Cuentos completos (117 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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—¿Tiene ya esos campos de fuerza densos que está buscando? —se interesó Orloff con repentino entusiasmo.

—No, eso no —respondió Prosser, con fastidio—. Es otra cosa.

Vengan conmigo. —Miró su reloj y se levantó de un brinco—. Tenemos media hora. En marcha.

Un vehículo eléctrico aguardaba fuera y Prosser no cesó de hablar mientras conducía ese aparato zumbón por las rampas que descendían a las profundidades de la Estación Éter.

—¡Teoría! —exclamó—. ¡Teoría! Eso es lo importante. Un técnico trabaja en un problema. A tontas y a locas. Pierde siglos. No llega a nada. Va al azar de un lado a otro. Un verdadero científico, en cambio, recurre a la teoría. Deja que la matemática resuelva sus problemas.

Estaba desbordante de satisfacción. El vehículo se detuvo de golpe ante una enorme puerta doble y Prosser bajó de un brinco. Los otros dos lo siguieron con paso más tranquilo.

—¡Por aquí, por aquí! —indicó Prosser.

Abrió la puerta, recorrió el pasillo y subió por una escalera angosta hasta un pasaje estrecho que rodeaba una vasta sala de tres niveles. Orloff comprendió que esos dos niveles elipsoides, llenos de tuberías de cuarzo y acero, constituían un generador atómico. Se ajustó el monóculo y observó la febril actividad de abajo. Un hombre con auriculares, sentado en un taburete ante una mesa de control llena de interruptores, miró hacia arriba y saludó. Prosser le devolvió el saludo.

—¿Aquí crean sus campos de fuerza? —quiso saber Orloff.

—¡Correcto! ¿Alguna vez ha visto uno?

—No. —El delegado sonrió tímidamente—. Ni siquiera sé qué es, lo único que sé es que se puede usar como escudo contra meteoritos.

—Es muy simple. Materia elemental. Toda la materia se compone de átomos, los cuales permanecen unidos mediante fuerzas interatómicas. Sacamos los átomos. Dejamos las fuerzas interatómicas. Eso es un campo de fuerza.

Orloff se quedó desconcertado, y Birnam se rió guturalmente, rascándose la oreja.

—Esa explicación me recuerda nuestro método ganimediano para suspender en el aire un huevo a uno o dos kilómetros de la superficie. Es así: se busca una montaña que tenga esa altura, se pone el huevo encima, se deja el huevo allí y se retira la montaña. Eso es todo.

El delegado colonial echó atrás la cabeza para reírse, pero el irascible doctor Prosser frunció los labios reprobatoriamente.

—Venga, venga. Basta de bromas. Los campos de fuerza son un asunto serio. Tenemos que estar preparados para recibir a los joveanos.

Un zumbido repentino y crispante hizo que Prosser se apartara de la barandilla.

—Rápido, póngase detrás de esa pantalla protectora —murmuró—.

El campo de veinte milímetros está subiendo. Radiación peligrosa. El zumbido se amortiguó hasta casi desaparecer y los tres salieron de nuevo al pasillo. No se notaba ningún cambio, pero Prosser pasó la mano por encima de la barandilla y dijo:

—¡Siéntanlo!

Orloff extendió un dedo con cautela, abrió la boca y apoyó la palma de la mano. Era como empujar contra una goma suave y esponjosa o contra resortes de acero superflexibles.

Birnam también lo intentó, y le comentó a Orloff:

—Es lo mejor que hemos logrado, ¿verdad? Una pantalla de veinte milímetros puede albergar una atmósfera de una presión de veinte milímetros de mercurio contra un vacío sin que haya filtraciones.

El comisionado asintió con la cabeza.

—¡Entiendo! Se necesitaría una pantalla de setecientos sesenta milímetros para albergar la atmósfera de la Tierra.

—¡Sí! Eso sería una pantalla de una atmósfera. Bien, Prosser, ¿por esto estaba tan excitado?

