Cuentos completos (386 page)

Read Cuentos completos Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
3.98Mb size Format: txt, pdf, ePub

»A ustedes no les importa que los republicanos estén en el poder y los demócratas hayan perdido, o viceversa; que el feminismo esté en pleno florecimiento y los deportes profesionales hayan quedado ensombrecidos; que haya variado la moda en lo que se refiere a ropas, muebles, música o comedia. ¿Les importa eso algo a cualquiera de ustedes?

»En absoluto.

»De hecho, les importa menos que nada, porque si el mundo hubiera cambiado, habría ahora una nueva realidad; la realidad que afecta a la gente del mundo; la única realidad, la realidad de los libros de historia, la realidad que ha sido real a lo largo de los últimos veinticinco años.

»Si ustedes me creyeran, si pensaran que les estoy planteando algo más que una fantasía, seguirían siendo impotentes. Podrían acudir a alguien con la suficiente autoridad y decirle: “Esta no es la forma en que se supone que deben ser las cosas. Han sido alteradas por un villano”. ¿Qué probaría eso, excepto que están ustedes locos? ¿Quién creería que esa realidad no es la realidad, cuando es el hilo con el que ha sido tejido un tapiz increíblemente intrincado a lo largo de veinticinco años, y cuando todo el mundo recuerda la forma en que ha sido tejido y vive esa misma trama?

»Pero ustedes no me creen. Se atreven a no creer que no estoy simplemente especulando acerca de haber ido hacia atrás al pasado, acerca de haberlos estudiado a los dos, acerca de haber trabajado para crear una nueva realidad en la cual ninguno de nosotros tres ha cambiado pero sí el mundo a nuestro alrededor. Yo he hecho esto; yo lo he hecho todo. Y únicamente yo recuerdo ambas realidades, porque yo estaba fuera del tiempo cuando fue efectuado el cambio, y yo lo hice.

»Y sin embargo siguen sin creerme. Se atreven a no creerme, porque pensarían que están locos si lo creyeran. ¿Puedo haber alterado yo ese mundo familiar de mil novecientos ochenta y dos? Imposible.

»Si lo hubiera hecho, ¿qué mundo podía haber sido este antes que yo lo manipulara? Se lo diré…, ¡era caótico! ¡Estaba lleno de permisividad! ¡Las personas dictaban normas para sí mismas! En una cierta manera, estoy contento de haberlo cambiado. Ahora tenemos un gobierno, y el país es gobernado. Nuestros gobernantes tienen firmes propósitos, y se encargan de hacerlos cumplir. ¡Excelente!

»Pero, caballeros, en ese mundo que existía antes, esa antigua realidad que ya nadie puede conocer o concebir, ustedes dos, caballeros, dictaban normas para sí mismos, y luchaban en favor de la permisividad y la anarquía. No había crimen en la antigua realidad. Para muchos resultaba admirable.

»En la nueva realidad, les he dejado a ambos tal como eran antes. Han seguido siendo luchadores en pro de la permisividad y la anarquía, y eso es un crimen en la actual realidad; la única realidad que conocen ustedes. Me he asegurado que hayan podido mantenerlo oculto. Nadie ha sabido nunca de sus crímenes, y gracias a ello han sido capaces de ascender hasta sus puestos actuales. Pero yo sabía dónde estaban las pruebas y cómo podían ser descubiertas y, en el momento adecuado…, las he descubierto.

»Ahora creo que puedo captar por primera vez expresiones en sus rostros que no corresponden a la hastiada tolerancia, al desprecio, a la ironía o al aburrimiento. ¿Capto un aleteo de miedo? ¿Recuerdan ahora de lo que estoy hablando?

»¡Piensen! ¡Piensen! ¿Quiénes eran miembros de la Liga en pro de las Libertades Constitucionales? ¿Quién ayudó a poner en circulación el
Manifiesto del Libre Pensamiento
? Fue muy valiente y honorable por su parte hacer eso, piensa alguna gente. Fueron muy aplaudidos por la ilegalidad. Vamos, vamos, saben muy bien a lo que me refiero cuando digo ilegalidad. Ahora ya no son miembros activos. Su posición es demasiado expuesta, y tienen mucho que perder. Tienen posición y poder, y hay más aún en camino. ¿Por qué arriesgarse por algo que la gente no desea?

