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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Intriga, Policíaco.

Cruel y extraño (42 page)

BOOK: Cruel y extraño
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Mientras me decía todo esto, destapó un par de botellas de cerveza.

El ex marido de Jennifer Deighton debía de rondar los ochenta años y tenía la cara tan agrietada por el sol como el barro reseco, pero los ojos azules que en ella se enmarcaban estaban tan llenos de vitalidad como los de un jovencito. Sonreía mucho al hablar, y era tan enjuto como un corte de cecina. Su cabello me recordó la pelusa de una pelota de tenis blanca.

—¿Cómo vino a vivir aquí? —le pregunté, contemplando los pescados montados en las paredes y los muebles rústicos.

—Hace un par de años decidí jubilarme y dedicarme a pescar, así que llegué a un acuerdo con la dirección de Concha Rosada. Me ofrecí a llevar la tienda de cebos si me alquilaban una casita a un precio razonable.

—¿Cuál era su profesión antes de retirarse?

—La misma que ahora —Sonrió—. Practico la medicina holística, y en realidad nunca se jubila uno de eso, como nunca se jubila uno de la religión. La diferencia está en que ahora sólo trabajo con quien quiero trabajar, y en que ya no tengo una consulta en la ciudad.

—¿Cómo define la medicina holística?

—Trato a la persona entera, sencillamente. La cuestión es devolver el equilibrio a la gente —Me miró como si estuviera evaluándome, dejó la cerveza y se acercó a la silla de capitán en que yo estaba sentada—. ¿Le molestaría ponerse de pie?

Me sentía de un humor complaciente.

—Ahora levante un brazo. No importa cuál, pero extiéndalo de manera que quede paralelo al suelo. Así está bien.

Voy a hacerle una pregunta, y cuando responda intentaré empujar el brazo hacia abajo mientras usted resiste. ¿Se considera la heroína de la familia?

—No —El brazo cedió inmediatamente a la presión y bajó como un puente levadizo.

—O sea que se considera usted la heroína de la familia. Eso me indica que es muy exigente consigo misma y que lo ha sido desde la voz de «¡ya!». Muy bien. Ahora vuelva a levantar el brazo y le haré otra pregunta. ¿Es usted buena en lo que hace?

—Sí.

—Estoy apretando con todas mis fuerzas y su brazo es de acero. O sea que es usted buena en lo que hace.

Regresó al sofá y yo volví a sentarme.

—Debo reconocer que mis estudios de medicina me hacen un tanto escéptica —comenté con una sonrisa.

—Pues no debería ser así, porque los principios no son distintos a los que maneja usted cada día. ¿El fundamento? El cuerpo no miente. Da igual lo que se diga usted a sí misma: su nivel de energía responde a lo que es en realidad cierto. Si su cabeza dice que no es usted la heroína de la familia o que se quiere a usted misma cuando en realidad no es eso lo que siente, su energía se debilita. ¿Le encuentra algún sentido a todo esto?

—Sí.

—Uno de los motivos por los que Jenny venía a visitarme un par de veces al año era para que le restaurase el equilibrio. Y la última vez que vino, hacia el día de Acción de Gracias, estaba tan descompensada que tuve que trabajar con ella varias horas cada día.

—¿Le explicó qué andaba mal?

—Muchas cosas. Acababa de mudarse y no le gustaban los vecinos, sobre todo los de enfrente.

—Los Clary —apunté.

—Supongo que serían ésos. La mujer era una entrometida y el marido un ligón, hasta que tuvo un ataque. Además, el asunto de los horóscopos se había salido de madre y empezaba a agotarla.

—¿Qué opinaba usted de ese negocio que llevaba?

—Jenny tenía un don, pero estaba extendiéndolo demasiado.

—¿La catalogaría de vidente?

—Ni hablar. Yo no catalogaría a Jenny; ni siquiera lo intentaría. Tenía muchos intereses.

