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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (108 page)

BOOK: Cuentos completos
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—Eres cruel al decirme “falsa” —dijo Alice entre sollozos—. No puedo entenderlo.

—Claro que no —dijo el profesor Johns, que había estado escuchando con gran consternación, después de dar explicaciones a Nitely—. Apenas si ella podrá entenderlo. Es simplemente una manifestación endocrinológica.

—Por supuesto que lo es —dijo Nitely, luchando con sus manifestaciones endocrinológicas—. Eso, eso, mi… mi querida. —Tocó la cabeza de Alice de una manera muy paternal y cuando ella levantó su atractivo rostro hacia él, desfalleciente, consideró si podría ser considerado un gesto paternal, o de buen vecino, presionar esos labios con los suyos, con pasión pura.

Pero Alexander lloró, con el corazón desesperado:

—Eres falsa, falsa… falsa como Crésida —y salió disparado de la habitación.

Y Nitely se habría marchado detrás de él, pero Alice lo había sujeto del cuello y posado sobre sus labios un beso que no era para nada el de una hija.

No era ni siquiera el de una vecina.

Llegaron a la pequeña casa de soltero de Nitely, con su serio cartel de Justicia de Paz en viejas letras inglesas, con su aire de paz melancólica, su serenidad, con su pequeño hogar sobre el que el brazo izquierdo de Nitely colocó la pequeña pava (el brazo derecho estaba firmemente aferrado por Alice, quien, con la astucia que da los años, había elegido ese como el método seguro de hacer imposible una repentina escapada de él a través de una puerta)

El estudio de Nitely podía verse a través de la puerta abierta del comedor, con los muros cubiertos de libros de estudio y entretenimiento.

Otra vez, la mano de Nitely (su mano izquierda) fue a la frente.

—Mi querida —dijo a Alice—, es asombrosa la manera… si pudieras aflojar apenas un poco, mi niña, de modo que la circulación se restablezca… la manera en que persiste en parecerme que esto ya ha ocurrido antes.

—Seguramente nunca antes, mi amado Nicholas —dijo Alice, inclinando la rubia cabeza sobre su hombro, y sonriéndole con una tímida ternura que hacía su belleza tan hechicera como el brillo de la luna sobre aguas tranquilas—, no puede haber existido un mago moderno tan maravilloso como nuestro inteligente profesor Johns, un brujo tan moderno.

—Un brujo tan… —Nitely se enderezó tan de repente que levantó a Alice una pulgada del piso—. Claro, eso debe ser. Que el demonio me lleve si no ha sido así. (En algunas escasas ocasiones, y bajo la presión de emociones fuerte, Nitely utilizaba lenguaje grosero)

—Nicholas. ¿Qué pasa? Me asustas, querubín.

Pero Nitely caminó rápidamente hacia su estudio y ella tuvo que correr tras él. Su rostro estaba pálido, los labios apretados, mientras tomaba un libro del estante y soplaba el polvo de manera reverente.

—Ah, —dijo con tristeza—, cómo he olvidado mis inocentes alegrías de juventud. Mi niña, en vista de la continuada incapacidad de mi brazo derecho, ¿serías tan gentil y pasar las páginas hasta que te diga que te detengas?

Juntos se arreglaron, en algo como un acuerdo prenucpial, él sujetando el libro con su brazo izquierdo, ella dando vuelta las páginas con el derecho.

—¡Estoy en lo cierto! —dijo Nitely con repentina energía—. Profesor Johns, mi amigo, venga aquí. Es la más asombrosa coincidencia… un atemorizante ejemplo de esos poderes misteriosos que nos sacuden con ocultos propósitos.

El profesor Johns, quien se había preparado su propio té y lo estaba sorbiendo lentamente, como correspondía a un discreto caballero de hábitos intelectuales en presencia de dos ardientes amantes que se habían retirado a la habitación contigua, respondió:

—Realmente, ¿desea mi presencia?