»Llevan ustedes colgadas sus insignias, y están considerados entre los devotos. Pero mi insignia es mucho mayor y soy mucho más devoto, porque yo no he cometido sus crímenes. Lo que es más, caballeros, se me ha concedido el crédito de haber informado contra ustedes.

»¿Un acto vergonzoso? ¿Un acto escandaloso? ¿El haber informado? En absoluto. Debería ser recompensado. Me he sentido horrorizado ante la hipocresía de mis colegas, disgustado y lleno de náuseas ante su subversivo pasado, preocupado por lo que podían estar complotando ahora contra la mejor y más noble y más devota sociedad jamás establecida sobre la Tierra. Como resultado de todo ello, he presentado todo esto a la atención de los hombres decentes que ayudan a llevar adelante la política de esta sociedad dentro de una auténtica sobriedad de pensamiento y humildad de espíritu.

»Ellos lucharán contra sus demonios para salvar sus almas y convertirlos en auténticos hijos del Espíritu. Sus cuerpos sufrirán algún daño en el proceso, imagino, ¿pero eso qué importa? Será un costo trivial comparado con el enorme y eterno bien que recibirán a cambio. Y yo seré recompensado por haber hecho todo eso posible.

»Creo que ahora están ustedes realmente asustados, caballeros, porque el mensaje que todos estamos aguardando está llegando ya, y comprenden ahora por qué se me ha pedido que permanezca aquí con ustedes. La presidencia es mía, y mi interpretación de la teoría de Muller, combinada con la desgracia de Muller, hará que la teoría de Dinsmore figure en los libros de texto y puede que me lleve hasta el Premio Nobel. En cuanto a ustedes…

Hubo un sonido de pasos marciales al otro lado de la puerta; un estentóreo grito de: «¡Alto!».

La puerta se abrió de golpe. Entró un hombre, cuyo austero traje gris, amplio cuello blanco, sombrero alto adornado con un hebilla y enorme cruz de bronce lo proclamaban como capitán de la temida Legión de la Decencia.

Nasalmente dijo:

—Horatio Adams, queda arrestado en nombre de Dios y de la Congregación por el crimen de magia y brujería. Carl Muller, queda arrestado en nombre de Dios y de la Congregación por el crimen de magia y brujería.

Su mano hizo un breve y rápido gesto. Dos legionarios de su escolta avanzaron hacia los dos físicos, que permanecían sentados en estupefacto horror en sus sillones, los pusieron bruscamente en pie, colocaron esposas en sus muñecas y, con un gesto inicial de humildad hacia el sagrado símbolo, arrancaron las pequeñas cruces que colgaban de sus solapas.

El capitán se volvió hacia Dinsmore.

—Vuestro en santidad, señor. Se me ha pedido que le entregue este comunicado de la junta directiva.

—Vuestro en santidad, capitán —dijo Dinsmore gravemente, acariciando la cruz que colgaba de su solapa—. Me regocija recibir las palabras de esos devotos hombres.

Sabía lo que contenía la comunicación.

Como nuevo presidente de la sociedad, podía, si quería, aliviar algo el castigo de los dos hombres. Su triunfo sería suficiente incluso si lo hacía.

Pero sólo lo haría si se sentía seguro.

Y bajo el poder de la Mayoría Moral, tuvo que recordar, nadie estaba completamente seguro.