De pronto recordé la hoja de papel en blanco que había sobre su cama, sujeta por una pirámide de cristal, y le pregunté a Travers si sabía qué significaba, o si significaba algo.

—Significaba que estaba concentrándose.

—¿Concentrándose? —me extrañé—. ¿En qué?

—Cuando Jenny quería meditar, cogía una hoja de papel blanco y le ponía un cristal encima. Luego se quedaba muy quieta y hacía girar lentamente el cristal, y contemplaba la luz de las facetas desplazándose sobre el papel. Eso le hacía el efecto que a mí me hace mirar el agua.

—¿Estaba preocupada por algo más cuando vino a verle, señor Travers?

—Llámeme Willie. Sí, y ya sabe lo que voy a decirle. Estaba preocupada por ese reo al que iban a ejecutar. Ronnie Waddell. Jenny y Ronnie llevaban muchos años escribiéndose, y a ella se le hacía imposible aceptar la idea de que lo mataran.

—¿Sabe si Waddell le reveló alguna vez algo que hubiera podido representar un peligro para ella?

—Bueno, le dio algo que la puso en peligro.

Cogí la cerveza sin dejar de mirarlo.

—La última vez que vino a visitarme trajo todas las cartas y todo lo que Waddell había ido enviándole en el curso de los años —añadió—. Quería que las guardara yo aquí.

—¿Por qué?

—Para que estuvieran a salvo.

—¿Acaso temía que alguien intentara quitárselas?

—Sólo sé que estaba muy asustada. Me dijo que durante la primera semana del pasado noviembre, Waddell la llamó a cobro revertido y le explicó que estaba dispuesto a morir y que no quería seguir luchando. Por lo visto, estaba convencido de que nada podía salvarlo, y le pidió que fuera a la granja de Suffolk y recogiera sus pertenencias. Dijo que quería que las tuviera ella, y que no se preocupara, que su madre lo entendería.

—¿A qué pertenencias se refería?

—Sólo había una cosa —Se puso en pie—. No sé muy bien qué importancia puede tener, y no sé si quiero saberlo. De manera que voy a entregársela, doctora Scarpetta. Puede llevársela a Virginia. Désela a la policía. Haga con ella lo que quiera.

—¿Cómo es que ahora de pronto decide colaborar? pregunté—. ¿Por qué no hace unas semanas?

—Nadie se tomó la molestia de venir a verme —dijo en voz alta desde otra habitación—. Ya le dije cuando llamó que yo no hago tratos por teléfono.

Al regresar, depositó ante mis pies un maletín de color negro. El cierre de latón había sido forzado, y la piel estaba cubierta de arañazos.

—Lo cierto es que me hace usted un favor al llevárselo ——dijo Willie Travers, y me di cuenta de que hablaba en serio—. Sólo pensar en esto enferma mi energía.

Las veintenas de cartas que Ronnie Waddell le había enviado a Jennifer Deighton desde la galería de los condenados a muerte estaban distribuidas en fajos sujetos con gomas elásticas y ordenadas cronológicamente. Aquella misma noche examiné superficialmente algunas de ellas en mi habitación, porque su importancia quedaba prácticamente anulada por la de los restantes objetos que encontré en el maletín.

El maletín contenía cuadernos llenos de notas escritas a mano que apenas me decían nada, porque se referían a casos y dilemas de la Commonwealth que se remontaban a más de diez años atrás. Había también plumas y lápices, un mapa de Virginia, una lata de pastillas Sucrets para la garganta, un inhalador Vick's y un tubo de Chapstick: Todavía dentro de su caja amarilla, había un Epi Pen, un autoinyectable con 0,3 miligramos de epinefrina de los que suele llevar siempre consigo la gente gravemente alérgica a las picaduras de abeja y a ciertos alimentos. En el resguardo de la receta pegado a la caja figuraba el nombre del paciente, la fecha y la información de que el Epi Pen correspondía a un lote de cinco unidades. Estaba claro que Waddell había robado el maletín de casa de Robyn Naismith la fatídica mañana en que le dio muerte. Probablemente no debía de tener ni idea de quién era su dueño hasta que se lo llevó y forzó la cerradura. Y al hacerlo, Waddell descubrió que había asesinado a una celebridad local cuyo amante, Joe Norring, era entonces el fiscal general de Virginia.

