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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (103 page)

BOOK: Cuentos completos
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Palideciendo, la señora Hanshaw creyó conveniente poner a la profesora donde le correspondía.

—No creo que sea usted quién para censurarme. Si mi hijo no utiliza la Puerta, es un asunto que nos concierne a mi hijo y a mí. No creo que ninguna ley escolar pueda obligarlo a usar la Puerta, ¿no le parece?

Miss Robbins tuvo tiempo de decir algo antes de que el contacto fuera roto.

—Le he hecho una prueba. Realmente tenía que…

La señora Hanshaw se quedó mirando la blanca pantalla de cuarcina sin verla realmente. Su sentido familiar la puso por unos momentos de parte de Richard. ¿Por qué tenía que servirse de la Puerta si no le gustaba? Luego se sentó a esperar y su orgullo materno comenzó a batirse con la dominante ansiedad de que, a fin de cuentas, algo iba mal en el comportamiento de Richard.

El muchacho llegó a casa con una expresión de desafío en el rostro, pero su madre, echando mano de su auto-control, lo recibió como si nada anormal ocurriera.

Durante semanas siguió ella esta política. «No es nada, se decía a sí misma. Es algo pasajero. Ya se le quitará la manía.»

Aquello quedó como un estado de cosas definitivo. Sin embargo, a veces, quizá durante tres días seguidos, ella bajaba a desayunar y encontraba a Richard esperando taciturno ante la Puerta, para usarla luego que llegaba la hora de ir al colegio. No obstante, ella se guardaba de hacer comentarios.

Siempre que hacía esto y especialmente cuando llegaba a casa a través de la Puerta, su corazón materno se reconciliaba con sus ulteriores preocupaciones y pensaba:

«Bueno, ya se ha recuperado.» Pero al transcurrir un día, dos, tres, el muchacho regresaba como un adicto a la droga y salía silenciosamente por la puerta —con p minúscula— antes que ella se levantara.

Y cada vez que pensaba en chequeos o en psiquiatras, la triunfante visión de la Robbins la detenía, aunque estaba segura de tener motivo suficiente para recurrir a tales soluciones.

Mientras tanto, lo iba sobrellevando lo mejor que podía. El mecano había sido instruido para esperar en la puerta —p minúscula— con un equipo Tergo y una muda. Richard se aseaba y cambiaba de ropa sin resistencia. Su calzado era colocado en una caja y la señora Hanshaw contemplaba sin la menor queja el gasto que representaba La diaria eliminación de camisas. Con los pantalones, sin embargo, se observaba una política de limpieza y sólo al cabo de una semana eran eliminados.

Un día le sugirió que la acompañara a Nueva York. Era más un vago deseo de tenerlo con ella que un plan premeditado. Richard no puso ninguna objeción. Se mostró incluso feliz. Caminó sin vacilar hacía la Puerta y no se detuvo ante ella. Es más, no aparecía en él en aquellos momentos aquella huella de resentimiento que se grabara en su expresión cuantas veces la utilizara últimamente para ir al colegio.

La señora Hanshaw se reunió con él. Esto podía ser una forma de llevarlo de nuevo al uso cotidiano de la Puerta, de modo que recurrió a una fingida ingenuidad para posibilitar que la acompañara el mayor número de veces en sus viajes. Más todavía, estimuló el ánimo de la mujer y se pretextó numerosos viajes innecesarios, como uno emprendido hasta Cantón para presenciar una fiesta china.

Esto había sido un sábado. A la mañana siguiente, Richard marchó directamente hacia la abertura del muro que siempre usaba. La señora Hanshaw, que se había levantado más temprano, fue testigo de ello. Por una vez, venciendo en resistencia, lo llamó.

—¿Por qué no por la Puerta, Dickie?

—Está bien para ir a Cantón —dijo, y salió de la casa.