—¿Por la pantalla de veinte milímetros? Claro que no. Puedo subir hasta doscientos cincuenta milímetros usando el pentasulfato de vanadio activado en la desintegración de praseodimio. Pero no es necesario. Un técnico lo haría, y el lugar saltaría por los aires; pero el científico verifica la teoría y va con cuidado. —Parpadeó—. Ahora estamos endureciendo el campo. ¡Observen!

—¿Nos ponemos detrás de la pantalla?

—Esta vez no es necesario. La radiación es peligrosa sólo al principio.

Recomenzó el zumbido, aunque no tan fuerte como antes. Prosser le gritó al hombre de la consola y la única respuesta fue un ademán con la mano extendida. Luego, el hombre de los controles agitó un puño.

—¡Hemos pasado los cincuenta milímetros! —exclamó Prosser—. ¡Sientan el campo!

Orloff extendió la mano y palpó con curiosidad. La goma esponjosa se había endurecido. Trató de pellizcarla entre el pulgar y el índice, tan perfecta era la ilusión, pero la “goma» se disolvió en aire.

Prosser chistó con impaciencia.

—No hay resistencia en ángulo recto. Mecánica elemental.

El hombre de los controles gesticulaba de nuevo.

—Más de setenta —explicó Prosser—. Ahora vamos más despacio. El punto crítico está en 83,42.

Se asomó por la barandilla y alejó con los pies a los otros dos.

—¡Apártense! ¡Peligro! —Y luego vociferó—: ¡Cuidado! ¡El generador está pegando sacudidas!

El ronco zumbido se elevaba y el hombre de los controles movía frenéticamente los interruptores. Desde el corazón de cuarzo del generador atómico, el sombrío fulgor rojo de los átomos que estallaban resplandecía peligrosamente.

Hubo una pausa en el zumbido, un rugido reverberante y una detonación de aire que arrojó a Orloff contra la pared.

Prosser corrió hacia él. Tenía un corte encima del ojo.

—¿Está herido? ¿No? ¡Bien, bien! Esperaba algo parecido. Debí haberle avisado. Bajemos. ¿Dónde está Birnam?

El alto ganimediano se levantó del suelo y se alisó la ropa.

—Aquí estoy. ¿Qué estalló?

—No ha estallado nada. Algo cedió. Venga, bajemos.

Se enjugó la frente con un pañuelo y los condujo abajo.

El hombre de los controles se quitó los auriculares y bajó del taburete. Parecía cansado, y su rostro sucio estaba grasiento por la transpiración.

—Esa maldita cosa llegó a 82,6, jefe. Casi me pilló.

—Conque sí, ¿eh? —gruñó Prosser—. Dentro de ciertos márgenes de error, ¿no? ¿Cómo está el generador? ¡Eh, Stoddard!

El técnico en cuestión contestó desde su puesto:

—El tubo 5 se ha fundido. Tardaremos dos días en reemplazarlo.

Prosser se giró satisfecho.

—Funcionó. Tal como pensábamos. Problema resuelto, caballeros. Adiós a las preocupaciones. Regresemos a mi despacho. Quiero comer. Y luego dormir.

No volvió a hablar del asunto hasta que estuvo una vez más detrás del escritorio de su despacho, y entonces habló mientras engullía un sándwich de hígado con cebolla.

—¿Recuerda el trabajo sobre tensión espacial en junio? —le preguntó a Birnam—. Fallaba, pero insistimos. Finch obtuvo una pista la semana pasada y yo la desarrollé. Todo encajó de golpe. A la perfección. Nunca había visto nada semejante.

—Continúe —dijo Bírnam, con calma, pues conocía a Prosser demasiado bien como para demostrar impaciencia.

—Usted vio lo que sucedió. Cuando un campo llega a 83,42 milímetros, se vuelve inestable. El espacio no soporta la tensión. Sufre un colapso y el campo estalla. ¡Bum!

