Cuentos completos (79 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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Deseaba llorar pero no podía; tenía los ojos secos y doloridos.

Y de pronto le entró una risa loca y no podía parar. Era divertido. Buscando respuestas a tantas preguntas y las encontraba todas de golpe. Había encontrado incluso la respuesta a la pregunta que creyó que no tenía la menor relación con el caso.

Por fin había descubierto por qué Drake se había casado con ella.

Creced y multiplicaos (1951)

“Breeds There a Man…?”

El sargento de Policía Mankiewicz hablaba por teléfono y lo estaba pasando mal. Su conversación más parecía un embrollo contado a su manera.

Estaba diciendo:

—Está bien. Llegó y dijo: «Enciérrenme en la cárcel porque quiero matarme.»

—…

—¿Qué puedo hacer yo? Éstas fueron sus palabras exactas. A mí también me parece cosa de un loco.

—…

—Oiga, señor, el tío responde a la descripción. Usted me pidió información y yo se la estoy dando.

—…

—Sí, tiene la cicatriz exactamente en la mejilla derecha y me dijo que se llamaba John Smith. No dijo que fuera doctor ni nada de nada.

—…

—Bueno, puede que se lo invente. Nadie se llama John Smith. Por lo menos no en una comisaría de Policía.

—…

—Ahora está encerrado.

—…

—Sí, lo digo en serio.

—…

—Resistirse a la Ley, asalto y agresión, daños intencionados. Son tres cargos.

—…

—A mí qué me importa quien sea.

—…

—Está bien. Espero.

Miró al oficial Brown y puso la mano sobre el auricular. Era una manaza como un jamón que casi se tragaba todo el aparato. Su cara de facciones acusadas estaba enrojecida y sudada bajo una mata de pelo amarillo claro. Exclamó:

—¡Problemas! Nada hay sino problemas en una comisaría. Preferiría mil veces patear la calle.

—¿Quién está al teléfono? —preguntó Brown. Acababa de llegar y en realidad le tenía sin cuidado, pero pensó que, en efecto, Mankiewicz estaría mejor patrullando la calle.

—Oak Ridge. Conferencia. Un tipo llamado Grant. Jefe de una división acabada en ógica o así, y ahora se ha ido en busca de alguien más a setenta y cinco centavos el minuto…

—¡Diga!

Mankiewicz volvió a agarrar el teléfono y se sentó.

—Mire, deje que le explique desde el principio. Quiero que lo entienda de una vez y, después, si no le gusta puede mandar a alguien aquí. El tipo no quiere un abogado. Asegura que sólo quiere quedarse en la cárcel y, amigo, no me parece mal.

—…

—Bueno, ¿quiere escucharme de una vez? Vino ayer, vino directamente hacia mí y dijo: «Oficial, quiero que me encierre en la cárcel porque quiero matarme». Así que yo le dije: «Óigame, lamento que quiera matarse. No lo haga porque si lo hace, lo lamentará el resto de su vida».

—…

—Hablo en serio. Sólo le digo lo que le dije. No le digo que sea una broma pesada, ya tengo bastantes problemas aquí, no sé si me entiende. ¿Cree que lo único que hago aquí es atender a locos que entran y…?

—…

—Déjeme hablar, ¿quiere? Le dije: «No puedo meterle en la cárcel porque quiera matarse. No es ningún crimen», y él me contestó: «Pero yo no quiero morir». Así que le dije: «Oiga, amigo, largo de aquí». Quiero decir que si un tipo quiere suicidarse, está bien, y sí no quiere, también, pero lo que no tolero es que venga a llorar sobre mi hombro.

—…

—Ya sigo. Así que él me dijo: «¿Si cometo un crimen me meterá en la cárcel?» Yo le contesté: «Si le descubren y alguien presenta una denuncia y no tiene dinero para pagar la fianza, le encerraré. Ahora, ¡lárguese!» Así que cogió el tintero de mi mesa y antes de que pudiera detenerle lo vació sobre el libro de registro de la Policía.