—Waddell no tuvo la menor oportunidad —comenté—. Tampoco quiero decir que mereciera forzosamente clemencia, vista la gravedad de su crimen. Pero desde el momento en que lo detuvieron, Norring empezó a preocuparse. Sabía que se había dejado el maletín en casa de Robyn y sabía que la policía no lo había encontrado.

Por qué había dejado el maletín en casa de Robyn era algo que no estaba claro, a menos que, sencillamente, se lo hubiera olvidado una noche que ninguno de los dos sabía que iba a ser la última.

—No puedo ni imaginarme cómo debió de reaccionar Norring cuando se enteró —añadí.

Wesley me dirigió una mirada fugaz por encima de la montura de sus gafas y continuó leyendo papeles.

—No creo que podamos imaginárnoslo. Ya era bastante malo para él que el público descubriera que tenía una amante, pero su relación con Robyn lo habría convertido de inmediato en el principal sospechoso de su muerte.

—En cierto modo —observó Marino—, fue una gran suerte para Norring que Waddell se llevara el maletín.

—Estoy segura de que, para él, todo el asunto era una desgracia desde cualquier punto de vista —repliqué—. Si se encontraba el maletín en la escena, se vería en un aprieto. Si lo habían robado, como en efecto era el caso, Norring tenía la preocupación de que apareciera en cualquier momento.

Marino echó mano a la cafetera y volvió a llenar todas las tazas.

—Alguien debió de hacer algo para garantizar el silencio de Waddell.

—Tal vez —Wesley cogió la crema de leche—. Pero también es posible que Waddell no quisiera abrir la boca. Yo diría que desde un principio temió que lo que casualmente había encontrado sólo sirviera para empeorar su situación. El maletín podía utilizarse como arma, pero ¿a quién destruiría? ¿A Norring o a Waddell? ¿Creéis que Waddell confiaría lo bastante en el sistema para acusar al fiscal general? Y años más tarde, ¿creéis que confiaría lo bastante en el sistema para acusar al gobernador, el único que podía salvarle la vida?

—Así que Waddell guardó silencio, sabiendo que su madre protegería lo que había escondido en la granja hasta que llegara el momento de dárselo a otra persona ——concluí.

—Norring tuvo diez malditos años para encontrar el maletín —observó Marino—. ¿Por qué tardó tanto en empezar a buscarlo?

—Sospecho que Norring hizo vigilar a Waddell desde el primer momento —dijo Wesley—, y que esa vigilancia se incrementó considerablemente en los últimos meses. Cuanto más se acercaba la fecha de la ejecución, menos tenía Waddell que perder, y más probable era que decidiese hablar. Es posible que alguien controlara sus conversaciones telefónicas cuando llamó a Jennifer Deighton en noviembre. Y es posible que Norring se dejara llevar por el pánico al enterarse.

—Tenía un buen motivo —señaló: Marino—. Yo mismo registré las pertenencias de Waddell cuando me ocupé del caso. El tipo no tenía casi nada, y si había algo suyo en la granja, no pudimos encontrarlo.

—Y eso Norring tenía que saberlo —dije yo.

—Desde luego —asintió Marino—. O sea que enseguida se da cuenta de que es muy extraño que Waddell le dé a esa amiga suya «algo que tiene en la granja». Norring empieza a ver de nuevo el maldito maletín en sus pesadillas, y para empeorar las cosas, no puede encargarle a nadie que se meta en casa de Jennifer Deighton mientras Waddell aún está vivo. Si le pasa algo a la mujer, no hay modo de saber cómo reaccionará Waddell. Y la peor de las posibilidades sería que empezara a cantarle a Grueman.

