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Authors: Nicholas Sparks

BOOK: Cuando te encuentre
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—Ya sé en qué jugada estás pensando —agregó Ben—, pero no funcionará.

—¿Y qué debo hacer?

—No muevas esa pieza.

Thibault retiró la mano. Una cosa era perder, y otra bien distinta era perder todo el rato. Peor aún, no parecía estar más cerca de una posible victoria. En cambio, Ben estaba mejorando extraordinariamente su técnica. La partida anterior solo habían ejecutado veintiún movimientos antes de que le ganara.

—¿Quieres ver mi cabaña en el árbol? —sugirió el muchacho—. Es muy chula. El suelo es una gran plataforma justo encima del arroyo, y además tiene un puente movedizo.

—Me encantaría verla.

—Ahora no. Me refiero a otro día.

—Me parece fantástico —aceptó Thibault. Dirigió la mano hacia la torre.

—Yo de ti tampoco movería esa ficha.

Thibault enarcó una ceja mientras Ben se acomodaba en la silla.

—Solo es un consejo —añadió el muchacho.

—¿Qué debería hacer?

Ben se encogió de hombros, con una expresión propia de un niño de diez años, y comentó:

—Lo que quieras.

—¿Excepto mover el caballo y la torre?

Ben señaló hacia otra ficha.

—Ni el otro caballo. Conociéndote, estoy seguro de que eso es lo que pensabas hacer a continuación, ya que has estado intentando abrirle el paso al alfil. Pero eso tampoco funcionará, ya que sacrificaré mi caballo por el tuyo, y moveré la reina para matar ese peón de ahí. —Señaló la ficha con el dedo—. Así conseguiré inmovilizar tu reina. Después enrocaré mi rey y moveré el alfil hasta aquí. Dos movimientos más y te haré jaque mate.

Thibault se llevó la mano a la barbilla.

—¿Tengo alguna oportunidad de ganar esta partida?

—No.

—¿Cuántos movimientos me quedan?

—De tres a siete.

—Entonces quizá sea mejor que empecemos una nueva partida.

Ben empujó las gafas sobre el puente de su naricita con el dedo índice para colocárselas correctamente.

—Sí, quizá sea mejor.

—Me lo podrías haber dicho antes.

—Parecías muy concentrado en la partida. No quería desalentarte.

La siguiente partida no fue mejor. Al revés, fue peor porque Elizabeth decidió sentarse junto a ellos y la conversación siguió por los mismos derroteros. Thibault podía ver cómo ella intentaba contener la risita burlona.

En la última semana y media, habían establecido una rutina. Después del trabajo, con aquella incesante lluvia torrencial, Thibault subía hasta la casa para jugar varias partidas de ajedrez con Ben y se quedaba a cenar, momento en que los cuatro se sentaban a la mesa y charlaban de forma distendida. Después, Ben subía a ducharse y Nana los enviaba fuera para que se sentaran en el porche mientras ella limpiaba la cocina, aduciendo excusas como: «Limpiar para mí es como para un mono estar desnudo».

Thibault sabía que ella deseaba proporcionarles un poco de intimidad antes de que él se marchara. Todavía se sorprendía de que Nana fuera capaz de dejar de actuar como su jefa tan pronto como se acababa la jornada laboral y que no le costara nada adoptar el papel de abuela de la mujer con la que salía. No creía que hubiera muchas personas capaces de transformarse con tanta facilidad.

Se estaba haciendo tarde. Thibault sabía que había llegado la hora de marcharse. Nana estaba hablando por teléfono y Elizabeth había entrado para dar las buenas noches a Ben. Él, mientras permanecía sentado en el porche, notaba un tremendo cansancio en los hombros. Desde su confrontación con Clayton no había dormido bien. Aquella noche, sin estar seguro de cómo iba a reaccionar el exmarido de Elizabeth, regresó a su casa y simuló que pensaba pasar una apacible noche en casa. Pero en vez de eso, cuando apagó las luces, se escapó por la ventana de su habitación en la parte trasera de la casa y trotó hacia el bosque, con
Zeus
a su lado. A pesar de la lluvia, se quedó allí escondido prácticamente toda la noche, esperando a Clayton. A la noche siguiente, se dedicó a vigilar la casa de Elizabeth y la suya de forma alterna. Le traía sin cuidado la copiosa lluvia, y a
Zeus
tampoco le importaba. Llevaban un par de capas de camuflaje impermeables para no mojarse. Lo más duro era ir a trabajar después de dormir apenas un par de horas antes del amanecer. Desde entonces, Thibault se había dedicado a alternar las noches de vigilancia, pero aun así no conseguía recuperar las horas de sueño atrasadas.

