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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Intriga, Policíaco.

Cruel y extraño (34 page)

BOOK: Cruel y extraño
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—¿Le ha dicho al alcalde que mis revólveres son de calibre treinta y ocho? —le pregunté enfurecida.

—Sí.

—¿Y sabe que las balas encontradas en los cadáveres son de calibre veintidós?

—Sí. Se lo he repetido no sé cuántas veces.

—Pregúntele de mi parte si conoce algún adaptador que permita disparar cartuchos de calibre veintidós con un revólver del treinta y ocho. Si sabe de alguno, dígale que debería presentar una ponencia al respecto en el próximo congreso de la Academia Norteamericana de Ciencias Forenses.

—No creo que realmente quiera usted que le diga eso.

—Todo esto no es más que política, juegos de imagen. Ni siquiera es racional.

Marino no hizo ningún comentario.

—Escuche —proseguí con voz serena—; no he quebrantado ninguna ley. No pienso presentarle a nadie mis datos financieros, mis armas de fuego ni ninguna otra cosa hasta que haya sido debidamente aconsejada. Comprendo que usted ha de hacer su trabajo, y quiero que lo haga. Pero también quiero que me dejen en paz para que pueda hacer el mío. Abajo me esperan tres casos, y Fielding está en un juicio.

Pero no iban a dejarme en paz, como quedó bien claro en cuanto terminé la conversación con Marino y se presentó Rose en mi despacho. Estaba pálida y atemorizada.

—El gobernador quiere verla —anunció.

Me dio un salto el corazón.

—¿Cuándo? —pregunté.

—A las nueve.

Eran las ocho cuarenta.

—¿Qué quiere, Rose?

—La persona que ha llamado no me lo ha dicho.

Cogí el abrigo y el paraguas y salí a una lluvia invernal que empezaba a convertirse en hielo. Mientras andaba apresuradamente por la calle Catorce traté de recordar la última vez que había hablado con el gobernador Joe Norring, y llegué a la conclusión de que hacía casi un año, en una recepción de gala en el Museo de Virginia. Norring era republicano y episcopalista, y se había graduado en Derecho en la Universidad de Virginia. Yo era italiana, católica, nacida en Miami y educada en el norte. Mi corazón estaba con el partido demócrata.

El Capitolio del Estado se alza en Shockhoe Hill y está rodeado por una verja de hierro forjado erigida a principios del siglo XIX para evitar que entrara el ganado. El edificio de ladrillo blanco diseñado por Jefferson es típico de su arquitectura, una pura simetría de cornisas y columnas lisas con capiteles jónicos inspirada en un templo romano. Una serie de bancos bordea los escalones de granito que ascienden por la ladera, y mientras la lluvia helada seguía cayendo implacable pensé en mi acostumbrada resolución primaveral de tomarme una hora para almorzar fuera del despacho y sentarme al sol en alguno de aquellos bancos. Pero aún tenía que hacerlo. Había entregado incontables días de mi vida a la luz artificial y a espacios cerrados desprovistos de ventanas que desafiaban cualquier intento de clasificación arquitectónica.

En el interior del Capitolio, busqué los aseos de señoras e intenté reforzar mi confianza haciendo algunas reparaciones en mi aspecto.

Pese a mis esfuerzos con el pintalabios y el cepillo, el espejo no tuvo nada tranquilizador que decirme. Desarreglada e inquieta, subí en ascensor hasta lo alto de la rotonda, donde los anteriores gobernadores miran severamente desde sus retratos al óleo tres pisos por encima de la estatua de George Washington que Houdon esculpió en mármol.

Hacia la mitad de la pared sur esperaba un grupo de periodistas con libretas de notas, cámaras y micrófonos. No se me ocurrió que pudiera ser su presa hasta que, al acercarme, los vi echarse las cámaras de vídeo al hombro, blandir los micrófonos como si fueran espadas y accionar el disparador de sus máquinas fotográficas con la rapidez de un arma automática.

—¿Por qué se niega a revelar sus cuentas?

—Doctora Scarpetta…

—¿Le dio dinero a Susan Story?

—¿Qué clase de pistola tiene?

—Doctora…

—¿Es cierto que han desaparecido expedientes personales de su oficina?

Siguieron echando carnada al agua con sus acusaciones y preguntas mientras yo fijaba la vista al frente, mis pensamientos paralizados. Sus micrófonos se me clavaban en la barbilla, sus cuerpos rozaban el mío y sus luces destellaban ante mis ojos.

Me pareció que tardaba una eternidad en llegar a la gruesa puerta de caoba y refugiarme en la amable quietud que reinaba tras ella.

—Buenos días —me saludó la recepcionista desde su fortaleza de madera noble bajo un retrato de John Tyler.

Al otro lado de la habitación, sentado ante un escritorio situado junto a una ventana, había un oficial de la unidad de protección de altos cargos vestido de paisano que me miró con expresión inescrutable.