Birnam abrió la boca, y los brazos del sillón de Orloff crujieron bajo una presión repentina. Hubo un momento de silencio, y Birnam habló, temblándole la voz:

—¿Dice usted que los campos de fuerza más fuertes son imposibles?

—Son posibles. Se pueden crear. Pero cuanto más densos más inestables. Si yo hubiera activado el campo de doscientos cincuenta milímetros, habría durado una décima de segundo. Luego, ¡pum! ¿Habría volado la estación! ¡Conmigo incluido! Un técnico lo habría hecho, pero un científico se vale de la teoría. Trabaja con cuidado, como hice yo. Y no hay daños.

Orloff se guardó el monóculo en el bolsillo del chaleco.

—Pero si un campo de fuerza es lo mismo que las fuerzas ínteratómicas —apuntó tímidamente—, ¿por qué el acero está unido por una fuerza interatómica tan fuerte y no deforma el espacio? Algo falla ahí.

Prosser lo miró molesto.

—No falla nada. La fuerza crítica depende de la cantidad de generadores. En el acero, cada átomo es un generador de campos de fuerza. Eso significa trescientos mil millones de billones de generadores por cada treinta gramos de materia, si pudiéramos usar tantos. Siendo como es, el límite en la práctica sería de cien generadores, lo cual eleva el punto crítico a sólo noventa y siete, aproximadamente. —Se puso de pie y continuó con repentino fervor—: No. El problema ya no existe. No es posible crear un campo de fuerza capaz de albergar la atmósfera de la Tierra durante más de una centésima de segundo. Para qué hablar de la atmósfera joveana. Las frías cifras lo afirman, respaldadas por la experimentación. ¡El espacio no lo soporta! Que los joveanos se esfuercen. ¡No pueden salir! ¡Es definitivo! ¡Definitivo!

—Señor secretario —dijo Orloff—, ¿puedo enviar un espaciograma desde la estación? Quiero informar a la Tierra de que regresaré en la próxima nave y de que el problema joveano está resuelto para siempre.

Birnam no contestó, pero el alivio transfiguraba los enjutos rasgos de su rostro mientras estrechaba la mano del delegado colonial.

Y el doctor Prosser repitió, moviendo la cabeza como un pájaro:

—¡Definitivo!

Hal Tuttle miró al capitán Everett de la Transparente, la nave espacial más flamante de Líneas Cometa, cuando entró en la sala de observación de proa.

—Acaba de llegar un espaciograma de la central de Tucson —dijo el capitán—. Debemos recoger al delegado colonial Orloff en Jovópolis, Ganimedes, y llevarlo a la Tierra.

—Bien. ¿No hemos avistado ninguna nave?

—No, no. Estamos lejos de los itinerarios regulares. La primera noticia que el sistema tendrá de nosotros será cuando la Transparente descienda en Ganimedes. Esto va a ser lo más sensacional en viajes espaciales desde el primer viaje a la Luna. —De pronto bajó la voz—: ¿Qué ocurre, Hal? Este triunfo es tuyo, a fin de cuentas.

Hal Tuttle miró a la negrura del espacio.

—Supongo que sí. Diez años de trabajo, Sam. Perdí un brazo y un ojo en esa primera explosión, pero no lo lamento. La reacción fue lo que me dio impulso. El problema. está resuelto. Es el fin del trabajo de toda mi vida.

—Y el fin de todas las naves de acero del sistema.

Tuttle sonrió.

—Sí. Cuesta comprenderlo, ¿eh? —Señaló hacia fuera—. ¿Ves las estrellas? Forman parte del tiempo, no hay nada entre ellas y nosotros. Me causa una cierta inquietud —dijo pensativo—. He trabajado nueve años para nada. No soy un teórico, así que no sabía adónde me dirigía; simplemente lo intentaba todo. Probé con demasiada fuerza y el espacio no lo resistió. Me costó un brazo y un ojo, y comencé de nuevo.

