Read Cruel y extraño Online

Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Intriga, Policíaco.

Cruel y extraño (43 page)

BOOK: Cruel y extraño
5.61Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Qué se ha creído que llevo en el bastón? ¿Una cerbatana? —comentó mientras subíamos al ascensor.

Nada más abrirse las puertas en la tercera planta, los periodistas se abalanzaron con el previsto vigor predatorio. Mi consejero avanzó rápidamente —para ser un enfermo de gota—, con vivas zancadas puntuadas por el golpeteo del bastón. Me sentí extrañamente desapegada y remota hasta que nos hallamos en la casi desierta sala del tribunal, en la que vi a Benton Wesley sentado en un rincón junto a un joven delgado que sólo podía ser Charlie Hale. Una red de finas cicatrices rosadas le cubría el lado derecho de la cara como un mapa de carreteras. Cuando se incorporó y deslizó con aire cohibido la mano derecha en un bolsillo de la chaqueta, me di cuenta de que le faltaban varios dedos. Vestido con un traje oscuro mal cortado y una corbata, miró en derredor mientras yo me ocupaba en la mecánica de sentarme y revisar el contenido de mi maletín. No podía dirigirle la palabra, y los tres hombres tuvieron suficiente presencia de ánimo como para fingir que no advertían mi desasosiego.

—Hablemos un momento de lo que tienen ellos —sugirió Grueman—. Creo que podemos contar con que declaren Jason Story y el agente Lucero. Y por supuesto, Marino. No sé a quién más piensa incluir Patterson en su espectáculo.

—Quiero hacer constar—dijo Wesley, mirándome—, que he hablado con Patterson. Le he dicho que carece de base para abrir un proceso y que pienso declararlo así en el juicio.

—Partimos del supuesto de que no habrá juicio —señaló Grueman—. Y cuando salga a declarar, quiero que haga saber a los miembros del jurado que habló con Patterson y que le dijo que sus acusaciones eran insostenibles, pero que él insistió en llevar adelante el procedimiento. Cada vez que le haga una pregunta y usted responda refiriéndose a cualquier cuestión de la que ya ha hablado con él en privado, quiero que lo deje bien claro: «Como ya le dije en su despacho» o «Como señalé claramente cuando hablamos del asunto», etcétera, etcétera.

»Es importante que los miembros del jurado sepan que no sólo es usted un agente especial del FBI, sino también el jefe de la Unidad de Ciencias de la Conducta, en Quantico, cuya tarea consiste en analizar los crímenes violentos y elaborar el perfil psicológico de sus autores. Quizá le parezca conveniente declarar que la doctora Scarpetta no responde en modo alguno al perfil del autor del delito en cuestión, y que, de hecho, le parece una idea absurda. También es importante que haga saber a los miembros del jurado que fue usted profesor y amigo íntimo de Mark James. Ofrezca voluntariamente toda la información que pueda, porque puede estar bien seguro de que Patterson no va a preguntarle. Explique claramente a los miembros del jurado que Charlie Hale está aquí presente.

—¿Y si no me llaman a declarar? preguntó Charlie Hale.

—En tal caso, tenemos las manos atadas —respondió Grueman—. Como ya le indiqué cuando hablamos en Londres, aquí lleva la batuta el fiscal. La doctora Scarpetta no tiene derecho a presentar ninguna evidencia, de manera que hemos de conseguir que al menos uno de los miembros del jurado nos invite a pasar por la puerta de atrás.

—Esto no es poco —comentó Hale.

—¿Ha traído copias del resguardo de ingreso y de los honorarios que ha pagado?

—Sí, señor.

—Muy bien. No espere a que se las pidan. Déjelas encima de la mesa mientras declara. El estado de su esposa, ¿es el mismo que en la última vez que hablamos?

—Sí, señor. Ha seguido un tratamiento de fertilización in vitro. De momento, todo va bien.

