Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—Podemos soportar todo tipo de tonterías. Ahora que el problema principal ha sido resuelto, no me cabe la menor duda de que estas dificultades se resolverán.
El observador británico se había abierto paso hacia Grant y le estrechaba las manos, diciéndole:
—Ya me siento mejor respecto a Londres. No puedo evitar el desear que su Gobierno me permita ver los planos completos. Lo que he presenciado me parece genial. Ahora, claro, parece obvio, pero, ¿cómo pudo ocurrírsele a alguien?
Grant sonrió.
—Ésta es una pregunta que se me ha hecho antes respecto a los inventos del doctor Ralson…
Se volvió al sentir una mano sobre su hombro.
—¡Ah, doctor Blaustein! Casi se me había olvidado. Venga, quiero hablar con usted.
Arrastró al pequeño psiquiatra a un lado y le dijo al oído:
—Oiga, ¿puede usted convencer al doctor Ralson de que debo presentarle a toda esa gente? Éste es su triunfo.
—Ralson está muerto —dijo Blaustein.
—¿Qué?
—¿Puede dejar a esta gente por un momento?
—Sí…, sí…, caballeros, ¿me permiten unos minutos?
Y salió rápidamente con Blaustein.
Los federales se habían hecho cargo de la situación. Sin llamar la atención, bloqueaban ya la entrada al despacho de Ross. Fuera estaban los asistentes comentando la respuesta a Alamogordo que acababan de presenciar. Dentro, ignorado por ellos, está la muerte del que respondió. La barrera de guardianes se separó para permitir la entrada a Grant y Blaustein. Tras ellos volvió a cerrarse otra vez. Grant levantó la sábana, por un instante, y comentó:
—Parece tranquilo.
—Yo diría…, feliz: —dijo Blaustein. Darrity comentó, inexpresivo.
—El arma del suicidio fue mi cortaplumas. La negligencia fue mía; informaré en este sentido.
—No, no —cortó Blaustein—, seria inútil. Era mi paciente y yo soy el responsable. De todos modos, no hubiera vivido más allá de otra semana. Desde que inventó el proyector, fue un moribundo.
—¿Cuánto hay que entregar al archivo federal de todo esto? —preguntó Grant—. ¿No podríamos olvidar todo eso de su locura?
—Me temo que no, doctor Grant —declaró Darrity.
—Le he contado toda la historia —le confesó Blaustein con tristeza. Grant miró a uno y otro.
—Hablaré con el director. Llegaré hasta el Presidente, si es necesario. No veo la menor necesidad de que se mencione ni el suicidio, ni la locura. Se le concederá la máxima publicidad como a inventor del proyector del campo de energía. Es lo menos que podemos hacer por él —dijo rechinando los dientes.
—Dejó una nota —anunció Blaustein.
—¿Una nota?
Darrity le entregó un pedazo de papel, diciéndole:
—Los suicidas suelen hacerlo siempre. Ésta es una de las razones por las que el doctor me contó lo que realmente mató a Ralson.
La nota iba dirigida a Blaustein y decía así:
«El proyector funciona; sabía que así sería. He cumplido lo acordado. Ya lo tienen y no me necesitan más. Así que me iré. No debe preocuparse por la raza humana, doctor. Tenía usted razón. Nos dejaron vivir demasiado tiempo; han corrido demasiados riesgos. Ahora hemos salido del cultivo y ya no podrán detenernos. Lo sé. Es lo único que puedo decir. Lo sé.»
Había firmado con prisa y debajo había otra línea garabateada, que decía:
«Siempre y cuando haya suficientes hombres resistentes a la penicilina.»
Grant hizo ademán de arrugar el papel, pero Darrity alargó al instante la mano.
—Para el informe, doctor.
Grant le entregó el papel y murmuró:
—¡Pobre Ralson! Murió creyendo en todas esas bobadas.