El capitán Everett asestó un puñetazo en el casco, ese casco a través del cual las estrellas brillaban sin obstáculos. Se oyó el golpe blando de la carne contra una superficie dura, pero la pared invisible no sufrió ninguna alteración.

Tuttle asintió con la cabeza y observó:

—Es bastante sólida, y eso que la intermitencia es de ochocientas mil veces por segundo. La lámpara estroboscópica me dio la idea. Ya sabes, relampaguean con tal rapidez que crean la ilusión de una iluminación fija. Lo mismo ocurre con el casco: no permanece en funcionamiento el tiempo suficiente para colapsar el espacio; no permanece quieto el tiempo suficiente para que haya filtración atmosférica. Y el efecto final es una fortaleza superior a la del acero. —Hizo una pausa y añadió lentamente—: Y es imposible predecir hasta dónde se puede llegar. Aceleraremos el efecto de intervalo. Haremos que la intermitencia del campo sea de millones de veces por segundo, de miles de millones de veces. Podemos obtener campos tan fuertes como para albergar una explosión atómica. ¡El trabajo de toda mi vida!

El capitán Everett le dio una palmada en el hombro.

—¡Anímate, hombre! Piensa en el descenso en Ganimedes. ¡Qué diablos! Habrá mucha publicidad. Piensa en el rostro de Orloff, por ejemplo, cuando descubra que será el primer pasajero de la historia que viaje en una nave espacial con un casco de campo de fuerza. ¿Cómo crees que se sentirá?

Hal Tuttle se encogió de hombros.

—Supongo que se sentirá complacido.

La novatada (1942)

“The Hazing”

La Universidad de Arcturus, en el segundo planeta de Arcturus, Erón, es un lugar tedioso durante las vacaciones de mitad de año y además hace calor, de modo que Myron Tubal, estudiante de segundo año, estaba aburrido e incómodo. Por quinta vez ese día, echó un vistazo a la sala de estar, en un desesperado intento de encontrar un conocido, y se alegró de ver a Bill Sefan, un joven de piel verdosa, procedente del quinto planeta de Vega.

Sefan, como Tubal, había suspendido en biosociología y se quedaba durante las vacaciones con el fin de prepararse para un examen. Esas cosas crean fuertes lazos entre los estudiantes.

Tubal gruñó un saludo, dejó caer su cuerpo enorme y lampiño —era nativo del Sistema de Arcturus— en la silla más grande y dijo:

—¿Has visto a los nuevos?

—¿Ya? ¡Pero si faltan seis semanas para que comience el semestre!

Tubal bostezó.

—Estos estudiantes son especiales. Forman la primera tanda del Sistema Solariano. Son diez.

—¿Sistema Solariano? ¿Te refieres a ese nuevo sistema que se unió a la Federación Galáctica hace tres o cuatro años?

—El mismo. Creo que la capital es un mundo llamado Tierra.

—Bien, ¿y qué pasa con ellos?

—Pues nada, que están ahí, eso es todo. Algunos tienen pelo sobre el labio superior, y es bastante ridículo. Por lo demás, son como cualquiera de las otras doce, más o menos, razas de humanoides.

Se abrió la puerta y entró corriendo el pequeño Wri Forase. Era del único planeta de Deneb, y el vello corto y gris que le cubría la cabeza y el rostro se le erizaba agitado, mientras que sus grandes ojos rojos relucían por la excitación. Les dijo a media voz:

—Oye, ¿habéis visto a los terrícolas?

Sefan suspiró.

—¿Nadie piensa cambiar de tema? Tubal me estaba hablando de eso.

—¿De veras? —Forase parecía defraudado—. ¿Pero te ha dicho que ésta era esa raza anormal que causó tanto revuelo cuando el Sistema Solariano ingresó en la Federación?

—A mí me parecieron normales —señaló Tubal.

—No hablo en el sentido físico. Me refiero al aspecto mental. ¡Psicología! ¡Eso es lo importante!

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