—Claro que sí, señor. Recurro a una consulta respecto de sus asuntos científicos.

—Pero está en una posición…

—¡Profesor! —gritó Alice, desmayada.

—Mil perdones, mi querida —dijo el profesor Johns entrando—. Mi viejo y enredado cerebro está lleno de fantasías ridículas. Hace tiempo que… —y terminó de un solo trago el té (que lo había preparado fuerte) y se recuperó.

—Profesor —dijo Nitely—. Esta querida niña hizo referencia a usted como un brujo moderno y eso llevó inmediatamente mi cabeza a El Brujo, de Gilbert y Sullivan.

—¿Qué —preguntó el profesor Johns suavemente—, son Gilbert y Sullivan?

Nitely levantó la vista hacia arriba, como con intención de calcular la dirección del relámpago inevitable y evitarlo. Dijo, en un áspero susurro:

—Sir William Schwenck Gilbert y sir Arthur Sullivan escribieron, respectivamente, la letra y la música de las mejores comedias musicales que el mundo jamás vio. Una de éstas se titulaba El brujo. En ella, también, era empleado un filtro: uno de alta moral que no afectaba a personas casadas, pero que logró alejar a la heroína de su hermoso amante hacia los brazos de un hombre mayor.

—Y —preguntó el profesor Johns—, ¿podían los sujetos recordarlo?

—Bueno, no realmente, mi querida, los movimientos de tus dedos en la región de la nuca, mientras me brindan un cúmulo de sensaciones innegablemente placenteras, realmente me distraen. —Hay una reunión de los amantes jóvenes, profesor.

—Ah —dijo el profesor Johns—. Entonces, en vista de la semejanza tan cerrada entre la ficción y la vida real, es posible que la solución en la comedia podría ayudar a reunir a Alice y a Alexander. Al menos, creo que usted no desea ir por la vida con su brazo permanentemente inutilizable.

—No deseo ser reunida —dijo Alice—. Solamente quiero a mi Nicholas.

—Habría algo que decir a ese refrescante punto de vista —dijo Nitely—, pero, huh, la juventud debe ser atendida. Hay una solución en la comedia, profesor Johns, y es por esa razón que particularmente he querido hablar con usted. —Sonrió con una suave benevolencia—. En la comedia, los efectos de la poción eran completamente neutralizados por las acciones del caballero que administró la poción en primer lugar: en otras palabras, el caballero análogo con usted.

—¿Y esas acciones eran?

—¡Suicidio! ¡Simplemente eso! De alguna manera no explicada por los autores, el efecto de este suicidio fue el de romper el…

Pero el profesor Johns había recuperado el equilibrio y decía en el tono más sepulcral que se podía imaginar:

—Mi querido señor, puedo asegurar que, a pesar del afecto que siento por los jóvenes envueltos en este triste dilema, no puedo, bajo ninguna circunstancia, consentir en una auto inmolación. Ese proceder puede ser extremadamente eficaz en conexión con pociones de amor de origen ordinario, pero mi principio amatogénico, puedo asegurar, será definitivamente no afectado por mi muerte.

—Me lo temía —suspiró Nitely—. Y como comentario al margen, el final de la comedia es muy pobre, posiblemente el más pobre de la serie —y miró hacia arriba en una muda apología al espíritu de William S. Gilbert—. Está sacado de un sombrero. No está bien fundamentado dentro de la obra. Castiga a un hombre que no merece ser castigado. Además, es completamente indigno del poderoso genio de Gilbert.

—Es posible —dijo el profesor Johns— que no haya sido de Gilbert. Tal vez algún chapucero intervino y fastidió el trabajo.

—No hay constancia de ello.

Pero el profesor Johns, con la mente científica excitada por un enigma no resuelto, dijo:

—Podemos probarlo. Estudiemos la mente de este… este Gilbert. Escribió otras comedias, ¿verdad?

—Catorce, en colaboración con Sullivan.