—…

—Está bien. ¿Por qué cree que le he acusado de daños intencionados? Le tinta me manchó todo el pantalón.

—…

—Sí, asalto y agresión, también. Me acerqué para sacudirle y hacerle entrar en razón y me dio una patada en la espinilla y un golpe en el ojo.

—…

—No me invento nada. ¿Quiere usted venir y mirarme la cara?

—…

—Irá a juicio un día de éstos. El jueves, a lo mejor.

—…

—Noventa días es lo menos que le pondrán, a menos que los psicos digan lo contrario. Por mí que debería estar en el manicomio.

—…

—Oficialmente, es John Smith. Es el único nombre que nos da.

—…

—No, señor. No se le soltará sin las debidas diligencias legales.

—…

—O.K. hágalo si quiere, amigo. Yo me limito a cumplir con mi deber aquí.

Dejó de golpe el teléfono sobre su soporte, después volvió a levantarlo y marcó un número. Dijo:

—¿Gianetti? —acertó y empezó a hablar de nuevo—. Óyeme, ¿qué es C.E.A.? He estado hablando con un chillado por teléfono y dice que…

—…

—No, no es chiste, botarate. Si lo fuera, lo diría. ¿Qué es esta sopa de letras?

Prestó atención, dijo «gracias» con voz ahogada y colgó.

Había perdido parte de su color.

—El segundo tipo era el jefe de la Comisión de Energía Atómica —explicó a Brown—. Debieron conectarle de Oak Ridge a Washington.

Brown se puso en pie de un salto.

—A lo mejor el FBI anda detrás de ese John Smith. Puede que sea uno de esos científicos. —Se sintió impelido a filosofar—. Deberían guardar los secretos atómicos lejos de estos tipos. Las cosas iban muy bien mientras el general Groves era el único que estaba enterado de lo de la bomba atómica. Pero una vez hubieron metido a todos esos científicos…

—Cállate ya —rugió Mankiewicz.

El doctor Oswald Grant mantenía los ojos fijos en la línea blanca que marcaba la carretera y conducía el coche como si fuera su enemigo. Siempre lo hacía así. Era alto y nudoso, con una expresión ausente estampada en su cara. Las rodillas tocaban al volante y los nudillos se le quedaban blancos cada vez que tomaba una curva.

El inspector Darrity se sentaba a su lado con las piernas cruzadas de forma que la suela de su zapato izquierdo presionaba fuertemente la puerta. Cuando retirara el zapato quedaría una marca terrosa. Se entretenía pasando un cortaplumas marrón de una mano a la otra. Antes, lo había abierto, descubriendo su hoja brillante, maligna, para limpiarse las uñas mientras viajaban, pero un súbito viraje por poco le cuesta un dedo, así que desistió. Preguntó:

—¿Qué sabe de ese Ralson?

El doctor Grant apartó la vista momentáneamente del camino, pero volvió a mirar. Inquieto, respondió:

—Le conozco desde que se doctoró en Princeton. Es un hombre muy brillante.

—¿Sí? Conque brillante, ¿eh? ¿Por qué será que todos los científicos se describen mutuamente como «brillantes»? ¿Es que no los hay mediocres?

—Sí, muchos. Yo soy uno de ellos. Pero Ralson, no. Pregúnteselo a cualquiera. Pregunte a Oppenheimer. Pregunte a Bush. Fue el observador más joven en Alamogordo.

—O.K. Era brillante. ¿Qué hay de su vida privada?

Grant tardó en contestar.

—No lo sé.

—Le conoce desde Princeton. ¿Cuántos años son?

Llevaban dos horas corriendo en dirección norte por la autopista de Washington, sin casi haber cruzado palabra. Ahora Grant notó que la atmósfera cambiaba y sintió el peso de la Ley sobre el cuello de su gabán.

—Se graduó en el año cuarenta y tres.