De manera que el plan acabó en fracaso. Luego, otro día, Richard volvió a casa completamente empapado. El mecano se movía a su alrededor sin atinar qué hacer, y la madre, que acababa de regresar de una visita de cuatro horas sostenida con su hermana en Iowa, gritó:

—¡Richard Hanshaw!

—Se puso a llover —dijo con alicaída expresión perruna—. Todo de golpe, se puso a llover.

Por un momento no pareció reconocer la palabra. Sus días escolares y sus estudios de geografía estaban veinte años más atrás. Y entonces recordó la imagen del agua cayendo fuertemente y sin fin desde el cielo: una loca cascada de agua sin ningún interruptor que la accionase, sin ningún botón que la controlara, sin ningún contacto que la detuviese.

—¿Y has estado fuera en esa lluvia?

—Bueno, mira, mamá, he venido todo lo rápido que he podido. No sabía que iba a llover.

La señora Hanshaw no sabía qué decir. Se sentía descentrada, con la sensación de encontrarse demasiado enojada para colocar las palabras en su sitio.

Dos días más tarde, Richard cogió un resfriado y de su garganta surgía una seca, bronca tos. La señora Hanshaw tenía que admitir que por fin los virus enfermizos se habían colado en su casa, como si fuera ésta una miserable choza de la Edad de Hierro.

De manera que todas estas cosas acumuladas acabaron por romper el caparazón de su orgullo y la llevaron a admitir que, pese a todo, Richard necesitaba el auxilio de un psiquiatra.

La elección de psiquiatra fue llevada a cabo con sumo cuidado. Su primer impulso fue encontrar uno lo más alejado posible. Durante un rato consideró la posibilidad de dirigirse directamente al Centro Médico de San Francisco y escoger uno al azar.

Pero luego se le ocurrió que al hacer eso se convertiría en consultante anónimo. No obtendría mejor trato que si proviniera de los barrios bajos. Ahora bien, si se quedaba en su propia comunidad, su palabra tendría peso…

Consultó el mapa del distrito. Era uno de las excelentes series preparadas por Puertas, Pórticos y Soportes, Sociedad Anónima y distribuidas gratuitamente entre sus clientes. La señora Hanshaw no podía reprimir aquella autodeferencia mientras desplegaba el mapa. No era tan sólo un mero catálogo de las coordenadas de Puertas. Era un mapa puesto al día, con cada edificio cuidadosamente localizado.

¿Y por qué no? El Distrito A-3 era un nombre que hoy día sonaba gratamente en el mundo, un barrio aristócrata. La primera comunidad del planeta que había sido establecida con un completo sistema de Puertas. La primera, la más grande, la más rica, la mejor conocida. No necesitaba fábricas ni almacenes. Ni siquiera necesitaba carreteras. Cada mansión era como un pequeño castillo aislado, cuya Puerta tenía acceso a cualquier lugar del mundo donde hubiera otra Puerta.

Cuidadosamente, repasó la lista de las cinco mil familias del Distrito A-3. Sabía que incluía varios psiquiatras. La profesión estaba bien representada en A-3.

El doctor Hamilton Sloane fue el segundo nombre con el que tropezó y su dedo lo localizó en el mapa. Su oficina estaba apenas a dos millas de la residencia Hanshaw. Le gustaba su nombre. El hecho de que viviera en A-3 era una garantía y evidencia de mérito. Y era un vecino, prácticamente un vecino. Él entendería que se trataba de algo urgente… y confidencial.

Con firmeza, llamó a su oficina para concertar una cita.

El doctor Hamilton Sloane, de no más de cuarenta años, era comparativamente joven. Venía de buena familia y había oído hablar de la señora Hanshaw.

La escuchó con amabilidad y luego dijo:

—Y todo comenzó con la ruptura de la Puerta.

—Exacto, doctor…

—¿Muestra algún miedo hacia las Puertas?

—Claro que no. Qué ocurrencia. —Lo miró sorprendida.

