Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
Los dos hombres que acompañaban al director ejecutivo de la Federación Solar eran más jóvenes que Swift. Ninguno tenía tantas canas ni parecía tan cansado como él.
John Henderson, con los labios apretados, encontraba dificultad en controlar el alivio que sentía por el triunfo.
—¡Están destruidos! ¡Están destruidos! —dijo sin poder contenerse—. Es lo que no dejaba de decirme una y otra vez y aún no puedo creerlo. Hablábamos tanto todos, hace tantísimos años, de la amenaza que se cernía sobre la Tierra, sobre sus mundos, y sobre todos los seres humanos que todo era cierto hasta el tiempo, y hasta el último detalle. Ahora estamos vivos y son los de Deneb los destruidos y acabados. Ahora, nunca más serán una amenaza.
—Gracias a «Multivac» —afirmó Swift con una mirada tranquila al imperturbable Jablonsky, que durante toda la guerra había sido el intérprete jefe de aquel oráculo de la ciencia—. ¿No es cierto, Max?
Jablonsky se encogió de hombros. Maquinalmente alargó la mano hacia un cigarrillo, pero decidió no encenderlo. Entre los millares que habían vivido en los túneles dentro de «Multivac», sólo él tenía permiso para fumar, pero hacia el final se había esforzado por evitar aprovecharse del privilegio.
—Eso es lo que dicen —comentó. Su pulgar señaló por encima del hombro derecho, hacia arriba.
—¿Celoso, Max?
—¿Porque aclaman a «Multivac»? ¿Porque «Multivac» es la gran heroína de la humanidad en esta guerra? —El rostro seco de Jablonsky adoptó una expresión de aparente desdén—. ¿A mí qué me importa? Si eso les satisface, dejad que «Multivac» sea la máquina que ganó la guerra.
Henderson miró a los otros dos por el rabillo del ojo. En ese breve descanso que los tres habían buscado instintivamente en el rincón tranquilo de una metrópoli enloquecida, en ese entreacto entre los peligros de la guerra y las dificultades de la paz, cuando, por un momento, todos se encontraban acabados, solamente sentía el peso de la culpa.
De pronto fue como si aquel peso fuera difícil de soportar por más tiempo. Había que desprenderse de él, junto con la guerra: pero ¡ya!
—«Multivac» —declaró Henderson— no tiene nada que ver con la victoria. Es solamente una máquina.
—Sí, pero grande —replicó Smith.
—Entonces, solamente una máquina grande no mejor que los datos que la alimentaban. —Por un momento se detuvo, impresionado él mismo por lo que acababa de decir.
Jablonsky le miró, sus dedos gruesos buscaron de nuevo un cigarrillo y otra vez dieron marcha atrás.
—¿Quién mejor que tú para saberlo? Le proporcionaste los datos. ¿O es que quieres quedarte con el mérito tú solo?
—No —contestó Henderson, —furioso—, no hay méritos. ¿Qué sabes tú de los datos que utilizaba «Multivac», predigeridos por cien computadoras subsidiarias de la Tierra, de la Luna y de Marte, incluso de Titán? Con Titán siempre retrasado dando la impresión de que sus cifras introducirían una desviación inesperada.
—Haría enloquecer a cualquiera —dijo Swift con sincera simpatía.
Henderson sacudió la cabeza:
—No era sólo eso. Admito que hace ocho años, cuando reemplacé a Lepont como jefe de Programación, me sentí nervioso. En aquellos días todas esas cosas eran excitantes. La guerra era aún algo lejano, una aventura sin peligro real. No habíamos llegado al punto en que fueran las naves dirigidas las que se hicieran cargo y en que los ingenios interestelares pudieran tragarse a un planeta completo si se les lanzaba correctamente. Pero cuando empezaron las verdaderas dificultades… —Rabioso, pues al fin podía permitirse ese lujo, masculló—: De eso no sabéis nada.
