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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Intriga, Policíaco.

Cruel y extraño (40 page)

BOOK: Cruel y extraño
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—No hubiera debido buscarla. ¿Qué diría usted si me dedicara a averiguar su dirección particular?

—Si necesitara mi ayuda tanto como yo necesito la suya, no me habría importado, Helen —respondí.

Se limitó a mirarme sin decir nada. Advertí que tenía el pelo mojado, y un churrete de tinte negro en el lóbulo de una oreja.

—El hombre para el que usted trabajaba ha sido asesinado —dije—. Una persona que trabajaba para mí ha sido asesinada. Y hay más todavía. Estoy segura de que se encuentra al corriente de todo lo que está ocurriendo. Hay motivos para sospechar que el autor de todo esto es un antiguo interno de la calle Spring; alguien que fue puesto en libertad, quizá por las mismas fechas en que Ronnie Joe Waddell fue ejecutado.

—No sé de nadie a quien se pusiera en libertad —Su mirada de pronto vagó hacia la calle desierta que había a mis espaldas.

—¿No oyó nada sobre la desaparición de algún preso? ¿Quizás alguien que fue no liberado legalmente? Con su empleo, tenía usted que saber quién entraba en la penitenciaría y quién salía.

—Yo no me enteré de que desapareciera nadie.

—¿Por qué dejó de trabajar allí? —quise saber.

—Por motivos de salud.

Oí cerrarse lo que me pareció la puerta de un armario en el interior del espacio que Helen protegía.

Seguí intentándolo:

—¿Recuerda que la madre de Ronnie Joe Waddell acudió a la penitenciaría a visitarlo la misma tarde de su ejecución?

—Yo estaba allí cuando vino.

—Debió usted de registrarla, a ella y todo lo que llevaba consigo. ¿Estoy en lo cierto?

—Sí.

—Lo que intento averiguar es si la señora Waddell llevó alguna cosa para su hijo. Ya sé que el reglamento prohíbe que los visitantes traigan objetos para los internos…

—Se puede obtener una autorización. Ella la obtuvo.

—¿La señora Waddell recibió autorización para darle algo a su hijo?

—Helen, se está escapando todo el calor —dijo alguien con dulzura desde el interior de la vivienda.

Unos intensos ojos azules se fijaron de pronto en mí como el punto de mira de una carabina por el espacio que quedaba entre el carnoso hombro izquierdo de Helen Grimes y el marco de la puerta.

Alcancé a vislumbrar una mejilla pálida y una nariz aquilina antes de que el espacio volviera a quedar vacío. Hubo un chasquido de cerradura y la puerta se cerró sigilosamente tras la antigua funcionaria de prisiones, que se apoyó contra ella sin dejar de mirarme.

Repetí la pregunta.

—Sí, llevó algo para Ronnie, y no era gran cosa. Llamé al alcaide para solicitar su autorización.

—¿Llamó a Frank Donahue? Asintió con la cabeza.

—¿Y él dio su autorización?

—Ya le he dicho que no era gran cosa lo que le trajo.

—¿Qué era, Helen?

—Una estampa de Jesús más o menos del tamaño de una tarjeta postal, y llevaba algo escrito en el reverso. No me acuerdo exactamente. Algo así como «Estaré contigo en el paraíso», sólo que con faltas de ortografía. «Paraíso» estaba escrito como «par de dados» [En inglés, paradise («paraíso») Y Pair of dice («par de dados») guardan cierta semejanza fonética. (N. del T.)], pero sin separar las palabras —me explicó Helen Grimes sin esbozar la menor sonrisa.

—¿Y nada más? —pregunté—. ¿Eso era lo que quería darle a su hijo antes de que muriera?

Ya se lo he dicho. Ahora tengo que entrar, y no quiero que vuelva más por aquí —Posó una mano sobre el pomo de la puerta mientras las primeras gotas dispersas de lluvia descendían lentamente desde el cielo y dejaban manchas de humedad del tamaño de una moneda de cinco centavos sobre los escalones de cemento.

Cuando Wesley llegó a mi casa, a la caída de la tarde, llevaba una cazadora de piloto de cuero negro, una gorra azul oscuro y la sombra de una sonrisa.

—¿Qué novedades hay? —le pregunté mientras nos retirábamos a la cocina, que por entonces se había convertido en nuestra sala de reuniones habitual, hasta el punto de que Wesley siempre tomaba asiento en la misma silla.

—No hemos conseguido que Stevens se viniera abajo, pero creo que le hemos hecho una grieta bastante grande. Tu idea de dejar la solicitud de laboratorio en un lugar donde él pudiera verla ha sido decisiva. Stevens tiene buenos motivos para temer los resultados del análisis genético practicado sobre el tejido fetal del caso de Susan Story.

—Susan y él eran amantes —comprendí, y lo curioso fue que no tenía nada que objetar a la moral de Susan. Lo que me decepcionaba era su gusto.

—Stevens reconoció que eran amantes y negó todo lo demás.

—¿Como el tener alguna idea de dónde sacó Susan tres mil quinientos dólares? —pregunté.