—Entonces hace ocho años que le conoce.

—Eso es.

—¿Y no sabe nada de su vida privada?

—La vida de un hombre a él le pertenece, inspector. No era muy sociable. La mayoría son así. Trabajan bajo fuerte presión y cuando están lejos del empleo, no les interesa seguir con las amistades del laboratorio.

—¿Pertenecía a alguna organización, que usted sepa?

—No.

—¿Le dijo alguna vez algo que le hiciera pensar que fuera un traidor?

—¡No! —gritó Grant, y por un momento hubo silencio.

De pronto Darrity preguntó:

—¿Es muy importante Ralson en la investigación atómica?

Grant se inclinó sobre el volante y respondió:

—Tan importante como cualquier otro. Le aseguro que nadie es indispensable, pero Ralson siempre ha parecido ser único. Tiene mentalidad de ingeniero.

—¿Y eso qué quiere decir?

—No es un gran matemático en sí, pero sabe resolver los problemas que la matemática de otros crean en la vida. No hay nadie como él cuando se presenta el caso. Una y otra vez, inspector, hemos tenido un problema que solucionar sin tiempo para hacerlo. Todo eran mentes vacías a nuestro alrededor, hasta que él pensaba y decía: ¿Por qué no pruebas tal y tal cosa? Y se iba. Ni siquiera le interesaba averiguar si funcionaría. Pero siempre funcionaba. ¡Siempre! Quizá lo hubiéramos conseguido nosotros también, pero nos hubiera llevado meses de horas extra. No sé cómo lo hace. También resulta inútil preguntarle. Se limita mirarte y te dice: «Era obvio» y se marcha. Naturalmente, una vez nos ha dicho cómo hay que hacerlo, es obvio.

El inspector le dejó que hablara. Cuando ya no dijo más, preguntó:

—¿Diría usted que Ralson es raro, mentalmente? Inestable, quiero decir.

—Cuando una persona es un genio, no espera uno que sea normal, ¿no le parece?

—Puede que no. Pero, ¿hasta qué punto es anormal este genio determinado?

—Nunca hablaba de sus cosas. A veces, no quería trabajar.

—¿Se quedaba en casa y se iba a pescar?

—No, no. Venía al laboratorio, ya lo creo, pero se quedaba sentado ante su mesa. A veces, esto duraba semanas. Si uno le hablaba no contestaba, ni siquiera te miraba.

—¿Alguna vez dejó de trabajar del todo?

—¿Antes de ahora, quiere decir? ¡Jamás!

—¿Declaró alguna vez que quería suicidarse? ¿Dijo alguna vez que sólo se sentiría seguro en la cárcel?

—No.

—¿Está seguro de que John Smith es Ralson?

—Casi seguro. Tiene una quemadura en la mejilla derecha que es inconfundible.

—O.K. Está bien, hablaré con él y veré qué tal suena.

Esta vez el silencio fue duradero. El doctor Grant siguió la línea blanca mientras que el inspector Darrity lanzaba el cortaplumas en arcos poco pronunciados, de una mano a otra.

El celador escuchó desde el locutorio y miró a sus visitantes.

—Podemos hacer que le traigan aquí, inspector, si no le importa.

—No —Grant movió la cabeza—, iremos a verle.

—¿Es eso normal en Ralson, doctor Grant? —preguntó Darrity—. ¿Teme que ataque al celador que trate de sacarlo de su celda?

—No sabría decírselo —dijo Grant.

El celador tendió una mano callosa. Su nariz bulbosa se arrugó algo.

—Hemos tratado de no hacer nada con él hasta ahora, debido al telegrama de Washington; pero, francamente, no tendría que estar aquí. Estaré encantado de perderle de vista.

—Le visitaremos en su celda —anunció Darrity. Recorrieron el frío corredor bordeado de rejas. Ojos vacíos de curiosidad contemplaron su paso. Al doctor Grant se le puso la carne de gallina.