—Bien —contemporizó Swift—, cuéntanoslo. La guerra ha terminado. Hemos ganado.
—Sí —asintió Henderson. Tenía que recordar que la Tierra había ganado y todo había salido bien—. Pues los datos resultaron inútiles.
—¿Inútiles?
—¿Quieres decir literalmente inútiles? —preguntó Jablonsky.
—Literalmente inútiles. ¿Qué podías esperar? El problema con vosotros dos era que estabais en medio de todo. Nunca salisteis de «Multivac», ni tú ni Max. El señor director no dejó nunca la Mansión salvo para hacer visitas de estado donde veía exactamente lo que querían que viera.
—Pero yo no estaba ciego —cortó Swift—, como quieres dar a entender.
—¿Sabe hasta qué extremo los datos concernientes a nuestra capacidad de producción, a nuestro potencial de medios, a nuestra mano de obra especializada, a todo lo importante para el esfuerzo bélico no eran de fiar, ni se podía contar con ellos durante la última mitad de la guerra? Los jefes de grupo tanto civiles como militares no tenían otra obsesión que proyectar su buena imagen, por decirlo así, oscureciendo lo malo y ampliando lo bueno. Fuera lo que fuera lo que pudieran hacer las máquinas, los hombres que las programaban y los que interpretaban los resultados sólo pensaban en su propia piel y en los competidores que había que eliminar. No había modo de parar eso. Lo intenté y fracasé.
—Naturalmente —le consoló Swift—. Comprendo que lo hicieras.
Esta vez Jablonsky decidió encender el cigarrillo:
—Pero yo imagino que tú proporcionaste datos a «Multivac» al programarlo. No nos hablaste para nada de ineficacia.
—¿Cómo podía decirlo? Y si lo hubiera hecho, ¿cómo podían creerme? —preguntó Henderson desesperado—. Nuestro esfuerzo de guerra estaba acoplado a «Multivac». Era un arma tremenda porque los denebianos no tenían nada parecido. ¿Qué otra cosa mantenía en alto nuestra moral sino la seguridad de que «Multivac» predeciría y desviaría cualquier movimiento denebiano y dirigiría nuestros movimientos? Después de que nuestro ingenio espía instalado en el hiperespacio fue destruido carecíamos de datos fiables sobre los denebianos para alimentar a «Multivac» y no nos atrevimos a publicarlo.
—Cierto —dijo Swift.
—Bien —prosiguió Henderson—. Pero si le hubiera dicho que los datos no eran de fiar, ¿qué hubiera podido hacer sino remplazarme y no creerme? No lo podía permitir.
—¿Qué hiciste? —quiso saber Jablonsky.
—Puesto que la guerra se ha ganado, os diré lo que hice. Corregí los datos.
—¿Cómo? —preguntó Swift.
—Intuitivamente, supongo. Les fui dando vueltas hasta que me parecieron correctos. Al principio casi no me atrevía. Cambiaba un poco aquí, otro poco allí para corregir lo que eran imposibilidades obvias. Al ver que el cielo no se nos caía encima, me sentí más valiente. Al final apenas me preocupaba. Me limitaba a escribir los datos precisos a medida que se necesitaban. Incluso hice que el anexo de «Multivac» me preparara datos según un plan de programación privada que inventé a ese propósito.
—¿Cifras al azar? —preguntó Jablonsky.
—En absoluto. Introduje el número de desviaciones necesarias.
Jablonsky sonrió. Sus ojillos oscuros brillaron tras sus párpados arrugados.
—Por tres veces me llegó un informe sobre utilización no autorizada del anexo, y le dejé pasar todas las veces. Si hubiera importado le habría seguido la pista descubriéndote, John, y averiguando así lo que estabas haciendo. Pero, naturalmente, nada sobre «Multivac» importaba en aquellos días, así que te saliste con la tuya.
—¿Qué quiere decir que no importaba nada? —insistió Henderson, suspicaz.