—No se olvide de decirlo así, si puede —le aconsejó Grueman.

Al cabo de unos minutos, fui llamada a la sala del jurado.

—Naturalmente. Quiere que sea usted la primera —Grueman se levantó al mismo tiempo que yo—. Luego presentará a sus detractores, para dejarles mal sabor de boca a los miembros del jurado —Me acompañó hasta la puerta—. Estaré aquí cuando me necesite.

Asentí con un gesto, entré y me acomodé en la silla vacía dispuesta en la cabecera de la mesa. Patterson no estaba en la sala, y comprendí que éste era otro de sus gambitos. Quería obligarme a soportar el escrutinio silencioso de aquellos diez desconocidos que tenían mi futuro en sus manos. Los miré a todos a los ojos e incluso crucé sonrisas con unos cuantos. Una joven de aspecto serio que llevaba los labios pintados de un rojo subido decidió no esperar al fiscal de la Commonwealth.

—¿Qué le impulsó a dedicarse a los muertos en lugar de a los vivos? —me preguntó—. Parece una elección extraña para un médico.

—Es mi intensa preocupación por los vivos la que me hace estudiar a los muertos —contesté—. Lo que aprendemos de los muertos es para beneficio de los vivos, y la justicia es para quienes quedan atrás.

—¿Y no le afecta? —preguntó un anciano de manos grandes y ásperas. La expresión de su rostro era tan sincera que parecía estar sufriendo.

—Naturalmente que sí.

—¿Cuántos años tuvo que estudiar después de terminar la enseñanza secundaria? —preguntó una corpulenta mujer de raza negra.

—Diecisiete años, si contamos las residencias y el año que pasé de becaria.

—Dios nos valga.

—¿Y dónde fue? —dijo con marcado acento sureño un joven flaco que usaba gafas.

—¿Quiere decir dónde estudié? —Sí, señora.

—En Saint Michael's, en la Academia de Nuestra Señora de Lourdes y en las Universidades de Cornell, Johns Hopkins y Georgetown.

—Su papá, ¿era médico?

—Mi padre tenía una pequeña verdulería en Miami.

—Bueno, pues lo que es a mí, no me habría gustado nada tener que pagar todos esos estudios.

Varios miembros del jurado se rieron por lo bajo.

—Tuve la suerte de recibir becas ——expliqué—. Desde la escuela secundaria.

—Yo tengo un tío que trabaja en la Funeraria el Crepúsculo, en Norfolk —comentó otro de los presentes.

—Anda ya, Barry. No puede haber ninguna funeraria que se llame así.

—Vaya si no.

—Eso no es nada. En Fayetteville tenemos una que es propiedad de la familia Fiambre. A ver si adivinas cómo se llama.

—Prefiero no saberlo.

—Usted no es de por aquí.

—Soy natural de Miami —respondí.

—Entonces, ¿el apellido Scarpetta es español?

—Italiano, en realidad.

—Es curioso. Creía que todos los italianos eran morenos.

—Mis antepasados eran de Verona, en el norte de Italia, donde una parte considerable de la población lleva la misma sangre que saboyanos, austriacos y suizos —expliqué con paciencia—. Muchos de nosotros tenemos los ojos azules y el cabello rubio.

Apuesto a que sabe usted cocinar de maravilla.

—Es una de mis aficiones favoritas.

—Doctora Scarpetta, no tengo muy claro cuál es su cargo —intervino un hombre bien vestido que parecía tener mi edad—. ¿Es usted la jefa de Medicina Forense de la ciudad de Richmond?

—De la Commonwealth. Tenemos cuatro oficinas de distrito. La Oficina Central aquí en Richmond, la de Tidewater en Norfolk, la Occidental en Roanoke y la del Norte en Alexandria.

—Y la sede de la jefatura está aquí, en Richmond.

—Sí. Resulta lo más lógico, puesto que la organización de Medicina Forense forma parte del gobierno del Estado, y la legislatura se reúne en Richmond —contesté, justo cuando se abría la puerta para dejar pasar a Roy Patterson.

