Read Cuando te encuentre Online
Authors: Nicholas Sparks
Mientras tanto, Nana se dedicaba alternativamente a sonreír a Thibault y a charlar animadamente con sus amigas, explicándoles que él trabajaba en la residencia canina y que pasaba mucho tiempo con Ben. Thibault podía notar las miradas de las mujeres que lo repasaban descaradamente con un visible interés y, en la mayoría de los casos, con una evidente aprobación.
De camino a la puerta, Nana se colgó de su brazo.
—Lo has hecho mejor que un pato subido a un palo —lo halagó.
—Gracias —le contestó, divertido.
—¿Te apetece conducir un rato?
—¿Hasta dónde?
—Hasta Wilmington. Si salimos ahora, creo que estarás de vuelta a tiempo para salir a cenar con Beth. Yo cuidaré de Ben.
—¿Qué quieres comprar?
—Una americana deportiva y unos pantalones chinos. ¡Ah! Y una camisa más elegante. No me importa que vayas todo el día con pantalones vaqueros, pero si vas a tocar el piano en la misa del domingo, necesitas ir más formal.
—Ah —dijo él, pues no tenía opción.
Aquella noche, mientras cenaban en La Cantina, el único restaurante mexicano del centro del pueblo, Elizabeth alzó los ojos por encima de su cóctel Margarita y miró a Thibault fijamente.
—¿Sabes que ahora te has ganado definitivamente el afecto de Nana? —le comentó.
—¿De veras?
—No ha dejado de hablar de lo bien que tocas el piano, de lo educado que has sido con sus amigas y de lo respetuoso que te has mostrado cuando ha aparecido el reverendo.
Hablas como si esperaras que me comportara como un troglodita.
Ella se echó a reír.
—Quizás era lo que esperaba. He oído que ibas cubierto completamente de lodo antes de ir a la iglesia.
—Pero me he duchado y me he cambiado.
—Lo sé. Nana también me lo ha contado.
—¿Ah, sí? ¿Y qué más?
—Sé que las otras mujeres del coro se han quedado embelesadas contigo.
—¿Eso te ha dicho Nana?
—No, no ha tenido que decírmelo, pero su cara lo decía todo. No todos los días un joven y apuesto forastero se pasa por la iglesia y las cautiva con el piano. ¿Cómo no habían de estar fascinadas?
—Me parece que exageras.
—Pues a mí me parece que todavía tienes mucho que aprender del hecho de vivir en una pequeña localidad del sur —replicó Elizabeth, al tiempo que deslizaba el dedo por el borde de su copa y probaba la sal—. Y es que no hay para menos; es un gran acontecimiento para ellas. Piensa que Abigail ha tocado el piano durante quince años ininterrumpidamente.
—No pienso usurparle el sitio. Esto es solo temporal.
—Aún mejor. Les dará a los feligreses la oportunidad de compararos. Seguro que hablarán de ello durante años.
—¿Esto es lo que hace la gente aquí?
—Por supuesto —le aseguró ella—. Y por cierto, no hay otra forma más rápida de que te acepten en el pueblo.
—No necesito más aceptación que la tuya.
—Siempre tan caballeroso. —Ella sonrió—. De acuerdo, pues a ver qué te parece esto: Keith se volverá loco de rabia.
—¿Porqué?
—Porque él es uno de los feligreses. De hecho, Ben estará con él cuando tú toques el piano. Se morirá de rabia cuando vea cómo todos aprecian tu contribución desinteresada.
—No estoy seguro de que me interese que se enfade más conmigo. De momento, ya me preocupa su posible reacción.
—No puede hacer nada. Sé lo que ha estado tramando.
—Yo no estaría tan seguro —la previno Thibault.
—¿Por qué lo dices?
Thibault se fijó en las mesas ocupadas a su alrededor. Ella pareció leerle el pensamiento y se deslizó por uno de los extremos del banco para sentarse a su lado.
—Sabes algo y no me lo quieres contar —susurró—. ¿De qué se trata?
Thibault tomó un sorbo de cerveza. Cuando volvió a depositar la botella sobre la mesa, le describió sus encuentros con su ex. Mientras le contaba la historia, las muecas de Elizabeth fueron trocándose de asco a sorpresa, hasta finalmente expresar algo parecido a preocupación.
—Deberías habérmelo contado antes —dijo, con el ceño fruncido.
—No me preocupé hasta que entró en mi casa a robar.
—¿Y realmente crees que es capaz de echarte del pueblo?
—Lo conoces mejor que yo.
A Elizabeth se le quitó el apetito de golpe.
—Creía que lo conocía.