—Nada importaba nada. Supongo que si te lo hubiera dicho entonces te habría ahorrado tus angustias, pero también si tú te hubieras confiado a mí, me habrías ahorrado las mías. ¿Qué te hizo pensar que «Multivac» funcionaba bien, por muy furiosos que fueran los datos con que la alimentabas?
—¿Que no funcionaba bien? —exclamó Swift.
—No del todo. No para fiarse. Al fin y al cabo, ¿dónde estaban mis técnicos en los últimos años de la guerra? Te lo diré, alimentaban computadoras de mil diferentes aparatos especiales. ¡Se habían ido! Tuve que arreglarme con chiquillos en los que no podía confiar y veteranos anticuados. Además, ¿creen que podía fiarme de los componentes en estado sólido que salían de Criogenética en los últimos años? Criogenética no estaba mejor servido de personal que yo. Para mí, no tenía la menor importancia que los datos que estaban siendo suministrados a «Multivac» fueran o no fiables. Los resultados no lo eran. Yo lo sabía.
—¿Qué hiciste? —preguntó Henderson.
—Hice lo que tú, John. Introduje datos falsos. Ajusté las cosas de acuerdo con la intuición… y así fue como la máquina ganó la guerra.
Swift se recostó en su sillón y estiró las piernas.
—¡Vaya revelaciones! Ahora resulta que el material que se me entregaba para guiarme en mi capacidad de «tomar decisiones» era una interpretación humana de datos preparados por el hombre. ¿No es verdad?
—Eso parece —afirmó Jablonsky.
—Ahora me doy cuenta de que obré correctamente al no confiar en ellos —declaró Swift.
—¿No lo hiciste? —insistió Jablonsky que, pese a lo que acababa de oír consiguió parecer profesionalmente insultado.
—Me temo que no. A lo mejor «Multivac» me decía: «Ataque aquí, no ahí»; «haga esto, no aquello»; «espere, no actúe». Pero nunca podía estar seguro de si lo que «Multivac» parecía decirme, me lo decía realmente; o si lo que realmente decía, lo decía en serio. Nunca podía estar seguro.
—Pero el informe final estaba siempre muy claro, señor —objetó Jablonsky.
—Quizá lo estaría para los que no tenían que tomar una decisión. No para mí. El horror de la responsabilidad de tales decisiones me resultaba intolerable y ni siquiera «Multivac» bastaba para quitarme ese peso de encima. Pero lo importante era que estaba justificado en mis dudas y encuentro un tremendo alivio en ello.
Envuelto en la conspiración de su mutua confesión, Jablonsky dejó de lado todo protocolo:
—Pues, ¿qué hiciste, Lamar? Después de todo había que tomar decisiones.
—Bueno, creo que ya es hora de regresar pero… os diré primero lo que hice. ¿Por qué no? Utilicé una computadora, Max, pero una más vieja que «Multivac», mucho más vieja.
Se metió la mano en el bolsillo en busca de cigarrillos y sacó un paquete y un puñado de monedas, antiguas monedas con fecha de los primeros años antes de que la escasez del metal hubiera hecho nacer un sistema crediticio sujeto a un complejo de computadora.
Swift sonrió con socarronería:
—Las necesito para hacer que el dinero me parezca sustancial. Para un viejo resulta difícil abandonar los hábitos de la juventud.
Se puso un cigarrillo entre los labios y fue dejando caer las monedas, una a una, en el bolsillo. La última la sostuvo entre los dedos, mirándola sin verla.
—«Multivac» no es la primera computadora, amigos, ni la más conocida ni la que puede, eficientemente, levantar el peso de la decisión de los hombros del ejecutivo. Una máquina ganó; en efecto, la guerra, John; por lo menos un aparato computador muy simple lo hizo; uno que utilicé todas las veces que tenía que tomar una decisión difícil.