—Es posible, señora Hanshaw, es posible. A fin de cuentas, cuando uno se pone a pensar en cómo funciona una Puerta, es para asustarse realmente. Usted pasa por una Puerta y por un instante sus átomos son convertidos en energía, transmitidos a otro lugar del espacio y devueltos a su forma cotidiana. Por un instante uno deja de estar vivo.

—Estoy segura de que nadie piensa en esas cosas.

—Tal vez su hijo lo haga. Él presenció cómo la Puerta se estropeaba; pudo haberse dicho a sí mismo: ¿Qué ocurriría si la Puerta se estropease justo cuando yo estoy a mitad de camino?

—Pero eso es absurdo… Él todavía usa la Puerta. Ha ido incluso hasta Cantón conmigo; Cantón, en China. Es más, como le he dicho, la ha utilizado una o dos veces por semana para ir al colegio.

—¿Libremente? ¿Con alegría?

—Bueno… —titubeó la señora Hanshaw con resistencia—, no del todo. De veras, doctor, ¿no estamos abusando con tanto especular al respecto? Si usted le hiciera una breve prueba vería dónde está el problema. Claro, eso sería todo. Estoy segura de que se trata de una cosa menor.

El doctor Sloane suspiró. Detestaba la palabra «prueba» y posiblemente no había otra palabra que evitara más.

—Señora Hanshaw —dijo pacientemente—, nada hay que pueda llamarse breve prueba. No ignoro que la sección de pasatiempos de los periódicos y revistas están llenos de tests y cosas como vea-usted-si-es-más-inteligente-que-su-esposa, pero todo eso no son sino paparruchadas.

—¿Lo dice en serio?

—Naturalmente. Las pruebas son muy complicadas y la teoría afirma que traza circuitos mentales. Las células del cerebro se encuentran interconectadas de una gran variedad de maneras. Algunas de las encrucijadas resultantes de esas interconexiones son más usadas que otras. Ellas representan núcleos de pensamiento, tanto consiente como inconsciente. La teoría dice que esas encrucijadas en un sendero dado pueden ser utilizadas para diagnosticar las enfermedades mentales con facilidad y certeza.

—¿Entonces?

—Someterse a una prueba es algo que siempre inquieta, especialmente a un niño. Es una experiencia traumatizante. Lleva al menos una hora. Incluso en ese caso, los resultados deben ser enviados a la Oficina Central Psicoanalítica para su análisis, lo que tarda algunas semanas. Y lo más importante de todo, señora Hanshaw, hay muchos psiquiatras que piensan que la teoría contiene muchos errores.

—Quiere usted decir —dijo la señora Hanshaw apretando los labios— que nada puede hacerse.

—De ningún modo —sonrió el doctor Sloane—. Los psiquiatras han existido siglos antes de inventarse las pruebas. Yo le sugiero que me deje hablar con el chico.

—¿Hablar con él? ¿Eso nada más?

—Acudiré a usted para pedirle información cuando me sea necesaria, pero lo esencial, lo más importante, es hablar con el chico.

—Realmente, doctor Sloane, dudo que él desee hablar de esto con usted. Ni siquiera quiere discutirlo conmigo que soy su madre.

—Eso suele ocurrir a menudo —le aseguró el psiquiatra—. Un niño prefiere hablar antes con un extraño algunas veces. Como fuere, no puedo aceptar el caso de otra manera.

La señora Hanshaw se levantó, no del todo satisfecha.

—¿Cuándo podrá venir, doctor?

—¿Qué le parece el próximo sábado? El chico no tendrá que ir al colegio. ¿Tenían que hacer algo?

—Estaremos a punto.

Hizo una salida llena de dignidad. El doctor Sloane la acompañó a través de la sala de recepción hasta la Puerta de su oficina y esperó mientras pulsaba las coordenadas de la casa de la mujer. La observó mientras ella cruzaba la Puerta. Se convirtió en la mitad de una mujer, luego en un cuarto, un codo y un pie aislados, después nada.

Era aterrador.

