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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (351 page)

BOOK: Cuentos completos
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—¿Y qué?

—Que los tiene. Reginald, muchacho, enseñe al señor Dorn su cuaderno de notas del último caso… Vea eso. Eso es El Misterio De Las Piedras Miliarias, y contiene, detalladamente, hasta el menor incidente de su novela… Además, con un año de anterioridad a la publicación del libro. Perfectamente auténtico.

—¿Y qué?

—¿Acaso tiene usted derecho a copiar las notas del cuaderno de De Meister y llamar a la copia una novela original de intriga y asesinato?

—¡Vaya, señor paciente de parálisis mental, ese cuaderno de notas me lo inventé yo!

—¿Quién lo ha dicho? Es la letra de De Meister, como puede demostrar cualquier experto en caligrafía. ¿Y acaso tiene usted un pedazo de papel, un documento o convenio, ya sabe, que le dé derecho a utilizar los cuadernos de notas de otro?

—¿Cómo podría suscribir un convenio con un personaje de ficción?

—¿Qué personaje de ficción?

—Usted y yo sabemos que De Meister no existe.

—Ah, pero ¿y el jurado? ¿Lo sabe? Cuando yo declare que tomé tres píldoras fuertes para el hígado y él no desapareció, ¿qué docena de hombres dirá que no existe?

—Eso es chantaje.

—En efecto. Le doy una semana. O, en otras palabras, siete días.

Graham Dorn se volvió desesperadamente hacia De Meister:

—Usted también es cómplice. Y en mis libros siempre le atribuyo un finísimo sentido del honor. ¿Es honorable esto?

—Mi querido compañero —respondió De Meister, levantando los hombros—. Todo esto y… perseguirle además —Graham se puso en pie—. ¿Adónde va?

—A casa, a escribirle una carta a usted —las cejas de Graham se juntaban en una expresión de desafío—. Y esta vez la echaré al correo. No cedo. Lucharé hasta la última trinchera. Y además, De Meister, venga a fastidiarme una sola vez, y yo le arrancaré la cabeza y derramaré la sangre por todo el traje nuevo de MacDunlap.

El escritor salió con paso firme. Mientras desaparecía por la puerta. De Meister desapareció en la nada.

MacDunlap emitió un ladrido blando; después engulló una píldora para el hígado, otra para los riñones y una cucharada sopera de jarabe para la tos, en rápida sucesión.

Graham Dorn estaba sentado en el recibidor de casa de June, y como había terminado con las uñas hacía rato, empezaba a roerse los primeros nudillos.

En aquel instante, June no estaba allí, y a Graham se le antojaba que así era mejor. Una muchacha entrañable, sí; en realidad era una muchacha dulce y entrañable. Pero no pensaba en ella.

Estaba ocupado en una serie de miasmáticos saltos hacia atrás a lo largo de los seis días precedentes:

«—Oye, Graham, ayer en el club conocí a tu compinche. Ya sabes, a De Meister. Me quedé atónito. Siempre había tenido la idea de que era una especie de Sherlock Holmes que no existía. Me has marcado un tanto, chico. No sabía… ¡En!, ¿Adónde vas?»

«—Eh, Dorn, me han dicho que tu jefe, De Meister, ha regresado a la ciudad. Sin duda pronto tendrás material para otras novelas. ¡Qué suerte, chico, tener quien te dé los argumentos cortados y cosidos! ¿Eh? Bueno, adiós.»

«—Caramba, Graham, ¿dónde estarías anoche? La aventura de Ann no llegaba a ninguna parte sin ti; o al menos no habría llegado si no hubiese sido por De Meister. Él preguntó por ti; me imagino que se sentía desamparado sin su Watson. Ha de ser maravilloso servirle de Watson a un tal… ¡Señor Dorn! ¡Lo mismo le digo a usted, señor!»

«—Me la has jugado buena. Yo pensaba que aquellas locas aventuras te las inventabas. Bien, bien, la verdad es más estrambótica que la ficción. ¡Ja, ja, ja!»

«—Los agentes de policía niegan que el famoso criminalista aficionado Reginald de Meister se haya interesado por este caso. Nuestros reporteros no se han podido poner en contacto con De Meister en persona para pedirle un comentario. De Meister es más conocido por el público a través de sus brillantes soluciones de una docena de crímenes narrados en forma de ficción por su llamado "Watson", Graham Dorn.»

Graham se estremecía y los brazos le temblaban en una espantosa sed de sangre. De Meister le estaba atormentando… pero que muy bien. Estaba perdiendo su personalidad, tal como le había amenazado De Meister.

Poco a poco, Graham fue tomando conciencia de que el ruido monótono de timbre que percibía hacía rato no procedía de su cabeza sino, al contrario, de la puerta de la vivienda.

Tal pareció ser también la opinión de June Billings, cuyo penetrante grito bajó disparado por las escaleras propinando un fuerte «uppercut» a los tímpanos de Graham.

—Eh, tú, drogado, mira quién llama a la puerta antes de que la vibración eche la casa al suelo. Yo bajaré dentro de media hora.

