Cuentos completos (172 page)

Read Cuentos completos Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
11.3Mb size Format: txt, pdf, ePub

Se transformaron en jardineros durante la estación de la siembra; a fin de cuentas, estaban acostumbrados a ella en el Cuerpo Galáctico. La vida de los planetas similares a la Tierra era habitualmente del tipo agua/proteínas, pero existían variaciones infinitas, y los alimentos de otros mundos rara vez resultaban nutritivos y eran mucho menos apetecibles. Había que probar con plantas terrícolas. A menudo (aunque no siempre), algunas clases de plantas terrícolas invadían la flora nativa y la ahogaban. A1 menguar la flora nativa, otras plantas terrícolas podían echar raíces.

De esa manera, muchos planetas se habían convertido en nuevas Tierras. Durante el proceso, las plantas terrícolas desarrollaron cientos de variedades resistentes que florecían en condiciones extremas, lo cual, en el mejor de los casos, facilitaba la siembra en el siguiente planeta.

El amoníaco mataba cualquier planta terrícola, pero las semillas de que disponía el Crucero Juan no eran verdaderas plantas terrícolas, sino mutaciones de esas plantas en otros mundos. Lucharon con denuedo, pero no fue suficiente. Algunas variedades crecieron de modo débil y enfermizo y, luego, murieron.

Aun así, tuvieron mejor suerte que la vida microscópica. Los bacterioides del planeta eran mucho más florecientes que las desordenadas y azules plantas nativas. Los microorganismos nativos sofocaban cualquier intento de competencia por parte de las muestras terrícolas, fracasó el intento de sembrar el suelo alienígena con flora bacteriana de tipo terrícola para ayudar a las plantas terrícolas.

Vlassov sacudió la cabeza.

—De cualquier modo, no serviría. Si nuestras bacterias sobrevivieran, sólo lo harían adaptándose a la presencia del amoníaco.

—Las bacterias no nos ayudarán —dijo Sandropoulos—. Necesitamos las plantas, pues ellas tienen sistemas para manufacturar oxígeno.

—Nosotros podríamos generar un poco —apuntó Petersen—. Podríamos electrolizar el agua.

—¿Cuánto durará nuestro equipo? Con sólo que nuestras plantas salieran adelante sería como electrolizar el agua para siempre; poco a poco, pero con perseverancia hasta que el planeta cediera.

—Tratemos el suelo, pues —propuso Barrére—. Está plagado de sales de amoníaco. Lo hornearemos para extraer las sales y lo reemplazaremos por suelo sin amoníaco.

—¿Y qué pasa con la atmósfera? —preguntó Chou.

—En un terreno libre de amoníaco, quizá se adapten a pesar de la atmósfera. Casi lo han logrado en las condiciones actuales.

Trabajaron como estibadores, pero sin un final a la vista. Ninguno creía que aquello acabaría funcionando y no tenían perspectivas de un futuro personal aunque sí funcionara. Pero el trabajo mataba el tiempo.

Para la siguiente estación de siembra tuvieron el suelo libre de amoníaco, pero las plantas terrícolas seguían creciendo muy débiles. Incluso pusieron cúpulas sobre varios brotes y les bombearon aire sin amoníaco. Eso ayudó un poco, aunque no lo suficiente. Ajustaron la composición química del suelo de todos los modos posibles. No obtuvieron ninguna recompensa.

Los débiles brotes produjeron diminutas bocanadas de oxígeno, pero no bastó para acabar con la atmósfera de amoníaco.

—Un esfuerzo más —dijo Sandropoulos—, uno más. Lo estamos desequilibrando, pero no logramos eliminarlo.

Las herramientas y las máquinas se mellaban y se gastaban con el tiempo, y el futuro se iba estrechando. Cada vez había menos margen de maniobra.

El final llegó de un modo casi gratifícante por lo repentino. No tenían un nombre para la debilidad y el vértigo. Ninguno sospechó un envenenamiento directo por amoníaco; sin embargo, se alimentaban con los cultivos de algas de lo que había sido el jardín hidropónico de la nave, y los cultivos estaban contaminados de amoníaco.

Tal vez fuese obra de algún microorganismo nativo que al fin había aprendido a alimentarse de ellos. Tal vez era un microorganismo terrícola que había sufrido una mutación en ese entorno extraño.

Así que tres de ellos murieron finalmente; por fortuna, sin dolor. Se alegraron de morir y abandonar esa pelea inútil.

—Es tonto perder así —susurró Chou.

Petersen, el único de los cinco que se mantenía en pie (por alguna razón era inmune), volvió su rostro apenado hacia el único compañero vivo.

—No te mueras —le pidió—. No me dejes solo.

Chou intentó sonreír.

—No tengo opción. Pero puedes seguirnos, viejo amigo. ¿Para qué luchar? No quedan herramientas y ya no hay modo de ganar, si es que alguna vez lo hubo.

Aun entonces Petersen combatió su desesperación concentrándose en la lucha contra la atmósfera. Pero tenía la mente fatigada y el corazón consumido, y cuando Chou murió al cabo de una hora se encontró con cuatro cadáveres.