—¿Cómo se ha enterado la prensa? —le pregunté a la recepcionista.

—¿Perdón? —era una mujer mayor vestida de tweed.

—¿Cómo han sabido que esta mañana vendría a ver al gobernador?

—Lo siento. No sabría decírselo.

Me senté en un canapé azul celeste. El papel que revestía las paredes era del mismo color; los muebles, antiguos, estaban cubiertos con tapetes bordados a punto de aguja que reproducían el sello del Estado.

Pasaron lentamente diez minutos. Al fin, se abrió una puerta y un joven al que reconocí como el secretario de prensa de Norring entró en la habitación y me sonrió.

—El gobernador la recibirá ahora mismo, doctora Scarpetta —Era de complexión delgada, rubio, y vestía de azul marino con tirantes amarillos—. Lamento haberla hecho esperar. Qué tiempo increíble estamos teniendo. Y según han anunciado, esta noche la temperatura bajará de cero. Por la mañana habrá hielo en las calles.

Me guió a través de una serie de despachos bien amueblados en los que las secretarias se concentraban ante pantallas de ordenador y los auxiliares se movían de un lado a otro en silencio y con aire de eficacia. Tras golpear ligeramente con los nudillos una puerta formidable, hizo girar la manija de latón y se echó a un lado, tocándome caballerosamente la espalda mientras me introducía en el espacio privado del hombre más poderoso de Virginia.

El gobernador Norring no se levantó del sillón de piel que ocupaba tras su despejado escritorio de castaño nudoso. Al otro lado había un par de butacas, y fui conducida a una de ellas mientras él seguía leyendo con atención un documento.

—¿Le apetece beber algo? —me preguntó el secretario de prensa.

—No, gracias.

Se retiró, cerrando silenciosamente la puerta.

El gobernador dejó el documento sobre la mesa y se recostó en el sillón. Era un hombre de aspecto distinguido, con el grado justo de irregularidad en las facciones para hacer que se lo tomara uno en serio, y cuando entraba en una habitación era imposible no advertir su presencia. Al igual que George Washington, que medía cerca de un metro noventa en una época de hombres bajos, Norring tenía una estatura muy superior a la media, y su cabellera era espesa y oscura a una edad en que la mayoría de los hombres empiezan a encanecer o a quedarse calvos.

—Doctora, he estado pensando si no habría una manera de apagar el fuego de la controversia antes de que escape por completo a todo control —hablaba con la cadencia sosegada de las conversaciones de Virginia.

—Gobernador Norring, ciertamente espero que la haya.

—Entonces, le ruego que me ayude a comprender por qué rehúsa colaborar con la policía.

—Deseo solicitar el asesoramiento de un abogado, y todavía no he tenido ocasión de hacerlo. A mi modo de ver, esto no puede considerarse una falta de colaboración.

—Tiene pleno derecho a no declarar en contra de usted misma, desde luego —dijo pausadamente—. Pero la mera sugerencia de que pretende invocar la Quinta Enmienda sólo contribuye a oscurecer la nube de sospechas que la rodea. Estoy seguro de que es usted consciente de ello.

—Soy consciente de que probablemente se me criticará haga lo que haga. Es razonable y prudente que desee protegerme.

—¿Entregaba usted dinero a la supervisora de la morgue, Susan Story?

—No, señor, de ninguna manera. No he hecho nada incorrecto.

—Doctora Scarpetta —Se inclinó hacia delante y cruzó los dedos sobre la mesa—. Tengo entendido que se niega usted a cooperar presentando los documentos que podrían corroborar sus declaraciones.

—No se me ha informado de que sea sospechosa de ningún delito, ni se me ha hecho ninguna advertencia según la ley Miranda. No he renunciado a ningún derecho. No he tenido ocasión de recibir asesoramiento. Por el momento no tengo intención de abrir los archivos de mi vida privada y profesional, ni a la policía ni a nadie.

—De modo que, resumiendo, se niega usted a hacer una revelación plena.

Cuando se acusa a un funcionario del Estado de conflicto de intereses o de cualquier otra clase de comportamiento contrario a la ética, sólo hay dos defensas: la revelación plena o la dimisión. Esta última se abría ante mí como un abismo. Estaba claro que el gobernador tenía la intención de empujarme hacia su borde.

—Es usted una patóloga forense de estatura nacional y la jefa de Medicina Forense de esta Commonwealth —prosiguió—. Se ha labrado una carrera muy distinguida y una reputación irreprochable entre los encargados de hacer cumplir la ley. Pero en este asunto que nos ocupa no demuestra usted buen criterio. No ha sido lo bastante meticulosa a la hora de evitar cualquier apariencia de impropiedad.

—He sido meticulosa, gobernador, y no he actuado incorrectamente en ningún momento —repetí—. Los hechos lo demostrarán, pero entre tanto no quiero seguir hablando del asunto hasta que haya consultado con un abogado. Y no haré una revelación plena si no es por medio de un abogado y delante de un juez en una sesión a puerta cerrada.

