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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (107 page)

BOOK: Cuentos completos
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El profesor dijo, con algo de soberbia:

—Dejadme explicar que mi hormona, o mi principio amatogénico, como yo lo llamo… —(ya que él, como muchos de los científicos prácticos, disfrutaba de un apropiado desprecio por las bondades enrarecidas de la filología clásica)

—Llámelo filtro de amor, profesor —dijo Alice, con un tierno suspiro.

—Mi principio amatogénico cortical —dijo con severidad el profesor Johns—, no tiene efecto sobre personas casadas. La hormona no puede trabajar si está inhabilitada por otros factores, y el estar casado es un factor que inhibe el amor.

—Vaya, lo he escuchado —dijo, serio, Alexander—, pero intento refutar tan insensible creencia en el caso de mi Alice.

—Alexander —dijo Alice—. Mi amor.

—Quiero decir —dijo el profesor—, que el matrimonio inhibe el amor extramatrimonial.

Alexander dijo:

—Vaya, ha llegado a mis oídos que algunas veces no es así.

—¡Alexander! —dijo Alice, molesta.

—Solamente en raras ocasiones, mi querida, entre quienes no han asistido a un colegio.

—El matrimonio puede no inhibir una cierta atracción sexual insignificante —dijo el profesor—, o algunas tendencias de menor importancia, pero el verdadero amor, cuya emoción ha expresado Miss Sanger, es algo que no puede florecer cuando la memoria de una austera esposa y unos niños desagradables molestan el subconsciente.

—Lo que usted quiere decir —dijo Alexander—, es que si le diese indiscriminadamente el filtro de amor… perdone, el principio amatogénico a una cantidad de personas, ¿solamente las solteras serían afectadas?

—Eso es lo correcto, lo he experimentado con algunos animales que, aunque no utilizan concientemente ritos maritales, tienen formas de unión monogámicas. Y esos que ya tenían pareja no fueron afectados.

—Entonces, profesor, tengo una idea perfectamente espléndida. Mañana por la noche en el Baile de los Mayores aquí en el Colegio. Habrá al menos cincuenta parejas presentes, la mayor parte solteros. Ponga el filtro en el ponche.

—¿Qué? ¿Estás loco?

Pero Alice se había prendido de la idea.

—Vamos, es una idea estupenda, profesor. ¡Pensar que todos mis amigos se sentirán como yo me siento! Profesor, será como un ángel del cielo… Pero, ¡oh! Alexander, ¿supones que los sentimientos se pondrán un poco descontrolados? Algunos de nuestros compañeros de colegio son algo salvajes y con el calor del descubrimiento del amor, y podrían, bueno, besar…

El profesor Johns dijo, indignado:

—Mi querida señorita Sanger. No debería permitir que su imaginación se recaliente. Mi hormona induce solamente esos sentimientos que llevan al matrimonio, y no a la expresión de cualquier cosa que se pueda considerar indecorosa.

—Lo siento —murmuró Alice, confundida—. Debí recordar, profesor, que usted es un hombre más moral que conozco… a excepción de mi amado Alexander… y que ninguno de sus descubrimientos llevarían a la inmoralidad.

Se la veía tan cariacontecida que el profesor la perdonó.

—¿Entonces lo hará, profesor? —presionó Alexander—. Después de todo, asumiendo que habrá una repentina urgencia en casarse después de eso, puedo cuidar que esté allí presente Nicholas Nitely, un viejo y apreciado amigo de la familia, con algún pretexto. Es Juez de Paz y puede arreglar fácilmente esas cosas de licencias y demás.

—Apenas puedo estar de acuerdo —dijo el profesor, obviamente menos firme—, en desarrollar ese experimento sin el consentimiento de quienes serán sujetos del mismo. No sería ético.

—Pero solamente les traerá alegría. Usted estará contribuyendo a la atmósfera moral del colegio. Seguramente, por ausencia de la presión hacia el matrimonio, sucede algunas veces aún dentro del colegio que la presión de una continua abstención alimenta cierto peligro de… de…

—Sí, allí está eso —dijo el profesor—. Bueno, prepararé una solución diluida. Después de todo, los resultados pueden impulsar el conocimiento científico de manera contundente y, como has dicho, traerán también moralidad.

Alexander dijo:

—Y, por supuesto, Alice y yo beberemos del ponche también.

Alice dijo:

—Oh, Alexander, un amor como el nuestro no necesita ninguna ayuda.

—Pero no será artificial, alma mía. De acuerdo con el profesor, tu amor comenzó como resultado de un efecto hormonal inducido, lo admito, por métodos más acostumbrados.

Alice se ruborizó.

—Pero entonces, mi único amor, ¿para qué necesitamos la repetición?

—Para quedar a cubierto de cualquier vicisitud del destino, mi cereza.

—Seguro, mi adorado, que no dudas de mi amor.

—No, mi corazón encantado, pero…

—¿Pero? ¿Quiere decir que no confías en mí, Alexander?

—Por supuesto que confía en ti, Alice, pero…

—¿Pero? ¿Otra vez pero? —Alice había enrojecido, furiosa—. Si no puedes confiar en mí, señor, tal vez sea mejor que me vaya… —Y realmente se fue, mientras los dos hombres se la quedaban mirando, atónitos.

