Cuentos completos (348 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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Pero resultaría aburrido describir el modo en que la tiotimolina evitó, digamos, que la engañasen. Basta decir que no pudimos registrar ni un solo ejemplo de «fallo Heisenberg».

Con el tiempo, claro está, comenzamos a protegernos contra los accidentes ordinarios y disminuyó la proporción de «seudo-fallos». Por ejemplo, colocamos la batería en recipientes cerrados y desecados; pero, durante un seudofallo, estos recipientes se agrietaron y se rompieron.

En nuestro último experimento creímos que nos hallábamos indudablemente ante un «fallo Heisenberg», pero al final, el experimento no quedó reseñado en la literatura científica. Yo intenté en vez de ello, sin éxito, dar cuenta de sus implicaciones a los funcionarios correspondientes. Permítanme que les describa ahora el experimento:

Colocamos la batería en un recipiente de acero soldado después de que había registrado una disolución.

Y mientras esperábamos que llegase el momento en que hubiera que añadir agua, cosa que no pensábamos hacer, cayó sobre Nueva Inglaterra el Huracán Diane. Esto fue en agosto de 1955. El huracán estaba previsto, estaba localizado su curso y estábamos preparados para su llegada. Nueva Inglaterra había sido azotada por varios huracanes en los años 54 y 55 y estábamos acostumbrados a ellos.

Pero, en determinado momento, la Oficina Meteorológica anunció que el peligro había pasado, que el huracán se había desviado hacia el mar. Todos suspiramos con alivio mientras esperábamos el minuto cero.

Sin embargo, si alguno de ustedes estuvo en Nueva Inglaterra aquel día, recordará que la Oficina Meteorológica anunció más tarde que había «perdido» el huracán; se produjeron súbitas alteraciones atmosféricas; cayeron en muchos lugares en el espacio de una hora más de cien litros de lluvia por metro cuadrado; que hubo crecidas en los ríos y se iniciaron amplias inundaciones.

Yo observé aquella lluvia. Era un diluvio. Vi cómo el pequeño río que corría a través de la zona del recinto universitario se convertía en un torrente y comenzaba a inundar los campos y cubrían las líneas de arbustos agitadas sábanas de agua.

Pedí rápidamente un hacha. Uno de mis ayudantes me trajo una, y comentó después que yo parecía tan desquiciado que tenía cierto miedo a que me hubiese convertido en un maníaco homicida.

Abrí a hachazos aquel recipiente de acero. Saqué la batería telecrónica y a la fluctuante y grisácea luz de aquel día azotado por la tormenta, llené una probeta de agua y esperé el minuto cero, preparado para aplicar la dosis correspondiente a la batería en el momento adecuado.

Cuando lo hice, la lluvia amainó y el huracán se desvió.

No es que diga que fuésemos la causa de que volviese el huracán, pero sin embargo… aquella batería tenía que recibir el agua de algún modo; si aquel recipiente de metal hubiese tenido que ser arrastrado por la corriente y roto por el viento y el agua para que ésta llegase a la batería en el momento adecuado, hubiese sucedido así. La disolución original de la unidad final lo había predicho; o bien había previsto mi deliberada alteración del experimento. Elegí esto último.

Como resultado de todo esto, he pensado en lo que sólo puede llamarse una «bomba pacífica». Agentes enemigos trabajando dentro de una nación determinada pueden disponer baterías telecrónicas, y operarlas hasta que se dé el caso en que se disuelva la unidad última. Puede entonces encerrarse esa batería en una cápsula de acero, y colocarla junto a una corriente de agua muy por encima del nivel de ésta. Veinticuatro horas más tarde, ocurrirá inevitablemente una desastrosa inundación, pues sólo así podrá llegar el agua al recipiente. La inundación vendrá acompañada de grandes vientos, porque sólo así podrá romperse el recipiente. No hay duda de que se producirán así daños tan grandes como con el estallido de una bomba H, y sin embargo la batería telecrónica sería una «bomba pacífica», pues su uso no traería represalias y guerra. No habría razón alguna para sospechar que se tratase de algo más que de un acto divino.

Una bomba tal no exigiría gran despliegue tecnológico ni grandes gastos. Podrían disponer de ella hasta las naciones más pequeñas y los grupos de disidentes o revolucionarios más reducidos.

A veces, en mis momentos más morbosos, me pregunto si el diluvio de Noé, huellas del cual se han encontrado recientemente en sedimentos mesopotámicos, no sería provocado por experimentos con tiotimolina realizados por los antiguos sumerios.

Les aseguro, caballeros, que la tarea más urgente que se nos ofrece en este momento es la de convencer a nuestro gobierno para que proponga un control internacional de todas las fuentes de tiotimolina. Esta sustancia es inmensamente útil si se usa adecuadamente; e inmensamente dañina si se usa inadecuadamente.

No se debe permitir que llegue ni un miligramo de ella a manos irresponsables.

¡Les pido, caballeros, que emprendan una cruzada para defender la seguridad del mundo!

Titulo original:
Thiotimoline and the space age
© 1960

Publicado en Analog. Octubre 1960

Traducción de J. M. Álvarez Flórez.