—Niega rotundamente saber nada de eso. Pero todavía no hemos terminado con él. Un confidente de Marino asegura que vio un Jeep negro con matrícula particular en la zona donde mataron a Susan, y hacia la hora en que suponemos que ocurrió. Ben Stevens conduce un Jeep negro con la placa «14 Me».

—Stevens no la mató, Benton —protesté.

—No, no la mató él. Lo que creo que ocurrió es que a Stevens le entró miedo cuando el contacto con el que trataba le pidió información sobre el caso de Jennifer Deighton.

—La implicación debió de quedar muy clara —asentí—. Stevens sabía que Jennifer Deighton había sido asesinada.

—Y cobarde como es, decide que cuando llegue el momento de volver a cobrar dejará que acuda Susan a la cita. Luego se presentará él para recoger su parte.

—Pero entonces ya la han matado.

Wesley asintió.

—Creo que la persona que acudió a la cita la asesinó y se quedó el dinero. Acto seguido, quizás a los pocos minutos, Stevens llega al punto acordado, el callejón que desemboca en la calle Strawberry.

—Tu descripción concuerda con la postura de Susan en el automóvil —observé—. En principio, debía de estar caída hacia delante para que el asesino pudiera pegarle un tiro en la nuca. Pero cuando encontraron el cadáver estaba apoyado en el respaldo del asiento.

—Stevens la cambió de posición.

—Cuando se acercó al coche, no debió de comprender inmediatamente qué le ocurría a Susan. No podía verle la cara, porque estaba derrumbada sobre el volante. La echó hacia atrás y la dejó recostada en el asiento.

—Y se largó corriendo como alma que lleva el diablo.

—Si Stevens acababa de ponerse colonia, justo antes de salir a su encuentro, aún debía de tener colonia en las manos. Cuando la echó hacia atrás, las manos tuvieron que entrar en contacto con el abrigo, probablemente en la zona de los hombros. Eso fue lo que olí en la escena.

—Conseguiremos que hable.

—Tenemos cosas más importantes que hacer, Benton—le advertí, y le hablé de mi conversación con Helen Grimes y de lo que me había dicho acerca de la última visita de la señora Waddell a su hijo.

—Mi teoría —proseguí— es que Ronnie Waddell quería que lo enterraran con la estampa de Jesús, y que ésta debió de ser su última voluntad. Mete la estampa en un sobre y escribe encima «urgente», «sumamente confidencial» y todo lo demás.

—No habría podido hacerlo sin permiso de Donahue —reflexionó Wesley—. Según el reglamento, la última voluntad del reo debe comunicarse al alcaide.

—Exacto. Y no importa qué explicaciones le hayan dado, Donahue está demasiado paranoico para dejar que se lleven el cadáver de Waddell con un sobre cerrado en el bolsillo. Así que autoriza la petición del reo y luego se ingenia una manera de ver qué hay dentro de ese sobre sin crear ningún revuelo ni levantar sospechas. Decide cambiar el sobre por otro, y le ordena a uno de sus matones que se encargue de ello. Y aquí es donde entran los recibos.

—Estaba esperando que llegaras a ello —dijo Wesley.

—Creo que esa persona cometió un pequeño error. Digamos que tiene un sobre blanco sobre la mesa, y que dentro están los recibos de un reciente viaje a Petersburg. Digamos que saca un sobre del mismo modelo, mete dentro algo inofensivo y luego escribe el mismo mensaje que Waddell había escrito en el sobre que quería llevarse a la tumba.

—Pero el guardia se equivoca de sobre.

—Sí. Lo escribe en el que contiene los recibos.

—Y se da cuenta más tarde, cuando va a buscar los recibos y en su lugar encuentra la cosa inofensiva.

—Precisamente —asentí—, y ahí es donde encaja Susan. Si yo fuera el guardia que cometió esta equivocación, me inquietaría mucho. Para mí, la cuestión más candente sería saber si alguno de los forenses había abierto el sobre en la morgue o si había permanecido cerrado. Si además se diera el caso de que yo, el guardia, era el contacto de Ben Stevens, la persona que le pagaba para que no le tomaran las huellas a Waddell en la morgue, por ejemplo…, si fuera esa persona sabría exactamente a quién recurrir.

—Te pondrías en contacto con Stevens y le pedirías que averiguara si se había abierto el sobre. Y, en caso afirmativo, si su contenido había hecho que alguien sospechara o se sintiera inclinado a ir haciendo preguntas por ahí. Eso se llama dejarse llevar por la paranoia, y al final acabas con muchos más problemas de los que tendrías si hubieras mantenido la calma. Pero es de suponer que Stevens estaba en condiciones de responder a esa pregunta con facilidad.

—No tanto —objeté—. Podía preguntárselo a Susan, pero ella no estaba presente cuando se abrió el sobre. Lo abrió Fielding en su despacho, fotocopió el contenido y remitió el original con los restantes efectos personales de Waddell.

—¿Y Stevens no podía coger el expediente y mirar la fotocopia?

—Habría tenido que romper el cierre del archivador —respondí.