—En efecto —afirmó Blaustein—, a Ralson se le hará un gran entierro, supongo, y lo de su invento será publicado sin hablar de locura ni de suicidio. Pero los hombres del Gobierno seguirán interesándose por sus teorías locas. Mas, tal vez no sean tan locas, ¿eh, Darrity?
—No sea ridículo, doctor —cortó Grant—. No hay un solo científico entre los dedicados a este trabajo que haya mostrado la menor inquietud.
—Cuéntaselo, Darrity —aconsejó Blaustein.
—Ha habido otro suicidio. No, no, ninguno de los científicos. Nadie con título universitario. Ocurrió esta mañana e investigamos porque pensamos que podría tener cierta relación con la prueba de hoy. No parecía que la hubiera y estábamos decididos a callarlo hasta que terminaran todas las pruebas. Sólo que ahora sí que parece que haya una conexión.
—El hombre que murió era solamente un hombre con esposa y tres hijos. Ninguna historia de enfermedad mental. Se tiró debajo de un coche. Tenemos testigos y es seguro que lo hizo adrede. No murió instantáneamente y le buscaron un médico. Estaba terriblemente destrozado, pero sus últimas palabras fueron: «Ahora me siento mucho mejor». Y murió.
—Pero, ¿quién era? —preguntó Grant.
—Hal Ross. El hombre que en realidad construyó el proyector. El hombre en cuyo despacho nos encontramos.
Blaustein se acercó a la ventana. Sobre el cielo oscuro de la tarde brillaban las estrellas.
—El hombre no sabia nada de las teorías de Ralson —explicó—. Jamás había hablado con él. Me lo ha dicho Darrity. Los científicos son probablemente resistentes como un todo. Deben serlo o pronto se verían apartados de su profesión. Ralson era una excepción, un hombre sensible a la penicilina, pero decidido a quedarse. Y ya ven lo que le ha ocurrido. Pero qué hay de los demás; aquellos que siguieron el camino de la vida, donde no se va arrancando a los sensibles a la penicilina; ¿cuánta humanidad es resistente a la penicilina?
—¿Usted cree a Ralson? —preguntó Grant, horrorizado.
—No podría decirlo.
Blaustein contempló las estrellas.
¿Incubadoras?
“The C-Chute”
Aun desde la cabina donde lo habían encerrado con los demás pasajeros, el coronel Anthony Windham veía el desarrollo de la batalla. Durante un rato hubo un silencio sin sobresaltos, lo cual significaba que las naves combatían a distancia astronómica, en un duelo de descargas energéticas y potentes defensas de campo.
Sabía que eso podía tener un único fin. La nave terrícola era sólo un buque mercante provisto de armas, y una ojeada al enemigo kloro, antes de que la tripulación los retirara de la cubierta, le había bastado para indicarle que se trataba de un crucero liviano.
Y en menos de media hora comenzaron esas sacudidas que estaba esperando. Los pasajeros se tambaleaban bruscamente mientras la nave giraba y viraba igual que un barco en una tormenta. Pero el espacio seguía tan tranquilo y silencioso como siempre; era el piloto, que lanzaba desesperados chorros de vapor por los tubos para que la nave rodara y girara por reacción. Eso sólo podía significar que había ocurrido lo inevitable: se habían eliminado las pantallas protectoras de la nave terrícola y ya no soportarían un impacto directo.
El coronel Windham se apoyó en su bastón de aluminio. Pensó que era un anciano, que se había pasado la vida en la milicia sin participar en ningún combate y que, en ese momento, con una batalla desarrollándose a su alrededor, se veía viejo, gordo, cojo y sin hombres bajo su mando.
Pronto los abordarían esos monstruos kloros. Era su modo de luchar. Sus trajes espaciales los estorbarían, así que sufrirían muchas bajas; pero querían la nave terrícola. Windham observó a los pasajeros. Por un momento pensó: si estuvieran armados y yo pudiera dirigirlos…
Desechó la idea. Porter obviamente se había acobardado y el joven Leblanc no estaba mucho mejor. Los hermanos Polyorketes —demonios, no podía distinguirlos— murmuraban en un rincón. Mullen era diferente, estaba erguido en su asiento, sin demostrar miedo ni otras emociones; pero medía apenas un metro cincuenta de estatura y era evidente que jamás había empuñado un arma en su vida. No podía hacer nada.