Puesto que Ben estaba con su padre —algo que ahora le parecía raro, dadas las circunstancias— Thibault y Elizabeth fueron a Raleigh el sábado, para entretenerse y no pensar constantemente en lo que Keith Clayton era capaz de hacer. Almorzaron en un pequeño bar en el centro y visitaron el Museo de Historia Natural. Por la tarde fueron a Chapel Hill. El equipo de fútbol americano de la Universidad de Carolina del Norte jugaba contra los de Clemson, el equipo de la de Carolina del Sur, y estaban retransmitiendo el encuentro por la ESPN. A pesar de que el partido tenía lugar en Carolina del Sur, los bares en el centro de la localidad estaban abarrotados, llenos de estudiantes que seguían el partido a través de los gigantescos televisores de pantalla plana. Mientras Thibault oía los vítores de alegría y los pitidos de enfado, como si el futuro del mundo dependiera del resultado del partido, empezó a pensar en los chicos de aquella misma edad que estaban sirviendo en Iraq y se preguntó qué opinarían acerca de aquellos estudiantes universitarios.
No se quedaron mucho rato. Después de una hora, Elizabeth expresó sus ganas de marcharse. De camino al coche, mientras caminaban abrazados, ella apoyó la cabeza en su hombro.
—Ha sido muy divertido, pero había demasiado ruido ahí dentro.
—Eso quiere decir que te haces mayor.
Ella le pellizcó la cintura, encantada de encontrar únicamente piel y músculo.
—Cuidado, monada, o quizá no tendrás suerte esta noche.
—¿Monada?
—Es un término cariñoso. Lo uso con todos los chicos con los que salgo.
—¿Con todos?
—Sí, y también con desconocidos. Si se comportan caballerosamente y, pongamos por ejemplo, me ceden su asiento en el autobús, les digo: «Gracias, monada».
—Supongo que debería sentirme halagado.
—Desde luego.
Se abrieron paso entre los grupos de estudiantes arracimados en la calle Franklin, echando de vez en cuando un vistazo a los locales a través de las ventanas e impregnándose de la energía bulliciosa. Thibault comprendía que a ella le apeteciera pasear por allí. Era una experiencia que no había vivido a causa de la responsabilidad de tener que criar a Ben. Sin embargo, lo que más le impresionó fue que, a pesar de que era obvio que ella se lo estaba pasando bien, no parecía melancólica ni resentida por el hecho de haberse perdido todas aquellas juergas. Más bien actuaba como una antropóloga observadora, con ganas de estudiar culturas que acababa de descubrir. Cuando él expresó aquella idea en voz alta, ella esbozó una mueca de fastidio.
—No eches a perder la noche. Te lo aseguro, no estoy reflexionando tan profundamente. Solo quería salir del pueblo y divertirme un rato.
Fueron a casa de Thibault y se quedaron hasta tarde, hablando, besándose y haciendo el amor hasta bien entrada la noche. Cuando él se despertó por la mañana, encontró a Elizabeth tumbada a su lado, estudiando su cara.
—¿Qué haces? —murmuró él, con una voz rasposa.
—Te observo —contestó ella.
—¿Por qué?
—Porque me apetece.
Él sonrió y deslizó suavemente un dedo por su brazo, sintiéndose súbitamente agradecido por la presencia de Elizabeth en su vida.
—Eres maravillosa, ¿lo sabías?
—Sí, lo sabía.
—¿Ah, sí? ¿Solo se te ocurre contestar «Sí, lo sabía»? —le recriminó él, esbozando una mueca teatral como si estuviera realmente ofendido.
—No te pongas quisquilloso. No me gustan los chicos quisquillosos.
—Y yo no estoy seguro de que me gusten las mujeres que ocultan sus sentimientos.
Ella sonrió, inclinándose para besarlo.
—Ayer lo pasé estupendamente.
—Yo también.
—Hablo en serio. Estas últimas semanas contigo han sido las mejores de mi vida. Y ayer, solo por el hecho de estar junto a ti… No tienes ni idea de cómo me sentía. Simplemente como una… mujer. No como una madre, ni una maestra, ni una nieta. Simplemente era yo. Hace mucho tiempo que no me sentía así.
—Pero no es la primera vez que salimos solos.
—Lo sé. Pero ahora es diferente.
Thibault se dio cuenta de que ella estaba hablando del futuro; un futuro que había adquirido una lucidez y un objetivo que nunca antes había tenido. Mirándola fijamente, Thibault comprendió a qué se refería exactamente.
—¿Y cuál es el siguiente paso? —inquirió él, en un tono serio.
Ella volvió a besarlo, y él notó su respiración cálida y húmeda en los labios.
—El siguiente paso es levantarnos. Dentro de un par de horas has de estar en la iglesia. —Le propinó un golpecito cariñoso en la cadera.
—Pero dos horas es mucho tiempo.
—Quizá para ti. Pero yo estoy aquí y tengo la ropa en casa. Será mejor que te levantes y empieces a vestirte, así a mí me quedará bastante tiempo para arreglarme.
—Esto de la iglesia supone un gran esfuerzo.
—Ya lo creo —apuntó ella—. Pero no te queda alternativa. Ah, y por cierto… —Antes de acabar la frase le cogió de la mano—. Tú también eres maravilloso, Logan.
—¿Sabes? Realmente me gusta —dijo Beth.
De pie en el cuarto de baño, estaba haciendo todo lo posible con la plancha rizadora, aunque sospechaba que con la lluvia todos sus esfuerzos serían en vano. Después de un breve respiro el día previo, la primera de las dos tormentas tropicales que se esperaban ya había penetrado en la zona.