—Así que, a su modo de ver, la única alternativa era el ordenador.

—A menos que nos lo preguntara a Fielding o a mí. Pero no es tan incauto. Ninguno de los dos revelaría un dato confidencial como éste, a él, a Susan ni a nadie.

—¿Posee suficientes conocimientos de informática para introducirse en tu directorio?

—No, que yo sepa, pero Susan había hechos varios cursos y tenía manuales de UNIX en su oficina.

Sonó el teléfono, y dejé que respondiera Lucy. Cuando entró en la cocina, parecía intranquila.

—Es tu abogado, tía Kay.

Me acercó el teléfono de la cocina y lo descolgué sin moverme de la silla. Nicholas Grueman no malgastó palabras en un saludo, sino que fue directamente al asunto.

—Doctora Scarpetta, el día doce de noviembre hizo usted efectivo un cheque contra su cuenta' de inversiones por el importe de diez mil dólares. Y en los extractos bancarios no encuentro ningún dato que permita suponer que este dinero fue ingresado en alguna de sus diversas cuentas.

—No lo ingresé.

—¿Salió usted del banco con diez mil dólares en efectivo?

—No. Extendí el cheque en el Signet Bank, en la oficina del centro, y utilicé el dinero para comprar un cheque de caja en libras esterlinas.

—¿A nombre de quién iba librado el cheque de caja? —inquirió mi antiguo profesor mientras Benton Wesley me miraba con expresión tensa.

—Señor Grueman, fue una transacción de índole personal y no guarda relación alguna con mi vida profesional.

—Vamos, doctora Scarpetta. Ya sabe usted que eso no es respuesta.

Respiré hondo.

—Sin duda sabe usted que nos lo van a preguntar. Sin duda se da cuenta de que no causa buena impresión que, a las pocas semanas de que su ayudante ingresara una suma de dinero de procedencia desconocida, extendiera usted un cheque por un importe muy considerable.

Cerré los ojos y me mesé los cabellos mientras Wesley se levantaba de la mesa y venía a situarse a mis espaldas.

—Kay —Noté las manos de Wesley en los hombros—. Por el amor de Dios, Kay, tienes que decírselo.

13

Si Grueman no hubiera practicado nunca ante los tribunales, no le habría confiado mi bienestar. Pero antes de dedicarse a la enseñanza había sido un renombrado especialista en litigios, se había dedicado a los derechos civiles y, durante la era de Robert Kennedy, había participado como fiscal del Departamento de justicia en la lucha contra el crimen organizado. En los últimos tiempos, representaba a clientes que habían sido condenados a muerte y no tenían dinero. Yo apreciaba la seriedad de Grueman y necesitaba su cinismo.

No estaba interesado en negociar ni en proclamar mi inocencia. Se negó a presentar el menor fragmento de prueba a Marino ni a nadie más. No le habló a nadie del cheque por diez mil dólares, que, según dijo, era el peor dato que podía aducirse contra mí. Recordé lo que solía enseñar a sus alumnos de Derecho Penal el primer día de clase: «Digan sólo que no. Digan sólo que no. Digan sólo que no.» Mi ex profesor cumplió esta regla al pie de la letra, y frustró todos los intentos de Roy Patterson.

Un día, el jueves seis de enero, Patterson me llamó a casa para pedirme que fuera a charlar con él en su oficina.

—Estoy seguro de que podremos aclarar todo esto dijo en tono amigable—. Sólo he de hacerle unas cuantas preguntas.

Se sobreentendía que, si yo cooperaba, se podría evitar algo peor, y me asombró que Patterson pudiera creer siquiera por un instante que una maniobra tan vieja iba a dar resultado conmigo. Cuando el fiscal de la Commonwealth quiere charlar con alguien, es que ha emprendido una expedición de pesca en la que no piensa soltar nada. Lo mismo puede decirse de la policía. Como buena alumna de Grueman, le dije a Patterson que no, y a la mañana siguiente recibí una citación para comparecer ante un gran jurado especial el día veinte de enero. A continuación llegó la reclamación legal de mis datos financieros. Primero Grueman apeló a la Quinta Enmienda, y luego presentó una apelación para que se anulara la citación. Por las mismas fechas, el gobernador Norring nombró a Fielding jefe en funciones de Medicina Forense para el estado de Virginia.

—Hay otra camioneta de la tele. Acabo de verla pasar—dijo Lucy desde el comedor, donde estaba de pie mirando por la ventana.

—Ven a comer —la llamé desde la cocina—. Se te está enfriando la sopa.

Tras un breve silencio, volvió a hablar.

—¿Tía Kay? —Parecía excitada.

—¿Qué quieres?

—A que no adivinas quién ha venido.

Desde la ventana de la pila vi aparcar el Ford LTD blanco ante la casa. Se abrió la portezuela del conductor y Marino echó pie a tierra. Se subió la cintura de los pantalones .y se arregló la corbata mientras sus ojos registraban todo lo que le rodeaba. Al verlo venir por el camino de acceso hacia el porche, me sentí tan poderosamente conmovida que me sorprendió.

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