Y estaba Stuart, con su sonrisa socarrona y la incisiva ironía que impregnaba cada una de sus frases. Windham lo miró y vio que se acariciaba el cabello trigueño con sus manos pálidas. Con esas manos artificiales resultaba inservible.
Sintió la vibrante sacudida del contacto entre ambas naves y, a los cinco minutos, se oyó ruido de combate en los corredores. Uno de los hermanos Polyorketes dio un grito y echó a correr hacia la puerta. El otro hizo lo propio después de gritar:
—¡Arístides, espera!
Sucedió de repente. Arístides salió al corredor, presa del pánico. Un carbonizador fulguró y ni siquiera se escuchó un gemido. Windham, desde la puerta, apartó horrorizado la vista de aquellos restos ennegrecidos. Resultaba extraño: toda una vida de uniforme y jamás había presenciado una muerte violenta.
Se necesitó la fuerza de todos los demás para arrastrar al otro hermano al interior de la habitación.
El alboroto de la batalla se apaciguó.
—Ha terminado —dijo Stuart—. Pondrán dos tripulantes profesionales a bordo y nos llevarán a uno de sus planetas. Somos prisioneros de guerra, naturalmente.
—¿Sólo dos kloros permanecerán a bordo? —preguntó sorprendido Windham.
—Es su costumbre —respondió Stuart—. ¿Por qué lo pregunta, coronel? ¿Piensa encabezar un gallardo intento de recuperar la nave?
Windham se sonrojó.
—Sólo era curiosidad, qué diablos.
Pero supo que no había dado con la nota de dignidad y autoridad que buscaba. Era simplemente un viejo cojo.
Y Stuart quizá tuviera razón. Había vivido entre los kloros y conocía sus costumbres.
John Stuart sostuvo desde un principio que los kloros eran unos caballeros. Tras haber transcurrido veinticuatro horas de encarcelamiento, repetía esa afirmación mientras flexionaba los dedos y observaba las arrugas que surcaban el blando artiplasma.
Disfrutaba de la reacción airada que causaba en los demás. Las personas estaban hechas para ser perforadas; eran vejigas con demasiado aire. Y sus manos eran del mismo material que sus cuerpos.
Anthony Windham era un caso especial. Se hacía llamar coronel Windham, y Stuart estaba dispuesto a creerle. Un coronel retirado que tal vez hubiese adiestrado una guardia miliciana en un prado de aldea, cuarenta años atrás, y con tal falta de distinción que no lo reincorporaron al servicio con ningún cargo, ni siquiera durante la emergencia de la primera guerra interestelar de la Tierra.
—No es oportuno hablar así del enemigo, Stuart. No sé si me gusta esa actitud.
Windham parecía empujar las palabras a través del pulcro bigote. También se había rasurado la cabeza, imitando el estilo militar en boga, pero un vello gris empezaba a rodearle la coronilla calva. Las mejillas fofas se le aflojaban, lo cual, sumado a las venillas rojas de la nariz, le daba un aire desaliñado, como si lo hubieran despertado de golpe y demasiado temprano.
—Pamplinas —rechazó Stuart—. Invierta esta situación. Suponga que una nave militar terrícola hubiera capturado una de sus naves de travesía. ¿Qué cree que habría pasado con los civiles kloros?
—Estoy seguro de que la flota terrícola observaría las reglas de la guerra interestelar —sostuvo Windham.
—Sólo que no existen. Si pusiéramos una tripulación profesional en una de sus naves, ¿se cree que nos tomaríamos la molestia de mantener una atmósfera de cloro para los supervivientes, que les permitiríamos conservar sus pertenencias legítimas, que les cederíamos la sala más confortable, etcétera, etcétera, etcétera?