—¡Sí, querida!

Graham arrastró los píes hasta la puerta y abrió.

—Ah, vaya. Saludos —dijo De Meister, pasando adentro.

Los apagados ojos de Graham miraron asombrados; luego despidieron llamas, al mismo tiempo que de sus labios salía una especie de gruñido animal. El escritor adoptó esa postura de gorila tan reconfortante para machos americanos de sangre caliente en momentos como aquél, y se puso a saltar alrededor del detective, que parecía un tanto confundido.

—Mi querido amigo, ¿está enfermo?

—No estoy enfermo —explicó Graham—, pero usted pronto dejará de interesarse por mi estado, porque voy a lavarme las manos con la sangre más roja de su corazón.

—Pero, digo yo, después tendrá que limpiárselas. Sería una huella demasiado evidente, ¿verdad que sí?

—Ya basta de alegre chunga. ¿Tiene alguna última palabra que pronunciar?

—Pues, no en especial.

—Mejor así. Sus últimas palabras no me interesan.

Y entró en acción como el rayo, lanzándose sobre el infortunado De Meister como un elefante macho. El detective le esquivó por la izquierda, lanzó un brazo y un pie, y Graham describió un arco parabólico que terminó con la destrucción total de una mesilla, un jarrón de flores, una pecera y un metro y medio de pared.

Graham parpadeó y se apartó de la ceja izquierda una carpa dorada curiosa.

—Mi querido amigo —murmuró De Meister—, oh, mi querido amigo.

Graham recordó, demasiado tarde, aquel párrafo de Desfile de Pistolas:

Los brazos de De Meister eran dos trallas veloces como el rayo mientras con seguros y rápidos golpes dejaba indefensos a los dos bandidos. No por la fuerza bruta, sino por su profundo conocimiento del judo, los derrotó fácilmente, sin que se le alterase la respiración. Los maleantes gemían de dolor.

Graham gemía de dolor.

Levantó el muslo derecho un par de centímetros para que la cabeza del fémur pudiera resbalar hacia el puesto que le correspondía.

—¿No sería mejor que se levantara, viejo camarada?

—Me quedaré aquí —respondió muy dignamente Graham— y contemplaré el suelo en vista de perfil hasta que me plazca o hasta que me vea capaz de mover un músculo. No me importa cuál. Y ahora, antes de que pase a tomar otras medidas con usted, ¿qué diablos quiere?

Reginald de Meister se ajustó el monóculo con la mayor pulcritud.

—¿Sabe?, creo que el ultimátum de MacDunlap expira mañana.

—Y usted y él también, confío.

—¿No quiere reconsiderar la cuestión?

—¡Ja!

—En verdad —suspiró De Meister—, eso no nos lleva a ninguna parte. Usted me ha procurado una situación muy agradable en este mundo. Al fin y al cabo, en sus libros me ha hecho muy conocido de todos los clubs y los mejores restaurantes; amigo íntimo, ya sabe, del alcalde y el comisario de policía, propietario de un sobreático en Park Avenue y de una magnífica colección de arte. Y todo persiste, viejo amigo. Realmente enternecedor.

—Es notable —murmuró Graham— la atención con que no estoy escuchando y la claridad con que no oigo ni una de las palabras que me dice.

—No obstante —dijo De Meister—, no se puede negar que mi mundo de ficción me conviene más. Es bastante más fascinador, está más libre de la obtusa lógica, más apartado de las necesidades del mundo material. En resumen, debo volver allá, a una participación activa. ¡Tiene tiempo hasta mañana!

Graham canturreó una tonadilla alegre con unas notas desafinadas.

—¿Es una nueva amenaza, De Meister?

—Es la vieja, intensificada. Voy a despojarle hasta del último vestigio de su personalidad. Y con el tiempo, la opinión pública le obligará a escribir como (para parafrasearle a usted mismo) el Comparsa Total de De Meister. ¿No vio la etiqueta que los chicos de la prensa le colocaron el otro día, viejo?

—Sí, señor Cochino de Meister; y ¿no leyó un articulito de media columna en la página diez del mismo periódico? Se lo leeré yo: «Famoso criminalista en 1-A. Entrará pronto en el cuartel, dice la junta de reclutamiento.»

Por un momento. De Meister no hizo ni dijo nada. Luego, una después de otra, hizo las siguientes cosas: se quitó el monóculo pausadamente, se sentó con gesto fatigado, se frotó la barbilla con aire abstraído y encendió un cigarrillo después de un largo y esmerado golpeteo. Cada uno de estos cuatro gestos los reconoció el entrenado ojo de autor de Graham Dorn como representando por sí mismos una profunda conturbación y una gran pena por parte de su personaje.

Y nunca, en ninguno de sus libros, recordaba Graham que De Meister hubiese hecho aquellas cuatro cosas sucesivamente.