Una Puerta que se estropease durante la transmutación, ¿dejaría medio cuerpo aquí y el otro medio allá? Nunca había oído que tal cosa ocurriera, pero nadie podía asegurar que era imposible.

Volvió a su despacho y consultó la hora de su siguiente cita. Era obvio para él que la señora Hanshaw no había quedado muy conforme con la entrevista previa al no haber conseguido la oportunidad de ver usada la prueba psíquica.

¿Por qué, por el amor del cielo, por qué? ¿Por qué algo como la prueba psíquica, pieza de museo y fraude en su opinión, despertaba tanto entusiasmo, tanta confianza entre la gente? Sin duda se debía a la tendencia general hacia las máquinas, el fetichismo maquinista. Sin embargo, nada de cuanto el hombre pudiera hacer lo haría mejor ninguna máquina. ¡Máquinas! ¡Más máquinas! ¡Máquinas para todo! ¡Oh, tempora! ¡Oh, mores!

¡Oh, infierno y condenación!

El odio que sentía hacia la prueba comenzaba a molestarle. Era un miedo al empleo tecnológico, una inseguridad básica de su posición, una mecanofobia, si podía decirse así…

Tomó nota mental de este asunto para discutirlo con su analista.

Las dificultades eran obvias. El chico no era un paciente que hubiera acudido hasta él, más o menos ansioso, para hablar o solicitar ayuda.

Bajo las circunstancias presentes, hubiera sido mejor concertar el primer encuentro con Richard de una manera descomprometida. Habría sido suficiente con presentarse ante él como algo menos que un extraño. Así, en la ocasión siguiente, su presencia seria ya algo familiar al chico. Y luego pasaría a convertirse en un conocido. Y después en un amigo de la familia.

Desgraciadamente, a la señora Hanshaw no le gustaban los procesos largos y meticulosos. Buscaba tan sólo una prueba psíquica y la tenía que encontrar.

Aunque perjudicara al chico. Porque le perjudicaría. De eso estaba completamente seguro.

Por esta razón creyó que debía sacrificar un poco de su cautela y arriesgar una pequeña crisis.

Pasaron diez minutos exentos de confortabilidad antes de decidir que debía intentarlo. La señora Hanshaw mantenía una sonrisa rígida y… lo contemplaba con suspicacia mientras sin duda esperaba alguna mágica palabra. Richard se removía en su asiento, mudo ante los comentarios tanteadores del doctor Sloane, aburrido e incapaz de ocultar su aburrimiento.

—Richard —dijo el doctor Sloane, como quien no quería la cosa—, ¿te gustaría dar un paseo conmigo?

Los ojos del chico se agrandaron y cesó de moverse. Miró directamente al hombre.

—¿Un paseo, señor?

—Sí, dar una vuelta por el exterior.

—¿Sale usted al… exterior?

—A veces. Cuando siento que me hace falta.

Richard se había puesto en píe y contenía un evidente deseo.

—No creía que lo hiciera nadie.

—Pues yo lo hago. Y me gusta hacerlo acompañado.

El chico volvió a sentarse, sin saber qué hacer.

—¿Mamá?

La señora Hanshaw se mantenía rígida en su asiento, con los labios apretados como evitando que se abrieran con horror. Pero se limitó a decir:

—¿Por qué no, Dickie? Pero cuídate. —Y dirigió una rápida y acerada mirada al doctor Sloane.

En cierto sentido el doctor Sloane había mentido. Él no salía al exterior «algunas veces». No había estado al aire libre desde sus días escolares. En realidad, había en él una inclinación deportiva a hacerlo, pero por aquel tiempo comenzaron a proliferar las habitaciones cerradas condicionadas con rayos ultravioleta para jugar al tenis o construir piscinas de natación. Pese a su costo eran mucho más satisfactorias que sus equivalentes externas, dado que éstas estaban expuestas a los elementos y a cuantos gérmenes pudieran contener. No había, pues, ocasión de salir al exterior.

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