Miró los cadáveres, recordando, evocando (pues ya estaba solo y se atrevía a sollozar) la Tierra misma, que había visto por última vez en una visita de once años antes.

Tendría que sepultar los cuerpos. Arrancaría ramas azuladas de los árboles nativos y construiría cruces. En las cruces colgaría los cascos espaciales y apoyaría al pie los tanques de oxígeno. Tanques vacíos, símbolo de la lucha perdida.

Un tonto homenaje para unos hombres que ya no estaban, y para unos futuros ojos que seguramente nunca lo verían.

Pero necesitaba hacerlo para demostrar respeto por sus amigos y por sí mismo, pues no era hombre de abandonar a sus amigos en la muerte mientras él se mantenía en pie.

Además…

¿Además? Pensó con esfuerzo durante unos momentos.

Mientras permaneciera con vida se valdría de todos sus recursos. Enterraría a sus amigos.

Los sepultó en una parcela del terreno libre de amoníaco que habían construido laboriosamente; los sepultó sin mortaja y sin ropa, los dejó desnudos en el suelo hostil para que se descompusieran lentamente originando sus propios microorganismos antes de que éstos también perecieran con la inevitable invasión de los bacterioides nativos.

Clavó las cruces, con los cascos y los cilindros de oxígeno colgados de ellas, las apuntaló con piedras y se dio media vuelta, abatido, para regresar a la nave enterrada, donde ahora vivía solo.

Trabajó día tras día y al fin también sintió los síntomas.

Se metió en el traje espacial y salió a la superficie por última vez.

Se puso de rodillas en los jardines. Las plantas terrícolas eran verdes. Habían vivido más que antes. Parecían saludables y vigorosas.

Cubrían todo el suelo y limpiaban la atmósfera, pero Petersen había agotado el último recurso que le quedaba para fertilizarlas…

De la carne putrefacta de los terrícolas surgían los nutrientes que impulsaban el esfuerzo final. De las plantas terrícolas brotaba el oxígeno que derrotaría al amoníaco y arrancaría al planeta del inexplicable nicho en que se había atascado.

Si los terrícolas regresaban alguna vez (¿cuándo, dentro de un millón de años?) encontrarían una atmósfera de nitrógeno/oxígeno y una flora limitada que evocaría extrañamente la de la Tierra.

Las cruces se pudrirían y se derrumbarían; el metal se oxidaría y se descompondría. Quizá los huesos se fosilizaran y dejaran un testimonio de lo ocurrido. Quizá alguien descubriera sus papeles, que estaban encerrados herméticamente.

Pero nada de eso importaba. Aunque nadie encontrase nada, el planeta mismo, el planeta entero sería un monumento para los cinco.

Petersen se tumbó para morir en medio de su victoria.

La clave (1966)

“The Key”

Karl Jennings sabía que iba a morir. Le quedaban pocas horas de vida y tenía mucho que hacer.

Sin comunicaciones era imposible escapar de esa sentencia de muerte en la Luna.

Aun en la Tierra había parajes donde, sin una radio a mano, un hombre podía llegar a morir al no contar con la ayuda del prójimo, sin el corazón del prójimo para compadecerlo, sin siquiera los ojos del prójimo para descubrir su cadáver. En la Luna, casi todos los parajes eran así.

Los terrícolas sabían que él se encontraba allí, desde luego. Jennings formaba parte de una expedición geológica; mejor dicho, de una expedición selenológica. Era extraño cómo su mente habituada a la Tierra insistía en el prefijo «geo».

Se devanó los sesos sin dejar de trabajar. Aunque estaba agonizando, aún sentía esa artificiosa lucidez. Miró en torno angustiosamente. No había nada que ver. Se hallaba en la eterna sombra del interior norte de la pared del cráter, una negrura sólo mitigada por el parpadeo intermitente de la linterna. Jennings mantenía esa intermitencia en parte porque no quería agotar la fuente energética antes de morir y en parte porque no quería arriesgarse a ser visto.

A la izquierda, hacia el sur a lo largo del cercano horizonte lunar, brillaba una blanca astilla de luz solar. Más allá del horizonte se extendía el invisible borde del cráter. El sol no se elevaba a suficiente altura como para iluminar el suelo que él pisaba. A1 menos, Jennings estaba a salvo de la radiación.

Cavó metódica, pero torpemente, enfundado en el traje espacial. Le dolía espantosamente el costado.

El polvo y la roca partida no cobraban esa apariencia de «castillo de cuento de hadas», característica de las partes de la superficie lunar expuestas a la alternativa de luz y sombra, calor y frío. Allí, en el frío continuo, el lento desmoronamiento de la pared del cráter había apílado escombros finos en una masa heterogénea. No sería fácil distinguir el lugar donde estaba cavando.

Calculó mal la irregularidad de la oscura superficie y un puñado de fragmentos polvorientos se le escapó de las manos. Las partículas cayeron con lentitud lunar, pero aparentando celeridad, pues no había aire que ofreciera resistencia y las dispersara en una bruma polvorienta.

Jennings encendió la linterna un instante y apartó de un puntapié una roca escabrosa.