Sin embargo, no pensaba desistir. Aquel hombre era impredecible. Buscaba señales de la presencia de Clayton cuando estaba en el trabajo y cuando deambulaba por el pueblo. Por la noche, variaba las rutas para regresar a su casa, tomando atajos por el bosque y realizando el trayecto a la carrera en vez de hacerlo andando plácidamente, y vigilaba la carretera para asegurarse de que Clayton no lo seguía. No le tenía miedo, pero tampoco era idiota. Clayton no solo era un miembro de la familia más poderosa del condado de Hampton, sino que además era el ayudante del
sheriff
, y el apoyo que le confería aquella posición aventajada respecto a la ley era lo que más le preocupaba. A ese chiflado no le costaría nada meter drogas, objetos robados o incluso un arma que alguien hubiera utilizado en un crimen en su casa. Y si eso sucedía, Thibault tenía la certeza de que cualquier jurado del condado se pondría de parte de él simplemente por una cuestión lógica: siempre apoyaría a las fuerzas de la ley antes que a un desconocido, por más que las pruebas fueran insuficientes o que Thibault tuviera una coartada. Si a eso añadía el poder y la influencia de la familia Clayton, seguro que no les costaría nada pagar a varios testigos para que identificaran a Thibault como el autor de diversos delitos.

Lo que más temía era que podía imaginar a Clayton cometiendo todas esas fechorías. Por eso había decidido ir a verle y amenazarlo con la tarjeta de memoria y la grabación de vídeo. A pesar de que no disponía de ninguna de esas dos pruebas —había entregado la cámara a las universitarias, y se había inventado lo de la grabación que se activaba mediante el movimiento—, marcarse el farol le había parecido la única opción factible para ganar tiempo y poder pensar en el siguiente paso que debía dar. La animadversión que Clayton sentía por él era peligrosa e impredecible. Si se había atrevido a entrar en su casa, si había manipulado la vida de Elizabeth, ese tipo sería probablemente capaz de hacer cualquier cosa que considerara necesaria para librarse de Thibault.

Las otras amenazas —acerca de ir con el cuento a la prensa y al
sheriff
, y la indirecta de informar a su abuelo— simplemente reforzaban el farol. Sabía que Clayton estaba buscando la tarjeta de memoria porque creía que Thibault podía usarla en su contra. Eso significaba que, o bien tenía miedo de las consecuencias en su trabajo, o bien que temía la reacción de su familia. Las pocas horas que había dedicado en la biblioteca a investigar sobre la familia Clayton, el domingo por la tarde, le habían bastado para convencer a Thibault de que probablemente se trataba un poco de ambos motivos.

Sin embargo, el problema con los faroles era que funcionaban hasta que dejaban de hacerlo. ¿Cuánto tardaría Clayton en descubrirlo? ¿Unas semanas? ¿Un mes? ¿Un poco más? ¿Y cómo reaccionaría? ¿Quién iba a saberlo? En esos momentos, Clayton pensaba que Thibault tenía la sartén por el mango, y a él no le quedaba ninguna duda de que lo único que estaba consiguiendo con eso era que aquel tipo se enojase más. Al final, la rabia se apoderaría de él y reaccionaría, o bien contra él, o bien contra Elizabeth o Ben. Cuando Thibault no respondiera al ataque haciendo pública la tarjeta de memoria, Clayton se sentiría libre de actuar como quisiera.

Todavía no estaba seguro de qué hacer al respecto. No podía imaginar separarse de Elizabeth, ni de Ben ni de Nana. Cuanto más tiempo pasaba en Hampton, más se afianzaba la sensación de que aquel era su hogar, y eso significaba que no solo tenía que mantenerse alerta con Clayton, sino que debía evitarlo a toda costa. Albergaba la esperanza de que, con el tiempo, acabara simplemente por aceptar la situación y zanjar el tema. Sabía que era bastante improbable, pero por ahora era todo lo que tenía.

—¿Otra vez preocupado? —preguntó Elizabeth, después de abrir la puerta mosquitera del porche y ver la expresión abstraída de Thibault.

Él sacudió la cabeza.

—Solo es que acuso el cansancio de la semana. Pensaba que era duro soportar el calor, pero, por lo menos, podía encontrar alivio en algún lugar a la sombra. En cambio, con la lluvia, siempre estoy empapado.

Ella tomó asiento a su lado en el balancín.

—No te gusta estar todo el día mojado, ¿eh?

—Digamos que no es como estar de vacaciones.

—Lo siento.

—No pasa nada. Y no me quejo. La verdad es que la mayor parte del tiempo no me importa. Y es mejor que sea yo quien se moje, y no Nana. Además, mañana es viernes, ¿no?

Ella sonrió.

—Hoy te llevaré yo a casa. Y esta vez no acepto ninguna excusa.

—De acuerdo.

Elizabeth echó un vistazo por la ventana antes de volver a centrar su atención en Thibault.

—No mentías cuando dijiste que tocabas el piano, ¿verdad?

—No.

—¿Cuándo fue la última vez que lo tocaste?

Él se encogió de hombros.

—Hace dos o tres años.

—¿En Iraq?

Él asintió.

—En la fiesta de cumpleaños de un superior. Le encantaba Willie Smith, uno de los más grandes pianistas de jazz de los años cuarenta y cincuenta. Cuando corrió la voz de que yo sabía tocar el piano, me arrastraron hasta el escenario.