El fiscal era un hombre fornido y apuesto, de raza negra, con una cabellera muy corta que empezaba a grisear. Vestía un traje cruzado de color azul marino y una camisa amarillo claro con sus iniciales bordadas en los puños. Patterson era célebre por sus corbatas, y la que llevaba en aquellos momentos parecía pintada a mano. Saludó a los miembros del jurado y se mostró más bien tibio conmigo.

Descubrí que la mujer de los labios pintados de rojo era la portavoz del jurado. Después de un carraspeo, me anunció que no estaba obligada a declarar y que todo lo que dijera podría utilizarse contra mí.

—He comprendido —respondí, y presté juramento.

Patterson se situó junto a mi silla y, tras ofrecer un mínimo de información acerca de quién era yo, empezó a hablar del poder que conllevaba mi cargo y de lo fácil que resultaba hacer un mal uso de dicho poder.

—¿Y quién estaría presente para ser testigo de ello? —preguntó—. En muchas ocasiones, no había nadie que pudiera observar a la doctora Scarpetta en acción excepto la persona que estaba a su lado prácticamente todos los días. Susan Story. No podrán escuchar ustedes su declaración, señoras y caballeros, porque tanto ella como el hijo que llevaba en su seno están muertos. Pero hay otras personas a las que sí podrán escuchar aquí, y estas personas les pintarán el retrato escalofriante de una mujer fría y ambiciosa que cometía graves errores en su trabajo. Al principio, esta mujer compraba el silencio de Susan Story. Luego mató para obtenerlo.

»Y cuando oigan ustedes hablar del crimen perfecto, ¿quién mejor situado para cometerlo que una experta en resolver crímenes? Una experta sabría que, si se piensa disparar contra alguien dentro de un coche, conviene elegir un arma de pequeño calibre para evitar el riesgo de que reboten las balas. Una experta no dejaría pistas reveladoras en la escena del crimen, ni siquiera los casquillos vacíos. Una experta no utilizaría su propio revólver, la pistola o pistolas de que sus amigos y colegas la saben poseedora. Utilizaría un arma que no pudiera relacionarse con ella.

»De hecho, incluso habría podido "tomar prestado" un revólver del laboratorio, porque, señoras y caballeros, los tribunales confiscan cada año centenares de armas de fuego utilizadas para la comisión de crímenes, y algunas de ellas son donadas al laboratorio estatal de armas de fuego. Es perfectamente posible que el revólver calibre veintidós que fue aplicado contra la nuca de Susan Story se encuentre en este mismo instante colgado de un tablón en el Laboratorio de Armas de Fuego, o tal vez abajo, en la sala de tiro donde los examinadores realizan sus disparos de prueba y donde suele ir a practicar la doctora Scarpetta. Y, a propósito, su puntería es lo bastante buena como para ser admitida en cualquier departamento de policía de los Estados Unidos. Además, deben saber que ya ha matado antes, aunque, para ser justo, debo reconocer que en el caso al que me refiero se dictaminó que sus actos fueron en defensa propia.

Permanecí mirándome las manos entrelazadas sobre la mesa mientras la secretaria del tribunal pulsaba silenciosamente las teclas y Patterson seguía hablando. Su retórica siempre era elocuente, aunque por lo general nunca sabía cuándo detenerse. Tras pedirme que explicara cómo habían podido aparecer mis huellas digitales en el sobre encontrado en casa de Susan, se extendió tanto en señalar lo increíble que resultaba mi explicación que llegué a sospechar que algunos miembros del jurado empezaban a preguntarse por qué no podía ser cierta. Luego pasó a hablar del dinero.

—¿No es cierto, doctora Scarpetta, que el día doce de noviembre se presentó en la oficina central del Signet Bank y extendió un cheque para retirar la suma de diez mil dólares en efectivo?