—¿Hay otros finales que resuelven situaciones análogas de maneras que son más apropiadas?

Nitely asintió.

—Una, ciertamente. Hay una Ruddigore.

—¿Quién fue?

—Ruddigore es un lugar. El personaje principal es revelado como el verdadero barón maligno de Ruddigore y está, por supuesto, bajo una maldición.

—De eso estaría seguro —murmuró el profesor Johns, quien se dio cuenta de la eventualidad de que frecuentemente acontecía a los malos barones que les servían bien.

—La maldición —siguió diciendo Nitely— le impulsaba a cometer un crimen o más por día. No podía pasar un día sin un crimen, o moriría en medio de una agonía llena de torturas.

—Qué horrible —murmuró Alice.

—Naturalmente —dijo Nitely—, nadie puede pensar un crimen por día, de modo que nuestro héroe estaba obligado a utilizar su ingenuidad para burlar la maldición.

—¿Cómo?

—Él razonó: si deliberadamente se rehusaba a cometer un crimen, estaba causándose la muerte por sus propios actos. En otras palabras, estaba suicidándose, y el suicidio es, por supuesto, un crimen… de modo que él cumplía con las condiciones de la maldición.

—Ya veo, ya veo —dijo el profesor Johns—. Es obvio que Gilbert cree en la resolución de los asuntos llevándolos hasta sus conclusiones lógicas —Cerró los ojos, y su noble frente claramente se hinchaba con las olas de numerosos pensamientos que contenía.

Abrió sus ojos.

—Nitely, viejo amigo, ¿cuándo se dio por primera vez El Brujo?

—En mil ochocientos setenta y siete.

—Entonces es eso, mi querido amigo. En mil ochocientos setenta y siete estamos en la época victoriana. La institución del matrimonio no era cuestión de los escenarios. No era un asunto cómico en aras del argumento. El matrimonio era santo, espiritual, un sacramento…

—Ya es suficiente —dijo Nitely— de esta retórica. ¿Qué tiene en mente?

—Matrimonio. Cásate con la chica, Nitely. Casa a todas las parejas, y eso será todo. Creo que era la solución original de Gilbert.

—Pero eso —dijo Nitely, extrañamente atraído por el concepto— es precisamente lo que tratamos de evitar.

—Yo no —dijo Alice rotunda (aunque no estaba rotunda, sino, por el contrario, encantadoramente ágil y delgada)

—¿No lo ve? —preguntó el profesor Johns—. Una vez que cada pareja se haya casado, el principio amatogénico… que no afecta a personas casadas… pierde su poder sobre ellos. Aquellos que han estado enamorados sin la ayuda del principio, permanecen enamorados; aquellos que no, no seguirán enamorados… y en consecuencia se requiere una anulación.

—Cielo santo —dijo Nitely—. Admirablemente simple. ¡Por supuesto! Gilbert debe haber intentado eso hasta que un productor teatral… un chapucero como ha dicho usted… le obligó a cambiar.

—¿Y funcionó? —pregunté—. Después de todo, mencionaste que el profesor había dicho que el efecto sobre los casados era el de inhibir las relaciones extrama…

—Funcionó —dijo Nitely, ignorando mi comentario. Una lágrima tembló en sus pestañas, pero si estaba inducida por sus recuerdos, o por el hecho de que ya estaba en su cuarto gin con tónica, no puedo decirlo.

—Funcionó —dijo—. Alice y yo nos casamos, y nuestro matrimonio fue casi instantáneamente anulado por mutuo consentimiento sobre la base de la presión indebida. Y aún, a causa del incesante acompañamiento del que éramos objeto, el incidente de la presión indebida entre nosotros fue, afortunadamente, virtualmente cero —suspiró otra vez—. De cualquier manera, Alice y Alexander se casaron pronto, y entiendo que ella, como resultado de varios eventos consecuentes, está esperando un niño.

Quitó los ojos de la profundidad que le dejaba el trago, y se sobresaltó, con repentina alarma.

