunciantes.

—¿Cuál es el motivo de su llamada, señor Sullivan?

—Bueno, es evidente que el periodista supo los nombres de las víctimas por la policía. En otras palabras, por usted.

—Es información pública.

—A mí eso me importa una mierda. Lo que quiero saber es por qué no mencionaron a esta víctima en particular, o sea, a mí. Ni siquiera se acuerda de quién soy, ¿verdad?

—Lo siento mucho, señor, pero no puedo decir que lo recuerde.

—Ya me doy cuenta. Un gilipollas de mierda se mete en mi apartamento y lo deja limpio, y aparte de pringarlo todo con polvos negros, precisamente el día que iba vestido de cachemir blanco, además, la policía no mueve un dedo. Sólo es uno más de sus puñeteros casos.

—¿Cuándo robaron en su apartamento?

—¿Es que no se acuerda? ¡Soy el que armó tanto alboroto por un chaleco de plumón de eider! Si no fuera por mí, ni siquiera habrían oído hablar del eider. Cuando le dije al poli que entre otras cosas me habían robado un chaleco y que me había costado quinientos pavos en las rebajas, ¿sabe qué me contestó?

—No tengo ni idea, señor.

—Me dijo: «¿De qué está relleno? ¿De cocaína?» Y yo le dije: «No, Sherlock. De plumón de pato.» Y el tío me miró todo enfadado como si se creyera que le estaba tomando el pelo, y entonces ya sí que no pude más y lo dejé allí plantado, y…

Wesley paró el magnetófono.

Estábamos sentados en la cocina. Lucy estaba otra vez haciendo ejercicio en mi club.

—El robo con fractura de que hablaba este tal Hilton Sullivan fue en efecto denunciado por él mismo el sábado once de diciembre. Parece ser que estuvo fuera de la ciudad, y al regresar a su apartamento el sábado por la tarde descubrió que le habían robado —explicó Wesley.

—¿Dónde está situado el apartamento? —pregunté.

—Hacia el centro, por West Franklin, en un edificio antiguo de ladrillo con apartamentos a partir de cien de los grandes. Sullivan vive en la planta baja. El ratero entró por una ventana desprotegida.

—¿No hay alarma?

—No.

—¿Qué se llevaron?

Joyas, dinero y un revólver de calibre veintidós. Por supuesto, eso no significa necesariamente que el revólver de Sullivan fuera el utilizado para matar a Eddie Heath, Susan y Donahue, pero creo que vamos a comprobar que sí lo fue, porque no cabe duda de que el autor del robo fue nuestro hombre.

—¿Se encontraron huellas?

—Varias. Las tenían en los archivos de la policía local, y ya sabes cómo se acumulan las cosas. Con todos los homicidios que hay, los robos con escalo no se consideran de máxima prioridad. En este caso, las huellas latentes estaban preparadas y esperando turno. Pete las localizó en cuanto Lucero recibió esa llamada. Vander ya las ha introducido en el sistema. Recibió una respuesta exactamente en tres segundos.

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