No tenía mucho tiempo. Cavó a mayor profundidad.

Si cavaba un poco más lograría meter el dispositivo en el hoyo y taparlo. Strauss no debía hallarlo.

¡Strauss!

El otro miembro del equipo. Socio en el descubrimiento. Socio en la fama.

Si Strauss hubiera querido quedarse sólo con la fama, Jennings quizá lo habría permitido. El descubrimiento era más importante que la fama individual. Pero Strauss quería mucho más, codiciaba algo que Jennings impediría a toda costa.

Estaba dispuesto a morir con tal de impedirlo.

Y se estaba muriendo.

La habían hallado juntos. Strauss se encontró la nave; mejor dicho, los restos de la nave; mejor aún, lo que quizá fueran los restos de algo análogo a una nave.

—Metal —dijo Strauss, recogiendo un objeto mellado y amorfo.

Sus ojos y su rostro apenas se distinguían a través del grueso cristal de plomo del visor, pero su voz áspera sonó con claridad en la radio del traje. Jennings se acercó dando botes ingrávidos desde su posición a ochocientos metros.

—¡Qué raro! —comentó—. No hay metal suelto en la Luna.

—No debería haberlo. Pero ya sabes que no se ha explorado más del uno por ciento de la superficie lunar. Quién sabe qué puede haber en ella.

Jennings asintió con la cabeza y extendió su mano enguantada para coger el objeto.

Era cierto que en la Luna podía hallarse cualquier cosa. Ésa era la primera expedición selenográfica financiada con fondos privados. Hasta entonces, sólo se habían realizado proyectos gubernamentales con diversos objetivos. Como signo del avance de la era del espacio, la Sociedad Geológica financiaba el envío de dos hombres a la Luna para que realizaran únicamente estudios selenológicos.

—Parece como si hubiera tenido una superficie pulida —observó Strauss.

—Tienes razón. Tal vez haya más.

Hallaron tres fragmentos más; dos, de tamaño ínfimo y el tercero, un objeto irregular que mostraba rastros de una unión.

—Llevémoslos a la nave.

Se subieron al pequeño deslizador para regresar a la nave madre. Una vez a bordo, se quitaron los trajes, algo que Jennings siempre hacía con satisfacción. Se rascó enérgicamente las costillas y se frotó las mejillas hasta que la tez clara se le pobló de manchas rojas.

Strauss prescindió de esas delicadezas y se puso a trabajar. El rayo láser picoteó en el metal, y el vapor se registró en el espectrógafo. Titanio y acero esencialmente, con vestigios de cobalto y de molibdeno.

—Artificial, sin duda —determinó Strauss. Su rostro de rasgos gruesos estaba huraño y duro como siempre. No se inmutaba, aunque el corazón de Jennings palpitaba con más fuerza.

—Y sin duda esto merece fuego artificiales —bromeó Jennings, llevado por la excitación.

Había puesto énfasis en el término «artificiales», para indicar que era un juego de palabras. Pero Strauss lo fulminó con una mirada distanciadora que cortó de raíz cualquier intento de seguir con los retruécanos.

Jennings suspiró. Nunca podía contenerse. Recordaba que en la universidad… Bien, no tenía importancia. Que Strauss conservara la calma si quería, pero ese descubrimiento merecía festejarse con el mejor retruécano del mundo.

Se preguntó si Strauss comprendería el significado de aquel hallazgo.

Sabía muy poco sobre Strauss, salvo lo de su reputación selenológica. Había leído los artículos de Strauss y suponía que él había leído los suyos. Aunque tal vez se hubieran cruzado sus caminos en la época universitaria, nunca se habían conocido hasta que ambos se presentaron como voluntarios para esa misión y fueron seleccionados.

En la semana de viaje, Jennings reparó incómodamente en la figura corpulenta de Strauss, en su cabello claro y sus ojos azules, en su modo de mover las prominentes mandiibulas cuando comía. Jennings, de físico mucho más menudo, que también tenía ojos azules y cuyo cabello era más oscuro, se amilanaba ante la arrolladora energía de Strauss.

—No está documentado que ninguna nave haya descendido en esta parte de la Luna —dijo Jennings—. Y. ninguna se ha estrellado.

—Si formara parte de una nave, sería liso y lustroso. Esto está erosionado. Teniendo en cuenta que no hay atmósfera, eso significa una exposición de muchos años al bombardeo de los micrometeoros.

Strauss sí comprendía el significado del hallazgo.

—¡Este artefacto no es de creación humana! —exclamó Jennings, exultante—. Criaturas extraterrestres han visitado la Luna. Quién sabe hace cuánto tiempo.

—Quién sabe —convino Strauss.

—En el informe…

Other books

Near Enemy by Adam Sternbergh
Triumph and Tragedy in Mudville by Stephen Jay Gould
Twelve Rooms with a View by Theresa Rebeck
Treats for Trixie by Marteeka Karland
Relentless Pursuit by Kathleen Brooks
Invasion of Kzarch by E. G. Castle
Reckless Pleasures by Tori Carrington
A Lick of Frost by Laurell K. Hamilton