—Creo que ha llegado la hora de que seas completamente sincera conmigo. No es que simplemente te guste, sino que crees que es el hombre de tu vida.
—¿Tanto se me nota? —se interesó Beth, que no quería creerlo.
—Sí. Solo te falta sentarte en el porche a deshojar la margarita.
Beth soltó una risita traviesa.
—Lo creas o no, esta vez te he entendido a la primera.
—A veces las casualidades ocurren. Sé que te gusta, pero la cuestión es, ¿y él, qué siente por ti?
—Lo mismo que yo por él.
—¿Te has preguntado qué significa eso?
—Sé lo que significa.
—Solo quería asegurarme —repuso Nana. Se miró al espejo y se acicaló un poco el pelo—. Porque a mí también me gusta.
Al cabo de un rato, se montaron en el coche y Beth condujo hasta la casa de Logan, preocupada porque de poco servía el limpiaparabrisas con tanta lluvia. Por lo visto, las numerosas tormentas habían conseguido que subiera muchísimo el caudal del río; a pesar de que el agua todavía no cubría los márgenes de la carretera, esta empezaba a tener un aspecto preocupante. Si seguía diluviando de ese modo unos días más, seguramente tendrían que cerrar la carretera. Los negocios más cercanos al río empezarían a apilar sacos de arena para evitar que el agua echara a perder las mercancías a ras del suelo.
—Me pregunto si la gente irá a misa hoy —remarcó Beth—. Apenas puedo ver más allá del parabrisas.
—Un poco de lluvia no conseguirá alejar a los feligreses del Señor —entonó Nana.
—Diría que esto es más que un poco de lluvia. ¿No has visto el río?
—Lo he visto. Está definitivamente enfadado.
—Si sigue creciendo, quizá no consigamos llegar al pueblo.
—Todo saldrá bien —declaró Nana.
Beth la miró sorprendida.
—Veo que hoy estás de un óptimo humor.
—¿Y tú no? Ayer por la noche no volviste a casa a dormir.
—¡Nana! —protestó Beth.
—No te estoy juzgando. Solo es un comentario. Ya eres adulta, y además es tu vida.
Beth estaba más que acostumbrada a las sentencias indulgentes de su abuela.
—Te lo agradezco.
—¿Así que lo vuestro va viento en popa? ¿A pesar de los problemas que os ha intentado ocasionar tu ex?
—Creo que sí.
—¿Te parece que puedes confiar en él?
—Me parece que todavía es temprano para eso. De momento nos estamos conociendo.
Nana se inclinó hacia delante y limpió la condensación del cristal. A pesar de que la humedad desapareció momentáneamente, las huellas de sus dedos quedaron visibles.
—¿Sabes? Desde el principio supe que tu abuelo era el hombre de mi vida.
—Él me contó que estuvisteis saliendo seis meses antes de que se te declarase.
—Así es. Pero eso no significa que no le habría dicho que si, si me lo hubiera pedido antes. Solo necesité unos días para estar segura de que era el hombre de mi vida. Sé que te parecerá extraño, pero desde el principio tuve la impresión de que éramos como una tostada con mantequilla.
Su sonrisa era gentil y mantenía los ojos entornados mientras se dedicaba a recordar:
—Yo estaba sentada con él en el parque. Debía de ser nuestra segunda o tercera cita, y estábamos hablando sobre pájaros cuando un niño pequeño, que claramente no era del condado, se nos acercó para escuchar lo que decíamos. Tenía la carita sucia, no llevaba zapatos y su ropa estaba hecha jirones y le sobraba por todas partes. Tu abuelo le guiñó el ojo antes de continuar, como invitándolo a quedarse, y el chiquillo sonrió. La reacción de tu abuelo, de no juzgar al niño por su aspecto, me llegó profundamente al corazón. —Nana hizo una pausa—. Tu abuelo continuó hablando. Debía de saber el nombre de todos los pájaros que pueblan esta parte del condado. Nos contó cuándo emigraban y dónde hacían los nidos, e imitó el canto de cada uno de ellos. Al cabo de un buen rato, el niño pequeño decidió sentarse con nosotros y se quedó… hipnotizado, con cada nuevo sonido que emitía tu abuelo. Y no solo él. Yo también me sentía igual. Tu abuelo tenía una voz melodiosa y relajante, y mientras hablaba, yo tenía la impresión de que estaba ante la clase de persona a la que un enfado no le podía durar más que unos pocos minutos, porque simplemente era evidente que él no era así. No podía imaginarlo resentido o enfadado; sentí que era el tipo de hombre con el que podría compartir toda la vida. Y entonces decidí, allí mismo, que me casaría con él.
A pesar de que se sabía las historias de Nana de memoria, Beth se sintió fascinada.
—Qué historia más maravillosa.
—Tu abuelo sí que era un hombre maravilloso. Y cuando un hombre es tan especial, lo sabes mucho antes de lo que crees posible. Lo reconoces instintivamente, y tienes la certeza de que, pase lo que pase, nunca habrá otro como él.