Que no sepan que recuerdas (1982)

“Lest We Remember”

1

El problema con John Heath, en lo que a John Heath se refiere, era su absoluta mediocridad. Él estaba seguro. Y lo que era peor, notaba que Susan lo sospechaba. Significaba que nunca conseguiría sobresalir, que jamás llegaría a las altas esferas de «Quantum Pharmaceuticals», donde no era sino una pieza más entre los jóvenes ejecutivos…, sin dar nunca el definitivo salto «Quantum». Ni lo conseguiría en ninguna otra parte si cambiaba de trabajo. Suspiró interiormente. En sólo dos semanas iba a casarse y por ella aspiraba a ascender. Después de todo, la amaba apasionadamente y deseaba brillar ante sus ojos. Pero, claro, éste era el deseo de cualquier joven a punto de casarse. Susan Collins miró amorosamente a John. ¿Y por qué no? Era razonablemente guapo, inteligente, seguro y, además, un chico afectuoso. Si no la deslumbraba con su brillantez, por lo menos no la trastornaba con ningún tipo de extravagancia. Ahuecó la almohada que había colocado bajo su cabeza cuando se dejó caer en el sillón, y le entregó el vaso, asegurándose de que lo tenía bien agarrado, antes de soltarlo. Le dijo:

—Estoy practicando, John. Tengo que ser una esposa eficiente. John sorbió su bebida.

—Yo soy el que tendrá que andarse con tiento, Sue. Tu salario es mayor que el mío.

—Una vez estemos casados, todo irá a un mismo bolsillo. Será la sociedad Johnny y Sue, con una sola contabilidad.

—Pero tendrás que llevarla tú —dijo John, desalentado—. Si lo intentara yo, cometería errores.

—Sólo porque imaginas que los vas a cometer. ¿Cuándo van a venir tus amigos?

—A las nueve, creo. O a las nueve y media. No son precisamente unos amigos. Son gente de «Quantum», del laboratorio, unos investigadores.

—¿Estás seguro de que no cuentan con quedarse a comer?

—Dijeron que después de cenar. Estoy seguro. Es un encuentro de trabajo. Lo miró, inquisitiva:

—No lo dijiste antes.

—¿Qué es lo que no dije antes?

—Que se trataba de trabajo. ¿Estás seguro? John se sentía confuso. Cualquier esfuerzo para recordar exactamente le dejaba siempre confuso.

—Eso dijeron…, pienso yo. La expresión de Susan era de cariñosa exasperación, más parecida a la que le hubiera provocado un cachorro que ignora que lleva las patas sucias.

—Si pensaras de verdad —le dijo— cada vez que dices «pienso», no te mostrarías tan inseguro. ¿No ves que no puede ser cosa de trabajo? Si tuviera relación con el trabajo, ¿no te verían en el trabajo?

—Es confidencial —explicó John—. No quieren verme en el trabajo. Ni siquiera en mi apartamento.

—¿Por qué aquí, pues?

—Yo se lo sugerí. Pensé que tú debías estar conmigo, naturalmente. Van a tener que tratar con la sociedad Johnny y Sue, ¿no crees?

—Depende de lo confidencial que sea. ¿Te insinuaron algo?

—No, pero no estaría mal oírles. Podría ser algo que me promocionara en el trabajo.

—¿Por qué a ti? —preguntó Susan.

—¿Y por qué no yo? —John parecía disgustado.

—Me llama la atención que alguien en tu nivel de empleo necesite tanto misterio para… Se calló al oír el intercomunicador. Se precipitó a contestar y volvió para anunciar:

—Están subiendo.

2

Entraron dos. Uno era Boris Kupfer, con el que John ya había hablado…, enorme, inquieto, de barba mal afeitada. El otro era David Anderson, más pequeño, más tranquilo. No obstante, sus ojos iban de un lado a otro, sin perder detalle.

—Susan —dijo John, indeciso, con la puerta todavía abierta—, éstos son los colegas de los que te hablé. Boris…

—Buscó en su memoria y calló.

—Boris Kupfer —terminó el grandote, impaciente, jugando con unas monedas en el bolsillo—, y éste es David Anderson. Es muy amable por su parte, señorita…

—Susan Collins.

—Es muy amable por su parte prestarnos su residencia a Mr. Heath y a nosotros para una conferencia privada. Nos excusamos por irrumpir en su tiempo y en su intimidad de este modo… Si nos dejara solos un momento, estaríamos aún más agradecidos. Susan le miró gravemente.

—¿Qué quieren, que me vaya al cine, o a la habitación de al lado?