—Benton —dije—, ¿no sabrías por casualidad por qué Norring llevaba epinefrina en el maletín? ¿A qué es alérgico?

—Aparentemente, al marisco. Por lo visto, tiene siempre autoinyectables a mano esté donde esté.

Mientras seguían hablando, fui a echarle una mirada a la lasaña que tenía en el horno y abrí una botella de Kendall Jackson. El caso contra Norring llevaría mucho tiempo, si es que alguna vez llegaba a probarse, y. me pareció comprender, hasta cierto punto, lo que debía de haber sentido Waddell.

Eran casi las once de la noche cuando llamé a casa de Grueman.

—En Virginia estoy acabada —le dije—. Mientras Norring siga en su puesto, se encargará de que no esté yo en el mío. Me han robado la vida, maldita sea, pero no voy a regalarles el alma. Pienso acogerme a la Quinta Enmienda en todo momento.

—En tal caso, puede tener la certeza de que será procesada.

—Dado los cabrones con los que me enfrento, creo que eso va a ocurrir de todos modos.

—Vamos, vamos, doctora Scarpetta. ¿Se ha olvidado usted del cabrón que la representa? Ignoro dónde ha pasado el fin de semana, pero yo lo pasé en Londres.

Me quedé lívida.

—No le garantizo que podamos imponérselo a Patterson —prosiguió aquel hombre al que yo había creído detestar—, pero voy a remover cielo y tierra para sacar a Charlie Hale al estrado.

14

El 20 de enero fue tan ventoso como un día de marzo pero mucho más frío, y el sol me hería los ojos mientras conducía por la calle Broad en dirección este, de camino al tribunal John Marshall.

—Ahora voy a decirle algo que ya sabe —me anunció Nicholas Grueman—. Los periodistas harán hervir las aguas como pirañas en pleno delirio devorador. Si vuela demasiado bajo, perderá una pata. Iremos lado a lado, con la vista baja, y no se vuelva a mirar a nadie, sea quien sea y diga lo que diga.

—No encontraremos aparcamiento —dije, y giré a la izquierda por la Novena—. Ya sabía que iba a pasarnos esto.

—Más despacio. Aquella buena mujer de allí enfrente parece que está haciendo algo. Maravilloso. Se marcha, si es que consigue hacer girar lo suficiente las ruedas.

Sonó una bocina detrás de nosotros.

Eché una mirada rápida al reloj y me volví hacia Grueman como un deportista esperando las instrucciones de última hora de su entrenador. Iba enfundado en un gabán largo de cachemir azul marino y guantes negros, con su bastón de empuñadura de plata apoyado en el asiento y un maltratado maletín sobre el regazo.

—Recuérdelo bien —prosiguió—: La decisión de quién sale y quién no sale al estrado le corresponde a su amigo el señor Patterson, de modo que dependemos de la intervención de los miembros del jurado, y eso es cosa suya. Tiene que conectar con ellos, Kay. Tiene que ganarse las simpatías de diez u once desconocidos desde el mismo instante en que entre en la sala. Si quieren hablar con usted de lo que sea, no levante murallas. Muéstrese accesible.

—Entendido —respondí.

—Nos lo jugamos todo. ¿Trato hecho?

—Trato hecho.

—Buena suerte, doctora —Sonrió y me dio una palmadita en el brazo.

Ya en el interior del edificio, nos detuvo un alguacil con un detector de metales. Examinó mi bolso de mano y mi maletín como lo había hecho en centenares de ocasiones cuando yo acudía a declarar en calidad de forense. Pero esta vez no me dijo nada y evitó mirarme a los ojos. El bastón de Grueman hizo sonar el detector, y el abogado se mostró como un dechado de paciencia y cortesía al explicar que la contera y la empuñadura de plata no podían desmontarse y que en verdad no había nada oculto dentro de la vara de madera oscura.

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