—Oh, cállese, por amor de Dios —se quejó Ben Porter—. Si oigo sus etcéteras una vez más, me volveré loco.
—Lo lamento —dijo Stuart, sin lamentarlo.
Porter a duras penas conservaba el aplomo. El rostro delgado y la nariz ganchuda le relucían de sudor, y se mordió el interior de la mejilla hasta que hizo una mueca de dolor. Apoyó la lengua en el sitio dolorido, lo cual acrecentó su aspecto de payaso.
Stuart se estaba cansando de azuzarlos. Windham era un enemigo demasiado débil y Porter sólo sabía temblar. Los demás guardaban silencio. Demetrios Polyorketes se refugiaba en un mundo de callada congoja interior. Tal vez no hubiera dormido esa noche. Al menos, cuando Stuart se despertó y cambió de postura, —pues él también se hallaba inquieto— le oyó murmurar en la litera. No dejaba de decir cosas, pero lo que más repetía era: «¡Oh, mi hermano!»
Ahora estaba sentado en la litera, mirando con ojos inflamados a los demás prisioneros y con la barba crecida en su rostro moreno. Hundió la cara en las palmas callosas y sólo se le vieron los mechones de pelo crespo y negro. Se balanceó lentamente, pero como todos se encontraban despiertos no emitió ningún sonido.
Claude Leblanc se esforzaba en vano por leer una carta. Era el más joven de los seis. Recién salido de la universidad, regresaba a la Tierra para casarse. Esa mañana Stuart lo había sorprendido sollozando en silencio, con su rostro rosa y blanco abotargado como el de un niño desconsolado. Era muy rubio y poseía una belleza casi femenina en torno de sus grandes ojos azules y sus labios carnosos. Stuart se preguntó qué clase de chica sería la muchacha que había prometido convertirse en su esposa. Había visto la foto, como todos a bordo. Tenía esa belleza insípida que volvía indistinguibles los retratos de las novias. Stuart pensó que de ser él mujer preferiría alguien más viril.
Eso le dejaba sólo a Randolph Mullen. Con franqueza, no sabía qué idea hacerse de él. Era el único de los seis que había pasado un tiempo considerable en los mundos arcturianos. Stuart sólo había estado allí el tiempo suficiente para dictar una serie de conferencias sobre ingeniería astronáutica en el instituto provincial de ingeniería. El coronel Windham había ido de visita a Cook, Porter estuvo comprando hortalizas concentradas alienígenas para sus plantas de enlatado de la Tierra, y los hermanos Polyorketes, tras intentar establecerse en Arcturus como granjeros, al cabo de dos estaciones renunciaron, obtuvieron algunas ganancias de la venta y regresaban a la Tierra.
Randolph Mullen, en cambio, había pasado diecisiete años en el sistema arcturiano. ¿Cómo hacían los viajeros para averiguar tan pronto tantas cosas sobre sus compañeros de travesía? Ese hombrecillo apenas había hablado durante su estancia a bordo. Era infaliblemente cortés, siempre se hacía a un lado para ceder el paso y su vocabulario parecía consistir en «gracias» y «con perdón». Sin embargo, se sabía que ése constituía su primer viaje a la Tierra en diecisiete años.
Era un hombrecillo menudo, y tan meticuloso que resultaba irritante. Al despertar esa mañana, había hecho su cama, se había afeitado, bañado y vestido. El hecho de ser prisionero de los kloros no alteraba sus hábitos de años. No hacía alarde de ello, eso había que admitirlo, y no parecía reprobar el desaliño de los demás; se limitaba a permanecer sentado, casi con pudor, enfundado en su atuendo conservador y con las manos entrelazadas sobre el regazo. La fina línea de vello que le cubría el labio superior, lejos de infundirle carácter, ponía absurdamente un énfasis en su apocamiento.