—¡Dios me libre! Ella, otra vez.

Levanté la vista, asombrado. Una visión en azul pastel estaba en la puerta. Imagina, si lo deseas, un hermoso rostro hecho para ser besado; un cuerpo divino hecho para ser amado.

Ella dijo:

—¡Nicholas! ¡Espera!

—¿Es esa Alice? —pregunté.

—No, no. Eso es alguien más: una historia completamente diferente… Pero no debo permanecer aquí

Se levantó, y con una agilidad notable en alguien de tan avanzada edad y de tanto peso, salió por la ventana. La visión femenina del deseo, con una agilidad apenas menos notable, lo siguió.

Sacudí mi cabeza con simpatía. Era obvio que el pobre hombre era continuamente perseguido por esas beldades quienes, por una razón u otra, se enamoraban de él. Pensando en su horrible destino, terminé mi trago y consideré el hecho de que esas dificultades nunca me habían preocupado.

Y en ese pensamiento, extraño de contar, ordené otro trago, y una exclamación subió a mis labios, sin control.

Cuarta generación (1959)

“Unto the Fourth Generation”

A las diez de la mañana, Sam Marten se afanaba por bajarse del taxi, tratando, como de costumbre, de abrir la puerta con una mano, asir su maletín con la otra y alcanzar la cartera con una tercera. El trabajo se le hacía difícil ya que sólo tenía dos manos y, de nuevo como de costumbre, golpeó ruidosamente con su rodilla contra la puerta del taxi y se encontró todavía buscando a tientas y en vano su cartera cuando ya sus pies se habían posado en la acera.

El tráfico en Madison Avenue era poco fluido. Un camión rojo redujo de mala gana su ya lenta marcha para luego seguir avanzando con estrépito una vez que el semáforo hubo cambiado. Unas letras blancas en uno de sus lados informaban al insensible mundo que era propiedad de «F. Lewkowitz e Hijos, Mayoristas de tejidos».

«Levkowich», pensó Marten fugaz e intrascendentemente, y luego sacó su cartera. Lanzó una ojeada al taxímetro mientras sujetaba su maletín bajo el brazo. Un dólar con sesenta y cinco más veinte centavos de propina hacía que se le fueran prácticamente dos billetes sueltos lo que le dejaría sólo con uno para una emergencia, por lo que era mejor cambiar un billete de cinco.

—Bien —dijo—, cóbrese uno ochenta y cinco, amigo.

—Gracias —dijo el taxista de forma mecánica y falto de sinceridad a la vez que le daba el cambio. Marten fue metiendo apretadamente los tres billetes sueltos en su cartera, la guardó, cogió el maletín y se enfrentó a la masa de gente que circulaba por la acera hasta alcanzar las puertas de cristal del edificio.

«¿Levkovich?», pensó repentinamente, y se detuvo. Un transeúnte chocó con su codo.

—Perdón —dijo entre dientes Marten y se dirigió de nuevo hacia la puerta.

¿Levkovich? Eso no era lo que el letrero del camión ponía. El nombre que había leído era Lewkowitz. ¿Por qué «pensó» él en Levkovich? Entendía lo de cambiar la uve doble por uve por lo del alemán en la Universidad en un pasado cercano, pero, ¿de dónde había sacado el «ich»?

¿Levkovich? Quitó importancia a todo aquel asunto de forma brusca. Si seguía pensando en ello, iba a obsesionarle y perseguirle como el retintín de una canción del «Hit Parade».

Concentración en los negocios. Estaba allí a causa de una cita para comer con aquel hombre, Naylor. Estaba allí para convertir un contrato en una cuenta y empezar, a sus veintitrés años, el fluido ascenso en los negocios que, tal como había planeado, lo llevaría a casarse con Elizabeth al cabo de dos años y que lo convertiría en un pater familias en un barrio de las afueras de la ciudad al cabo de diez.

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