—Es cierto.

Patterson vaciló un instante, visiblemente sorprendido. Esperaba que me acogiera a la Quinta Enmienda.

—¿Y es cierto que en dicha ocasión no depositó el dinero en ninguna de sus diversas cuentas?

También es cierto —reconocí.

—De modo que, ¿varias semanas antes de que la supervisora de la morgue ingresara en su cuenta corriente tres mil quinientos dólares de procedencia desconocida, salió usted del Signet Bank llevando encima diez mil dólares en efectivo?

—No, señor, no fue así. Entre mis documentos financieros habría debido encontrar una copia de un cheque de ventanilla por importe de siete mil trescientas dieciocho libras esterlinas. Tengo aquí otra copia —La saqué del maletín.

Patterson apenas le dedicó una mirada fugaz antes de pedirle a la secretaria del tribunal que lo registrara como prueba.

—Esto es muy interesante —comentó—. Así que utilizó usted el dinero para adquirir un cheque de ventanilla extendido a nombre de un tal Charles Hale. ¿Se trataba acaso de un plan ideado por usted para disimular los pagos que le hacía a la supervisora de la morgue y acaso a otras personas? Este individuo llamado Charles Hale, ¿no entraría luego en algún banco para convertir las libras de nuevo en dólares y entregar el dinero a otra persona, quizás a Susan Story?

—No —repliqué—. Además, yo no le entregué el cheque a Charles Hale.

—¿ Ah, no? —Patterson quedó confundido—. ¿Qué hizo con él, entonces?

—Se lo di a Benton Wesley, y él se encargó de que llegara a manos de Charles Hale. Benton Wesley…

—Su historia es cada vez más descabellada —me interrumpió.

—Señor Patterson…

—¿Quién es Charles Hale?

—Querría terminar mi anterior declaración —dije.

—¿Quién es Charles Hale?

—Me gustaría oír lo que intentaba decir —intervino un hombre con una chaqueta a cuadros escoceses.

—Por favor—concedió Patterson con una sonrisa fría.

—Le di el cheque de ventanilla a Benton Wesley, un agente especial del FBI que, entre otras cosas, se ocupa de elaborar los perfiles de los sospechosos en la Unidad de Ciencias de la Conducta, en Quantico.

Una mujer alzó tímidamente la mano.

—¿Es el que a veces sale en los periódicos? ¿El que suelen llamar cuando se producen esos horribles asesinatos como los que hubo en Gainesville?

—El mismo —asentí—. Es uno de mis colegas. También era el mejor amigo de un amigo mío, Mark James, que era también agente especial del FBI.

—Vamos a dejar las cosas claras, doctora Scarpetta —dijo Patterson, impaciente—. Mark James era algo más que un amigo de usted.

—¿Se trata de una pregunta, señor Patterson?

—Al margen del evidente conflicto de intereses que conlleva el hecho de que la jefa de Medicina Forense se acueste con un agente del FBI, la cuestión no viene al caso. Así que no voy a preguntarle…

Le interrumpí.

—Mis relaciones con Mark James se iniciaron en la Facultad de Derecho. No había ningún conflicto de intereses, y quiero que conste en acta mi objeción a la referencia del fiscal de la Commonwealth respecto a quién supuestamente se acostaba conmigo.

La secretaria del tribunal siguió tecleando.

Tenía las manos tan apretadas que los nudillos se me habían puesto blancos.

—¿Quién es Charles Hale y por qué motivos le entregó usted el equivalente a diez mil dólares? —volvió a preguntar Patterson.

BOOK: Cruel y extraño
5.61Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The White Rose by Michael Clynes
Lonely On the Mountain (1980) by L'amour, Louis - Sackett's 19
Early Warning by Jane Smiley
As Death Draws Near by Anna Lee Huber
The Siren's Touch by Amber Belldene
Napier's Bones by Derryl Murphy
Going All the Way by Dan Wakefield