—¿A puerta cerrada? —Entornó los párpados.

—Ciertos detalles de mi vida privada afectan a otras personas, aparte de a mí.

—¿A quién? ¿Esposo, hijos, amante? Tengo entendido que no existen tales personas en su vida, que vive usted sola y que, para utilizar una frase hecha, está casada con su trabajo. ¿A quién quiere usted proteger?

—Gobernador Norring, ésta es una pregunta capciosa.

—No, señora. Tan sólo intento averiguar algo que confirme sus declaraciones. Dice que está protegiendo a otros, y yo me intereso por la identidad de esos «otros». Ciertamente, no puede tratarse de sus pacientes. Sus pacientes son difuntos.

—No me parece que sea usted justo ni imparcial —le repliqué, y percibí la frialdad de mi voz—. Desde un principio, esta reunión no ha tenido nada de justo. Se me ha convocado con veinte minutos de antelación sin anunciarme el motivo…

—Pero, doctora —me interrumpió—, me parece a mí que habría podido adivinar el motivo.

—Tal como habría podido adivinar que nuestra reunión iba a ser un acontecimiento público.

—Según tengo entendido, se ha producido un verdadero despliegue de periodistas —Su expresión permaneció inalterable.

—Me gustaría saber cómo ha podido ocurrir —dije con acaloramiento.

—Si está usted preguntando si esta oficina notificó a la prensa nuestra reunión, puedo asegurarle que no ha sido así.

No dije nada.

—Doctora, no sé si comprende usted bien que, en nuestra calidad de funcionarios públicos, debemos regirnos por unas reglas distintas. En cierto sentido, no nos está permitido tener una vida privada. O acaso sería mejor decir que si nuestra ética o nuestro criterio se ponen en tela de juicio, el público tiene derecho a examinar, en determinados casos, los aspectos más personales de nuestra existencia. Siempre que voy a emprender determinada actividad, o incluso a firmar un cheque, debo preguntarme si lo que estoy haciendo podría sostener el más intenso escrutinio.

Me di cuenta de que apenas utilizaba las manos al hablar, y de que tanto el género como el corte de su traje y corbata combinaban el lujo y la sobriedad más extremados. Mi atención vagó de una cosa a otra mientras él proseguía su amonestación, y comprendí que, a fin de cuentas, nada de lo que yo pudiera hacer o decir conseguiría salvarme.

Aunque me había nombrado por el comisionado de Sanidad, no se me habría ofrecido el cargo ni podría durar mucho en él sin el apoyo del gobernador. Y la manera más rápida de perder su apoyo era poniéndolo en una situación embarazosa o conflictiva, cosa que ya había sucedido. Él tenía la posibilidad de obligarme a dimitir. Yo tenía la posibilidad de ganar un poco de tiempo amenazándole con volver aún más embarazosa su situación.

—Tal vez querría explicarme, doctora, qué haría usted de hallarse en mi lugar.

Al otro lado de la ventana, la lluvia caía mezclada con nevisca y los edificios del distrito bancario se recortaban lúgubremente contra un cielo amenazador y encapotado.

Miré a Norring en silencio y, tras unos instantes, hablé en voz baja.

—Me gustaría creer, gobernador Norring, que no convocaría a mi despacho a la jefa de Medicina Forense para insultarla gratuitamente, en lo personal y en lo profesional, y pedirle acto seguido que renunciara a los derechos que la constitución reconoce a todo individuo.

»Además, me gustaría creer que aceptaría su inocencia hasta que se hubiera demostrado su culpabilidad y que no atentaría contra su ética, ni pondría en duda su fidelidad al juramento hipocrático que se había comprometido a defender, exigiéndole que ofreciera sus archivos confidenciales al escrutinio público si tal cosa pudiera redundar en perjuicio de ella misma y de otros. Me gustaría creer, gobernador Norring, que no presentaría a una persona que ha servido fielmente a la Commonwealth la única alternativa de dimitir por causa justificada.

El gobernador cogió una estilográfica de plata con aire abstraído mientras reflexionaba sobre mis palabras.

Si yo dimitía por causa justificada tras una reunión con él, todos los periodistas que aguardaban tras la puerta de su despacho supondrían que renunciaba a mi cargo porque Norring me había pedido que hiciera algo que yo juzgaba contrario a la ética.

—No tengo ningún interés en que dimita en estos momentos —replicó fríamente—. De hecho, no aceptaría su dimisión. Soy un hombre justo, doctora Scarpetta, y espero que también sabio. Y la sabiduría me aconseja que no mantenga a una persona realizando autopsias legales a víctimas de homicidios cuando esta misma persona se halla implicada, directa o indirectamente, en un homicidio. Por consiguiente, creo que lo más indicado es suspenderla de empleo pero no de sueldo hasta que se haya aclarado todo este asunto —Descolgó el teléfono—. John, ¿tendrías la amabilidad de acompañar a la jefa de Medicina Forense hasta la salida?

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