Publicado en Nueva Dimensión nº 73.

¡Autor! ¡Autor! (1964)

“Author! Author!”

Graham Dorn, pensó y no por primera vez, además, que es muy comprometido jurar que desafiarás agua y fuego por una chica, por más que la quieras. A veces ella te coge por tu desdichada palabra.

Esta es una manera de decir que su novia le había sacado de su camino, secuestrado e intimidado para que hablase en la sociedad literaria de una tía solterona. ¡No se rían! No es nada divertido visto desde la tribuna del orador. ¡No les digo nada de algunas caras que tienes que mirar!

Pasando por alto los detalles, a Graham Dorn lo habían echado sobre la tribuna y obligado a ponerse en pie. Él leyó un discurso sobre «El lugar de la novela de misterio en la literatura americana», con voz asustada. Ni siquiera el hecho de que lo hubiera escrito su preciosa June (he ahí parte del soborno para conseguir que lo leyera, en primer lugar) disimulaba el hecho de que aquello era una birria.

Y luego, mientras se encenagaba —hablando en sentido figurado— en su propio charco de sangre mental, las arpías se abalanzaron sobre él; porque, ¡ay!, había llegado el momento de la discusión informal y el variado parloteo femenino.

—Oh, señor Dorn, ¿trabaja usted siguiendo una inspiración? Quiero decir, ¿se sienta y se le ocurre, inmediatamente, una idea? ¿Y tiene que pasarse la noche en vela, bebiendo café, hasta que la ha plasmado?

—Ah, sí. Ciertamente —(Sólo trabajaba de dos a cuatro de la tarde, día sí, día no, y bebía leche.)

—Oh, señor Dorn, usted tiene que entregarse a las pesquisas más extraordinarias para reunir tantos asesinatos extraños. ¿Cuánto tiempo necesita antes de poder escribir un cuento?

—Unos seis meses, en general —(Los únicos libros de referencia que utilizó jamás eran una enciclopedia en seis volúmenes y un almanaque mundial de dos años atrás.)

—Oh, míster Dorn, ¿elaboró su Reginald De Meister según un personaje real? Hubo de hacerlo. Es, ¡oh!, tan convincente hasta en los últimos detalles…

—Lo moldeé según un querido compañero de mí infancia —(Dorn no había conocido en su vida a nadie parecido a De Meister. Vivía en el constante temor de topar con alguien que se le pareciera. Hasta poseía un anillo construido con gran arte que contenía un sutil veneno oriental, para utilizarlo precisamente en caso de que topara con un hombre así. Digámoslo en honor de De Meister.)

Allá, fuera del conglomerado de mujeres, June Billings permanecía en su asiento, sonriendo con asqueroso orgullo de dueña y señora.

Graham se pasó un dedo por el cuello y representó, lo más discretamente que pudo, la pantomima de morir asfixiado. June sonrió, movió la cabeza afirmativamente, le envió un beso, y no hizo nada.

Graham decidió en ese momento vivir una vida austera, solitaria, sin mujeres y no poner, nunca más, en sus narraciones sino personajes femeninos malvados.

Contestaba con monosílabos, alternando los «síes» con los «noes». Sí, alguna vez tomaba cocaína. Estimulaba el impulso creador. No, no creía que pudiera consentir que Hollywood se adueñara de De Meister. Opinaba que los filmes no son auténticas expresiones del verdadero arte. Por otra parte, no eran sino un capricho pasajero. Sí, leería los originales de la señorita Crum, si se los traía. Con muchísimo gusto, además. Leer trabajos de aficionados era divertidísimo; pero los editores son, en verdad tan brutos…

Cuando anunciaron los refrigerios, se produjo el vacío en un santiamén. La cabeza de Graham sólo necesitó una fracción de segundo para serenarse. La masa de feminidad se había condensado en un solo ejemplar, que medía cerca de metro y medio y pesaba unos cuarenta kilos. Graham poseía metro ochenta y ocho, y unos noventa y un kilos de materia humana. Probablemente, habría podido pasarle cuentas sin ninguna dificultad, en particular dándose la circunstancia de que ella tenía los brazos ocupados sosteniendo un paquidermo, o una bolsa. No obstante, le daba cierto reparo, por no decir asco, tumbarla de un puñetazo. No parecía un gesto demasiado recomendable.

La joven se le acercaba con un clarísimo y desagradable brillo de admiración y fervor en los ojos, y Graham sentía, detrás, la pared. En ninguno de los dos lados había puerta alguna al alcance de la mano.

—Oh, señor De Meister… por favor, por favor, permítame llamarle así. Su personaje es tan real para mí que no puedo pensar en usted como Graham Dorn, simplemente. ¿Verdad que no le molesta?

—No, no, claro que no —gargarizó Graham lo mejor que pudo por entre treinta y dos piezas dentales dispuestas todas a la vez al ataque—. En mis momentos más frívolos, a veces yo mismo creo ser Reginald.