Por fin, el detective habló:

—En verdad, no sé por qué había de meter en su último libro oficinas de reclutamiento. Ese afán de someterse a los tópicos, ese endemoniado deseo de seguir las noticias al minuto es la maldición de la novela de intriga. Una verdadera obra de misterio no tiene época; no habría de tener ninguna relación con los acontecimientos corrientes; debería…

—Sólo hay un camino —interrumpió Graham— de librarse del reclutamiento…

—Al menos hubiera podido mencionar que solicitaba un aplazamiento, con el pretexto que fuese.

—Sólo hay un camino —repitió Graham— para librarse del reclutamiento…

—Negligencia criminal —insistió De Meister.

—¡Oiga! Vuélvase a los libros y no le rellenarán de plomo.

—Escríbalos, y me iré.

—Piense en la guerra.

—Piense en su ego.

Dos hombres fuertes estaban enfrentados cara a cara (o lo habrían estado si Graham no se hubiera encontrado todavía en posición horizontal) y ninguno de los dos cedía en nada. ¡Empate!

Pero la dulce y femenina voz de June Billings interrumpió y quebró la tensión:

—¿Puedo preguntar, Graham Dorn, qué haces en el suelo? Hoy lo he barrido y no significa un cumplido para mí eso de que quieras perfeccionar mi trabajo.

—No estoy barriendo el suelo. Si mirases con atención —replicó amablemente Graham—, verías que tu adorado novio yace aquí convertido en un montón de cardenales y un semillero de dolores y sufrimientos.

—¡Has destrozado mi mesita!

—Me he roto la pierna.

—Y mi mejor lámpara.

—Y dos costillas.

—Y la pecera.

—Y la manzana de Adán.

—Y no me has presentado a tu amigo.

—Y la vértebra cervi… ¿Qué amigo?

—Este.

—¡Amigo! ¡Ja, ja!—los ojos se le humedecieron. June era tan joven, tan frágil para entrar en contacto con las duras y brutales realidades de la vida—. Este —murmuró con voz entrecortada— es Reginald de Meister.

Entonces De Meister partió un cigarrillo en dos, gesto preñado de la más profunda emoción.

June dijo pausadamente:

—Vaya… vaya, usted es diferente de como me lo figuraba.

—¿Cómo me imaginaba? —inquirió De Meister, con una modulación de tonos bajos, estremecedores.

—Diferente de como le veo… Era por las aventuras que me habían referido.

—Hasta cierto punto, señorita Billings, usted me recuerda a Letitia Reynolds.

—Lo creo. Graham me dijo que la describía fijándose en mí.

—Una pobre imitación, señorita Billings. Devastadoramente pobre.

Ahora estaban a unos quince centímetros uno del otro, fijos los ojos por una admiración mutua, y Graham soltó un grito penetrante. Se puso en pie de un salto mientras la memoria le golpeaba la frente.

Recordaba un párrafo de El Caso Del Chanclo Enlodado. E igualmente otro de Los Asesinos Floridos. Y también algunos pasajes de La Tragedia De Hartley Manor, Muerte De Un Cazador, Escorpión Blanco y, para decirlo con muy breves palabras, de cada una de las demás obras.

El párrafo decía:

De Meister poseía cierto hechizo que atraía irresistiblemente a las mujeres.

Y June Billings era —como se le había ocurrido pensar con frecuencia a Graham en sus momentos de ocio— una mujer.

Simplemente, la fascinación le manaba, pegajosa, de los oídos hasta cubrir el suelo de una capa de quince centímetros de grosor.

—Sal de esta habitación, June —le ordenó.

—No quiero.

—Tengo que discutir una cosa con De Meister, de hombre a hombre. Exijo que salgas de esta habitación.

—Váyase, por favor, señorita Billings —dijo De Meister.

June titubeó, y con vocecita débil respondió:

—Muy bien.

—Quédate —gritó Graham—. No permitas que te dé órdenes. Exijo que te quedes.

June cerraba la puerta muy dulcemente detrás de sí.

Los dos hombres se enfrentaron. Tanto en los ojos del uno como del otro había ese brillo indicador de que un hombre fuerte ha llegado al límite de su tolerancia. Un brillo de enemistad terca, imperecedera; sin tregua ni cuartel. Era exactamente la clase de situación que Graham Dorn regalaba, de modo invariable, a sus lectores cuando dos hombres fuertes luchaban por una misma mano, un mismo corazón, una misma muchacha.

Los dos exclamaron al unísono:

—¡Hagamos un trato!

Graham dijo:

—Me has convencido, Reggie. Nuestro público nos necesita. Mañana empezaré otra aventura de De Meister. Démonos las manos y olvidemos el pasado.

De Meister tuvo que vencer la emoción que le embargaba. Apoyó la mano en la solapa de Graham.

—Mi querido amigo, soy yo el convencido por tu lógica. No puedo permitir que te sacrifiques por mí. Hay en ti grandes cosas que han de salir al exterior. Escribe tus novelas sobre minas de carbón. Son más importantes que yo.

—No podría, compañero. Después de todo lo que has hecho por mí, no. Mañana empezamos de nuevo.

—Graham, pa… padre mental mío, no puedo permitirlo. ¿Piensas que no tengo sentimientos, sentimientos
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… así, en un sentido espiritual?

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