El profesor Johns dijo:

—Me temo que mi hormona, casi indirectamente, ha sido ocasión del malogro de un matrimonio más que de su causa.

Alexander tragó, sintiéndose miserable, pero su orgullo lo mantuvo firme.

—Ella volverá —dijo deprimido—. Un amor como el nuestro no se rompe tan fácilmente.

El Baile de los Mayores era, a todas luces, el evento del año. Los jóvenes varones brillaban y las jóvenes mujeres destellaban. La música repicaba y los pies danzantes tocaban el suelo a ratos. La alegría no tenía límites.

O, mejor dicho, casi sin límites en la mayor parte de las personas. Alexander Dexter se paró en un rincón, con los ojos fijos, y la expresión helada. Delgado y buen mozo como era, ninguna mujer se le acercaba. Se sabía que pertenecía a Alice Sanger, y bajo estas circunstancias, ninguna de las chicas del colegio soñaría con cazar en vedado. Pero, ¿dónde estaba Alice?

No había venido con Alexander, y el orgullo de Alexander le había impedido pasar por ella. Por debajo de sus cejas fruncidas, él solamente veía las parejas que circulaban.

El profesor Johns, en ropas muy formales que no le quedaban bien aunque fuesen hechas a medida, se acercó a él. Le dijo:

—Agregaré mi hormona al ponche un poco antes de la medianoche. ¿Está el señor Nitely aún aquí?

—Le vi hace un momento. En su papel de chaperón estaba comprometido en lograr que se mantuviera la apropiada distancia entre los bailarines. Cuatro dedos, creo, en el punto de mayor cercanía. El señor Nitely estaba diligentemente comprobando esas medidas.

—Muy bien. Oh, había olvidado preguntar sobre el ponche, ¿es alcohólico? El alcohol puede afectar adversamente el trabajo del principio amatogénico.

Alexander, a pesar de la tristeza de su corazón, encontró el ánimo de negar la calumnia no intencionada sobre su clase.

—¿Alcohólico, profesor? Este ponche está hecho con los principios firmemente sostenidos por los jóvenes estudiantes del colegio. Contiene solamente jugos de frutas, azúcar refinada, y una cierta cantidad de cáscara de limón… suficiente para estimular, pero sin embriagar.

—Bien —dijo el profesor—. Ahora le he agregado a la hormona un sedante diseñado para poner a dormir a los sujetos del experimento, un corto tiempo mientras la hormona trabaja. Una vez hayan despertado, la primera persona a la que vean… claro, del sexo opuesto… inspirará al individuo un ardor puro y noble que solamente terminará en matrimonio.

Entonces, y como era casi medianoche, caminó entre las parejas felices, todas bailando a cuatro dedos de distancia, hacia el recipiente de ponche.

Alexander, deprimido hasta las lágrimas, salió a un balcón. Mientras lo hacía, extrañaba a Alice, quien ingresaba al salón de baile por otra de las puertas.

—Medianoche —gritó una voz alegre—. ¡A brindar! ¡A brindar! ¡A brindar por la vida que tenemos por delante!

Se aglomeraron alrededor del recipiente del ponche: las pequeñas copas pasaron de mano en mano.

—Por la vida que tenemos por delante —gritaron y con el entusiasmo propio de jóvenes estudiantes tragaron la mezcla de puro jugo de frutas, azúcar, cáscara de limón, con —por supuesto— el sedante principio amatogénico del profesor.

Mientras los vapores se metían en sus cerebros, fueron cayendo lentamente al piso.

Alice se quedó parada, sola, sosteniendo su trago, con los ojos llenos de incontenibles lágrimas.

—Oh, Alexander, Alexander, aunque dudes, aún eres mi único amor. Deseas que beba y beberé —y entonces, graciosamente, se desplomó.

Nicholas Nitely había ido en busca de Alexander porque le interesaba su cálido corazón. Le había visto llegar sin Alice y lo único que pudo imaginar fue que una pelea de amantes había sucedido. No sintió que hubiese ningún problema en dejar que la fiesta siguiese sin él. No era una fiesta de jóvenes salvajes, sino una de buenos colegiales de buenas familias. Podían observar perfectamente lo del límite de los cuatro dedos, como había comprobado.

Encontró a Alexander en el balcón, mirando malhumorado hacia un cielo pleno de estrellas.

—Alexander, muchacho. —Puso su mano sobre el hombro del joven—. No pareces tú mismo. Dejar lugar a la depresión… Bueno, mi joven amigo, bueno.

La cabeza de Alexander giró al sonido de la voz del viejo.

—Es una cobardía, lo sé, pero suspiro por Alice. He sido cruel con ella y he sido tratado con justicia. Y aún, señor Nitely, si pudiera saber… —puso su mano cerrada sobre su pecho, cerca del corazón. No pudo decir más.