—Gracias. No puede figurarse, querido señor De Meister, cómo esperaba el momento de conocerle. He leído todas sus obras, y opino que son maravillosas

—Me alegra que lo piense así —automáticamente se puso a interpretar el cuento de la modestia—. En realidad no es nada, ya sabe. ¡Ja, ja, ja! Me gusta agradar a los lectores, pero todavía debería mejorar muchísimo. ¡Ja, ja, ja!

—Pero es verdad, ¿sabe? —lo decía con gran vehemencia—. Quiero decir bueno, realmente bueno. Me parece maravilloso ser un escritor como usted. Ha de parecer casi como si uno fuera Dios.

—A los editores no se lo parece, hermanita —murmuró Graham con mirada ausente.

La hermanita no captó el murmullo. Y prosiguió:

—Ser capaz de crear personajes vivientes sacados de la nada; abrir almas para todo el mundo; expresar los pensamientos con palabras; dibujar cuadros y crear mundos… He pensado muchas veces que un escritor era la persona de toda la creación adornada de más excelsas dotes. Es mejor ser un escritor inspirado pasando hambre en una buhardilla, que un rey en su trono. ¿No lo cree usted?

—Indiscutiblemente —mintió Graham.

—¿Qué son los groseros bienes materiales del mundo comparados con la maravilla de urdir emociones y gestas en un pequeño mundo propio, independiente?

—Eso, eso, ¿qué son en verdad?

—Y la posteridad, ¡piense en la posteridad!

—Sí, sí. Pienso a menudo.

Ella le cogió la mano.

—Sólo quería pedirle un pequeño favor. Usted podría… —la muchacha se sonrojó levemente—. Usted podría darle al pobre Reginald (si permite, al menos por una vez, que le llame así) la oportunidad de casarse con Letitia Reynolds. Crea usted una Letitia un poquitín demasiado cruel con Reginald. Esta crueldad me hace llorar, a veces, horas seguidas. Pero es que él es demasiado, demasiado real para mí.

Y de algún lugar emergieron los encajes de un volante de pañuelo y subieron hacia los ojos de la muchacha. Ésta apartó después el pañuelo, sonrió con vehemencia y se escabulló. Graham Dorn inspiró profundamente, cerró los ojos y se abandonó en brazos de June.

Después los abrió con una sacudida.

—Puedes considerar nuestro compromiso deteriorado hasta el punto de ruptura —dijo muy severo—. Sólo la consideración que me merecen tus pobrecitos padres, tan ancianos, evita que en lo sucesivo seas la ex novia de Graham Dorn.

—¡Qué noble eres, cariño! —le dio masaje en la manga con la mejilla—. Ven, te llevaré a casa y lavaré tus pobres heridas.

—De acuerdo, pero tendrás que transportarme tú. ¿No tiene acaso un hacha tu deliciosa y adorable tía?

—¿Por qué?

—En primer lugar, ha tenido la desfachatez de presentarme como el cerebro padre, ¡Dios me ayude!, del famoso Reginald de Meister.

—¿Y no lo eres?

—Salgamos de este inmundo lugar. Y métete esto en la cabeza: yo no soy pariente, ni siquiera mentalmente, de ese personaje. Lo repudio. Lo arrojo a las tinieblas. Le escupo. Lo declaro hijo ilegítimo, sucio degenerado, vástago de un perro de presa, y que me cuelguen si vuelve a meter jamás su cochina nariz patricia en mi máquina de escribir.

Estaban en el taxi. June le arregló la corbata.

—De acuerdo, hijito, déjame leer la carta.

—¿Qué carta?

La muchacha tendió la mano.

—La de los editores.

Graham enseñó los dientes y sacó la carta del bolsillo del chaleco.

—Se me ocurrió la idea de invitarme yo mismo a tomar el té en su casa, en casa de aquel maldito corazón de pedernal. Tiene cita con un buen pellizco de estricnina.

—Ya despotricarás después. ¿Qué te dice? Hummm —eehmmm— «no alcanza la calidad esperada…, da la sensación de que De Meister no está en su forma habitual… una pequeña revisión quizá en este sentido… estoy seguro de que se puede readaptar la novela…, se la devuelvo en paquete separado…» —La joven dejó la carta a un lado—. Ya te dije que no debías matar a Sancha Rodríguez. Era lo que necesitabas precisamente. Te estás volviendo tacaño en el capítulo amoroso.

—¡Escríbelo tú! Yo he terminado con De Meister. Se está haciendo tan popular que las mujeres me llaman señor De Meister, y los periódicos publican mi retrato con el encabezamiento: De Meister. Ya no tengo personalidad. Nadie ha oído hablar nunca a Graham Dorn. Soy, invariablemente: «Dorn, Dorn, ya sabes, el tío que escribe aquello de De Meister, ya sabes.»

June soltó un gritito.

—¡Tonto! Tienes celos de tu propio detective.

—No tengo celos de mi personaje. ¡Mira! Aborrezco las historias de detectives. No he leído una desde que supe pronunciar palabras de dos sílabas. Escribí la primera como una sátira aguda, tajante, mordaz, para que volase toda esa falsa escuela de escritores de misterio. Por eso inventé a De Meister. Era el detective que había de acabar con todos los detectives. El Asno Completo, de Graham Dorn.

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