—¿Lo han tenido aquí todo este tiempo?

Darrity no contestó. El guardia que les precedía se detuvo:

—Esta es la celda.

—¿Es éste el doctor Ralson? —preguntó Darrity. El doctor Grant miró silenciosamente a la figura que estaba encima del jergón. El hombre estaba echado, cuando llegaron a la celda, pero ahora se había incorporado sobre un codo y parecía que trataba de incrustarse en la pared. Su cabello era ceniciento y escaso, su cuerpo flaco, los ojos vacíos de un azul de porcelana. En la mejilla derecha tenía una cicatriz rosada, en relieve, que terminaba en un rabo de renacuajo. El doctor Grant dijo:

—Es Ralson.

El guardia abrió la puerta y entró, pero el inspector Darrity le mandó salir con un gesto. Ralson les observaba, en silencio. Había puesto ambos pies sobre el jergón y seguía echándose atrás. Su nuez se agitaba al tragar. Darrity preguntó en tono tranquilo:

—¿Doctor Elwood Ralson?

—¿Qué quiere? —Su voz era sorprendente, de barítono.

—Por favor, ¿quiere venir con nosotros? Hay unas cuantas preguntas que nos gustaría hacerle.

—¡No! ¡Déjeme en paz!

—Doctor Ralson —interpuso Grant—, me han enviado para que le ruegue que vuelva al trabajo.

Ralson miró al científico y en sus ojos hubo un brillo fugaz que no era de miedo. Le saludó:

—Hola, Grant. —Bajó del camastro—. Óigame, he estado intentando lograr que me encierren en una celda acolchada. ¿No puede conseguir que lo hagan por mí? Usted me conoce, Grant. No le pediría algo que no considerara necesario. Ayúdeme. No puedo soportar estas paredes tan duras. Me hacen querer…, estrellarme contra ellas…

Bajó la palma de la mano y golpeó el muro gris y duro de cemento, detrás de su camastro. Darrity pareció pensativo. Sacó su cortaplumas y lo abrió dejando ver su hoja brillante. Se rascó la uña del pulgar cuidadosamente y preguntó:

—¿Le gustaría que le viera un médico?

Pero Ralson no le contestó. Seguía con la mirada el brillo del metal y entreabrió y humedeció sus labios. Su respiración se hizo ronca y entrecortada.

—¡Guarde eso! —exclamó.

—¿Qué guarde qué? —inquirió Darrity.

—Su navaja. No me la ponga delante. No puedo soportar mirarla.

—¿Por qué no? —preguntó Darrity, y se la tendió—. ¿Le ocurre algo? Es un buen cortaplumas.

Ralson saltó. Darrity dio un paso atrás y su mano izquierda cayó sobre la muñeca del otro. Levantó la navaja en alto.

—¿Qué le pasa, Ralson? ¿Qué está buscando?

Grant protestó, pero Darrity le silenció.

—¿Qué se propone, Ralson?

Ralson trató de alzarse, pero se doblegó bajo la tremenda garra del otro. Jadeó:

—Déme la navaja.

—¿Por qué, Ralson? ¿Qué quiere hacer con ella?

—Por favor, tengo que… —Ahora suplicaba—. Tengo que dejar de vivir.

—¿Tiene ganas de morir?

—No, pero debo hacerlo.

Darrity le dio un empujón. Ralson se tambaleó hacia atrás y cayó de espaldas sobre su camastro que crujió ruidosamente Sin prisa, Darrity dobló la hoja de su cortaplumas, la metió en su ranura, y lo guardó. Ralson se cubrió el rostro. Sus hombros se sacudían, pero por lo demás no hizo ningún movimiento. Se oyeron gritos en el corredor, al reaccionar los demás presos por el ruido que salía de la celda de Ralson. El guardia se acercó corriendo, gritando «¡Silencio!» al pasar. Darrity le miró:

—No pasa nada, guardia.

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