—¿Piensas que yo —dijo Nitely con tristeza—, por no estar casado, desconozco las emociones del alma? Te desilusionaré. Ha pasado tiempo desde cuando yo también supe del amor y de corazones rotos. Pero no hagas lo que yo, ni permitas que el orgullo evite la reconciliación. Búscala, mi amigo, búscala y pide disculpas. No te conviertas en un soltero solitario como yo mismo. Pero, disculpa, te estoy presionando.

La espalda de Alexander se enderezó.

—Me dejaré guiar pos sus palabras, señor Nitely. La buscaré.

—Entonces ve adentro. Apenas antes de salir la vi allí.

El corazón de Alexander dio un salto.

—Es posible que ella me esté buscando ahora. Iré… pero no. Vaya usted primero, señor Nitely, mientras me recupero. No quiero que vea mis lágrimas femeninas.

—Por supuesto, mi muchacho.

Nitely se detuvo en la puerta mirando hacia el salón de baile asombrado. ¿Había ocurrido una catástrofe universal? Cincuenta parejas estaban sobre el piso, algunas montadas sobre otras indecorosamente.

Pero antes de decidirse a mirar si estaban muertos, o presionar la alarma de incendios, o llamar a la policía, o algo, se estaban despertando, intentando ponerse de pie.

Solamente una persona quedaba en el piso. Una chica solitaria de blanco, con el brazo doblado debajo de su cabeza. Era Alice Sanger y Nitely se acercó a ella, ignorando el llamado de otros.

Cayó de rodillas.

—Señorita Sanger. Mi querida señorita Sanger. ¿Está herida?

Ella abrió los ojos lentamente y dijo:

—¡Señor Nitely! No me había dado cuenta de que usted es una verdadera visión de hermosura.

—¿Yo? —Nitely miró hacia atrás con horror, pero ella se estaba levantando y tenía en los ojos una luz que Nitely no había visto en treinta años, y aún entonces muy débil.

—Señor Nitely —dijo—, ¿va usted a dejarme?

—No, no —dijo Nitely confundido—. Si me necesita me quedaré.

—Le necesito. Le necesito con toda mi alma y mi corazón. Le necesito como las sedientas flores necesitan el rocío de la mañana. Le necesito a usted como la Tisbe de la antigüedad necesitaba a Píramo.

Nitely, aún queriendo retirarse, miró alrededor para ver si alguien más podía escuchar esta declaración tan inusual, pero nadie más parecía prestar atención. Apenas pudo darse cuenta de que el aire se estaba llenando de otras declaraciones de igual tono, y que algunas eran más directas y enfáticas.

Se quedó con la espalda apoyada contra la pared y Alice se acercó a él tanto que rompió la regla de los cuatro dedos en añicos. Rompió, para decir verdad, la regla de ningún dedo, y ante el resultado de la mutua presión algo indefinido pareció apropiarse de Nitely.

—Señorita Sanger, por favor.

—¿Señorita Sanger? ¿Soy señorita Sanger para ti? —exclamó Alice apasionadamente—. ¡Señor Nitely! ¡Nicholas! Hazme tuya. Alice, tuya. Cásate conmigo. ¡Cásate conmigo!

Todo alrededor era un grito de:

—¡Cásate conmigo. Cásate conmigo!

Y los jóvenes se amontonaron alrededor de Nitely, ya que ellos sabía que era Juez de Paz. Gritaban:

—¡Cásenos, señor Nitely! ¡Cásenos!

Solamente podía responder:

—Necesito vuestras licencias.

Se apartaron para permitirle salir en busca de esos papeles. Solamente Alice le siguió.

Nitely encontró a Alexander en la puerta del balcón y le hizo volver hacia el aire fresco. El profesor Johns se acercó a ellos en ese momento.

—Alexander. Profesor Johns —dijo Nitely—. Algo extraordinario ha ocurrido…

—Sí —dijo el profesor con su apacible rostro brillando de alegría—. El experimento ha sido un éxito. El principio es más efectivo sobre el ser humano, de hecho, que sobre cualquier animal de experimento. —Notando la confusión de Nitely, explicó lo que había ocurrido en frases vibrantes.

Nitely escuchó y murmuró:

—Extraño, extraño. Hay cierta familiaridad en esto.

Presionó su nuca con los nudillos de ambas manos, pero no ayudó.

Alexander se acercó a Alice gentilmente, ansiando estrecharla contra su fuerte pecho, sin conocer aún que ninguna joven permitiría esa expresión emocional de alguien que aún no ha sido perdonado.

—Alice, mi perdido amor —dijo—, si en tu corazón aún puedes encontrar…

Pero se alejó de él, evitando sus brazos aunque expresaban una súplica y dijo:

—Alexander, bebí el ponche. Era tu deseo.

—No debiste. Estaba equivocado, equivocado.

—Pero lo hice, ¡oh! Alexander, y nunca seré tuya.

—¿Nunca serás mía? Pero, ¿qué significa eso?

Y Alice, aferrada al brazo de Nitely ávidamente:

—Mi alma está unida indisolublemente a la del señor Nitely, la de Nicholas, digo. Ya no puedo contener mi pasión por él… o sea, mi pasión por casarme con él. Arrasa mi ser.

—¿Tan falsa eres? —lloró Alexander, sin poder creerlo.

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