Con una leve sonrisa lanzó la moneda que sostenía. Brilló en el aire al girar y volver a caer en la mano tendida de Swift. Cerró la mano izquierda y la puso sobre el dorso. La mano derecha permaneció inmóvil, ocultando la moneda.
—¿Cara o cruz, caballeros? —dijo Swift.
“My Son, the Physicist!”
Su cabello era claro de un color verde manzana, muy apagado, muy pasado de moda. Se notaba que tenía buena mano con el tinte, como hace treinta años, antes de que se pusieran de moda los reflejos y las mechas.
Una sonrisa dulce cubría su rostro y una mirada tranquila convertía cierta vejez en algo sereno.
Y, en comparación, convertía en caos la confusión que la rodeaba en aquel enorme edificio gubernamental.
Una chica pasó medio corriendo a su lado, se detuvo y la observó con una mirada vacía y sorprendida.
—¿Cómo ha entrado?
—Estoy buscando a mi hijo, el físico.
La mujer sonrió.
—Su hijo, el…
—En realidad es ingeniero de Comunicaciones. El físico en jefe Gerard Cremona.
—El doctor Cremona. Bueno, está… ¿Dónde está su pase?
—Aquí lo tiene. Soy su madre.
—Bueno, señora Cremona, no lo sé. Tengo que… Su despacho está por ahí. Pregúnteselo al primero que encuentre. —Se alejó medio corriendo.
La señora Cremona movió la cabeza lentamente. Supuso que había ocurrido alguna cosa. Esperaba que Gerard estuviera bien. Oyó voces al otro extremo del pasillo y sonrió contenta. Pudo distinguir la de Gerard.
—Hola, Gerard —dijo al entrar en la habitación.
Gerard era un hombre grande que lucía todavía una buena cabellera en donde empezaban a verse las canas que no se molestaba en teñir. Dijo que estaba demasiado ocupado. Ella se sentía muy orgullosa de él y del aspecto que tenía.
En aquel momento, hablaba en voz muy alta con un hombre vestido con atuendo militar. No pudo distinguir el rango pero sabía que Gerard podía manejarlo bien.
Gerard levantó la vista y dijo:
—¿Qué quiere…? ¡Madre! ¿Qué haces aquí?
—Quedamos que vendría hoy a verte.
—¿Es jueves hoy? Oh, Dios, lo había olvidado. Siéntate, mamá, ahora no puedo hablar. Cualquier sitio. Cualquier sitio. Mire, general.
El general Reiner miró por encima del hombro y con una mano le tocó la espalda.
—¿Su madre?
—Sí.
—¿Tendría que estar aquí?
—En este momento, no, pero yo me hago responsable de ella. Ni siquiera sabe leer un termómetro de modo que no entenderá nada de todo esto. Mire, general. Están en Plutón. ¿Lo entiende? Están allí. Las señales de radio no pueden ser de origen natural de modo que deben proceder de seres humanos, de nuestros hombres. Tendrán que admitirlo. De todas las expediciones que hemos enviado más allá del cinturón de asteroides, una ha conseguido llegar. Y están en Plutón.
—Sí, comprendo lo que está diciendo, ¿pero no sigue siendo imposible? Los hombres que están ahora en Plutón salieron hace cuatro años con un equipo que no podía mantenerles con vida más de un año. Así es como lo veo yo. Su objetivo era Ganímedes y parecen haber recorrido ocho veces esa distancia.
—Exactamente. Y nosotros tenemos que averiguar cómo y por qué. Puede…, puede simplemente… que hayan conseguido ayuda.
—¿Qué clase de ayuda? ¿Cómo?
Cremona apretó con fuerza las mandíbulas como si estuviera rezando interiormente.
—General —dijo—, estoy poniéndome en una situación precaria pero es remotamente posible que hayan recibido la ayuda de seres no humanos. Extraterrestres. Tenemos que averiguarlo. No sabemos cuánto tiempo puede mantenerse el contacto.