—Si pudiera ir a visitar a una amiga…

—No —dijo Susan con firmeza.

—Puede disponer de su tiempo como mejor le parezca, claro. Al cine, si lo prefiere.

—Al decir no —aclaró Susan—, quería decir que no me iba. Quiero saber de qué se trata. Kupfer parecía estupefacto. Miró por un momento a Anderson, y anunció:

—Es confidencial, como supongo que Mr. Heath le habrá dicho. John, incómodo, intervino:

—Se lo expliqué. Susan, comprende…

—Susan —interrumpió Susan— no comprende nada y no se le dio a entender que tuviera que ausentarse de la reunión. Éste es mi piso y John y yo nos casamos dentro de dos semanas…, exactamente dentro de dos semanas a partir de hoy. Somos la sociedad Johnny & Sue, y tendrán que tratar con la sociedad. La voz de Anderson se dejó oír por primera vez, sorprendentemente profunda y tan suave como si le hubieran dado cera.

—Boris, la joven tiene razón. Como futura esposa de Mr. Heath, tendrá gran interés por lo que hemos venido a plantear, y sería un error excluirla. Tiene un interés tan grande en nuestra proposición que, si deseara marcharse, yo insistiría en que se quedara.

—Pues bien, amigos —dijo Susan—, ¿qué quieren beber? Una vez haya traído las bebidas, podemos empezar. Ambos estaban sentados, muy rígidos, y habían probado sus bebidas. Kupfer empezó:

—Heath, me figuro que no sabrá usted mucho de los detalles químicos sobre el trabajo de la compañía…, los químico-cerebrales, por ejemplo.

—Ni pizca —aseguró John, inquieto.

—No hay motivo para que lo sepa —aseguró Anderson, suavemente.

—Se lo explicaré —empezó Kupfer, con una mirada inquieta a Susan.

—Los detalles técnicos son innecesarios —cortó Anderson, en voz tan baja, que apenas se le oía. Kupfer se ruborizó.

—Sin detalles técnicos. «Quantum Pharmaceuticals» trata con químico-cerebrales que son, como su nombre indica, sustancias químicas que afectan al cerebro, es decir, al súper-funcionamiento del cerebro.

—Debe ser un trabajo muy complicado —comentó Susan, serena.

—Lo es —aseguró Kupfer—. El cerebro de los mamíferos tiene cientos de variedades moleculares características que no se encuentran en ninguna otra parte y sirven para modular la actividad cerebral, incluyendo aspectos de lo que llamamos vida intelectual. El trabajo está bajo la máxima seguridad corporativa, que es por lo que Anderson no quiere detalles técnicos. Pero puedo decir esto: se acabaron los experimentos animales. Nos estrellamos en un muro si no podemos probar la reacción humana.

—¿Y por qué no lo hacen? —preguntó Susan—. ¿Qué se lo impide?

—La reacción del público si algo saliera mal.

—Utilicen voluntarios.

—No puede ser. «Quantum Pharmaceuticals» no puede arriesgarse a una publicidad negativa si algo saliera mal. Susan les miró, burlona.

—¿Trabajan ustedes por su cuenta? Anderson alzó la mano para hacer callar a Kupfer.

—Joven, deje que le explique en pocas palabras para terminar de una vez este inútil forcejeo verbal. Si tenemos éxito, la recompensa será enorme. Si fracasamos, «Quantum Pharmaceuticals» no nos reconocerá y tendremos que pagar lo que haya que pagar, como por ejemplo, el final de nuestras carreras. Si nos pregunta por qué estamos dispuestos a correr el riesgo, la respuesta es que no creemos que haya riesgo. Estamos razonablemente seguros de que tendremos éxito; enteramente seguros de que no causaremos ningún daño. La corporación opina que no puede arriesgarse; pero sabemos que sí podemos. Ahora, Kupfer, siga.

Other books

Relics by Pip Vaughan-Hughes
Picture Perfect by Holly Smale
Full Throttle Yearning by Lynn, Aurora Rose
Deadly Justice by Kathy Ivan
Matilda's Freedom by Tea Cooper