—En Iraq —repitió ella, sin ocultar su sorpresa.

—Incluso los marines necesitan divertirse.

Elizabeth se colocó un mechón de pelo detrás de la oreja.

—Entonces supongo que sabes leer una partitura.

—Por supuesto. ¿Por qué? ¿Quieres que le dé clases a Ben?

Ella no pareció oírlo.

—¿Qué te parecería tocar en la iglesia? ¿Eres creyente?

Por primera vez, él la miró directamente a los ojos.

—Tengo la impresión de que esta conversación no gira simplemente en torno a la idea de conocernos el uno al otro un poco mejor.

—Mientras estaba dentro, he oído un poco de la conversación de Nana, por teléfono. Ya sabes lo mucho que el coro significa para ella, ¿no? ¿Sabes que ha empezado de nuevo a cantar como solista?

Él consideró su respuesta, con la sospecha de que Elizabeth tramaba algo y sin preocuparse por ocultar su recelo.

—Sí.

—La pieza que interpretará este domingo es incluso más larga. Está entusiasmada.

—¿Y tú no?

—Más o menos. —Ella suspiró, con una expresión apesadumbrada—. Por lo visto, Abigail se cayó ayer y se rompió la muñeca. Por eso Nana está hablando por teléfono.

—¿Quién es Abigail?

—La pianista de la iglesia. Cada domingo acompaña al coro. —Elizabeth empezó a mover el balancín hacia delante y hacia atrás, con la vista fija en la tormenta—. La cuestión es que he oído que Nana ha sugerido que ya se encargará ella de buscar un sustituto de Abigail. Más bien dicho, lo ha prometido.

—¿Ah, sí?

—También ha dicho que, de hecho, ya sabe quién será.

—Entiendo.

Elizabeth se encogió de hombros.

—Solo he pensado que era mejor avisarte. Estoy segura de que querrá hablar contigo dentro de un rato, y no me gustaría que te pillara desprevenido. Por eso he creído que era mejor que te advirtiera.

—Gracias.

Durante un largo momento, Thibault no dijo nada. En el silencio reinante, Elizabeth puso una mano sobre su rodilla.

—¿Qué te parece?

—Tengo la impresión de que realmente no tengo alternativa.

—Claro que tienes alternativa. Nana no te obligará a hacerlo.

—¿Aunque lo haya prometido?

—Probablemente lo comprenderá. Tarde o temprano. —Se llevó una mano al corazón—. Cuando se haya recuperado de la puñalada, estoy segura de que incluso te perdonará.

—Ah.

—Y lo más probable es que tu rechazo no tenga un efecto negativo y no agrave su estado de salud. Es que con la embolia y con el resto de los disgustos que ha padecido, tengo miedo de que acabe de desmoronarse.

Thibault sonrió burlonamente.

—¿No te parece que estás exagerando?

A Elizabeth le brillaron los ojos con malicia.

—Quizá. Pero la cuestión es, ¿lo harás?

—Supongo que sí.

—Perfecto. Entonces ya sabes que mañana te tocará ensayar.

—De acuerdo.

—Seguramente serán muchas horas. Los ensayos de los viernes suelen ser largos. Realmente se lo toman muy en serio, ¿sabes?

—Fantástico —suspiró Logan.

—Míralo así: no tendrás que pasarte todo el día trabajando bajo la lluvia.

—Fantástico —repitió.

Ella le dio un beso en la mejilla.

—Eres un buen tipo. Estaré elogiándote en silencio desde el banco de la iglesia.

—Gracias.

—Ah, y cuando Nana salga a hablar contigo, haz como si no supieras nada, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

—E intenta mostrar entusiasmo. Incluso como si te sintieras halagado. Como si no pudieras creer que ella te haya ofrecido una oportunidad tan maravillosa.

—¿No puedo decir simplemente que sí?

—No. Nana esperará que te emociones. Ya te lo he dicho: el coro significa mucho para ella.

—Ah —volvió a decir. Tomó la mano de Elizabeth entre las suyas—. Pero para que lo sepas, podrías habérmelo pedido directamente, sin recurrir a toda esa artimaña para que me sienta culpable.

—Lo sé. Pero de esta manera era más divertido que si te lo pedía directamente.

En ese preciso instante, Nana salió afuera. Les lanzó una rápida sonrisa a los dos antes de pasearse por el porche. Finalmente se giró hacia él.

—¿Todavía tocas el piano? —le preguntó.

Thibault tuvo que contenerse para no echarse a reír.

Al día siguiente, Thibault conoció a la directora del coro, y a pesar de que ella no ocultó su contrariedad inicial al verlo entrar ataviado con pantalones vaqueros, una camiseta vieja y el pelo largo, no tardó en darse cuenta de que no solo sabía tocar, sino que era un buen músico. Cometió muy pocos errores durante el ensayo, aunque eso se debía a que las piezas musicales no eran muy difíciles. Después del ensayo, cuando apareció el reverendo, la directora del coro le explicó a Thibault cómo se desarrollaría la misa, para que él supiera exactamente a qué atenerse.

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