Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
Se secaba las manos en un enorme pañuelo blanco.
—Creo que debemos buscarle un médico.
El doctor Gottfried Blaustein era bajito y moreno y hablaba con algo de acento austriaco. Le faltaba solamente una perilla para parecer, a los ojos de los profanos, su propia caricatura. Pero iba afeitado y muy cuidadosamente vestido. Observó a Grant de cerca, como calibrándole, observándole y guardando sus deducciones. Lo hacía ahora maquinalmente con cualquiera que se encontrara. Dijo:
—Me ha proporcionado cierta imagen. Me describe un hombre de gran talento, quizás incluso un genio. Me dice que se ha encontrado siempre incómodo con la gente, que jamás ha encajado con su entorno del laboratorio, aunque era allí donde cosechaba los mayores éxitos. ¿Hay algún otro ambiente en el que haya encajado?
—No le comprendo.
—No todos nosotros hemos sido tan afortunados como para encontrar un tipo de compañía satisfactoria en el lugar o en el campo donde encontramos necesario ganarnos la vida. Frecuentemente, uno encuentra compensación tocando un instrumento, o haciendo marchas, o perteneciendo a algún club. En otras palabras, uno se crea un nuevo tipo de sociedad, cuando no trabaja, en el que uno se siente más a gusto. No es necesario que tenga la menor relación con la ocupación ordinaria. Es una evasión, y no necesariamente insana. —Sonrió, y añadió—: Yo mismo, yo colecciono sellos. Soy miembro activo de la Sociedad Americana de Filatélicos.
Grant sacudió la cabeza.
—Ignoro lo que hacia fuera de su trabajo. Dudo que hiciera algo como lo que usted ha mencionado.
—¡Humm! Esto sería triste. Disfrutar y relajarse donde se pueda es bueno, pero hay que encontrar esa distracción, ¿no cree?
—¿Ha hablado ya con el doctor Ralson?
—¿Sobre sus problemas? No.
—¿Y no va a hacerlo?
—¡Oh, sí! Pero lleva aquí solamente una semana. Uno debe darle la oportunidad de recuperarse. Estaba en un estado sumamente excitado cuando llegó aquí. Era casi el delirio. Déjele que descanse y se acostumbre a su nuevo entorno. Entonces, le interrogaré.
—¿Podrá hacer que vuelva al trabajo?
—¿Cómo puedo saberlo? —Blaustein sonrió—. Ni siquiera sé cuál es su enfermedad.
—¿No podría por lo menos liberarle de la peor parte…, de su obsesión suicida…, y ocuparse del resto de la cura ya sin prisa?
—Tal vez. No puedo siquiera aventurar una opinión sin varias entrevistas.
—¿Cuánto tiempo supone que tardará?
—En estos casos, doctor Grant, nadie puede saberlo.
Grant se apretó las manos con fuerza.
—Bien, entonces haga lo que le parezca mejor. Pero todo esto es mucho más importante de lo que supone.
—Puede ser. Pero usted debería ayudarme, doctor Grant.
—¿Cómo?
—¿Puede conseguirme ciertos informes que tal vez se consideren de máximo secreto?
—¿Qué tipo de información?
—Me gustaría saber cuántos suicidios han ocurrido, desde 1945, entre los científicos nucleares. También cuántos han abandonado sus puestos para pasarse a otro tipo de trabajos científicos, o abandonado por completo la ciencia.
—¿Está esto relacionado con Ralson?
—¿No cree usted que podría ser una enfermedad ocupacional, me refiero a su tremenda tristeza?
—Bueno, naturalmente, muchos han dejado sus puestos.
—¿Por qué naturalmente, doctor Grant?
—Debe conocer lo que ocurre, doctor Blaustein. La atmósfera en la investigación atómica moderna es de enorme presión y compromiso. Trabaja con el Gobierno, trabaja con los militares, no puede hablar de su trabajo; tiene que cuidar mucho lo que dice. Naturalmente, si se presenta la oportunidad de un puesto en la Universidad, donde puede fijar sus horarios, hacer su trabajo, escribir artículos que no deban ser sometidos a la C.E.A., asistir a congresos que no se celebran a puerta cerrada, uno lo agarra.
—¿Y abandona para siempre su especialidad?
—Siempre tiene aplicaciones no militares. Por supuesto, hubo un hombre que abandonó por otra razón. Una vez me contó que no podía dormir por las noches. Decía que oía cien mil gritos procedentes de Hiroshima cuando apagaban las luces. Lo último que he sabido de él es que se colocó de dependiente en una mercería.
—¿Y usted ha oído gritos alguna vez?
Grant movió afirmativamente la cabeza.
—No es agradable saber que incluso una mínima parte de la responsabilidad de la destrucción atómica pueda ser mía.
—¿Qué pensaba Ralson?
—Jamás hablaba de estas cosas.
—En otras palabras, si lo sentía, nunca se sirvió de la válvula de escape que hubiera sido comentarlo con ustedes.
—Creo que no.
—Sin embargo, hay que seguir con la investigación nuclear, ¿no?
—Ya lo creo.
—¿Cómo actuaría, doctor Grant, si sintiera que tenía que hacer algo que no puede hacer?
Grant se encogió de hombros.
—No lo sé.
—Algunas personas se matan.
—¿Quiere decir que esto puede ser lo de Ralson?
—No lo sé. No lo sé. Esta noche hablaré con el doctor Ralson. No puedo prometerle nada, claro, pero le diré lo que pueda.
—Gracias, doctor —dijo Grant levantándose—, trataré de conseguir la información que me ha pedido.
El aspecto de Elwood Ralson había mejorado en la semana que llevaba en el sanatorio del doctor Blaustein. Había engordado un poco y parte de su desasosiego había desaparecido. No llevaba corbata ni cinturón, ni sus zapatos tenían cordones. Blaustein preguntó:
—¿Cómo se encuentra, doctor Ralson?
—Descansado.
—¿Le tratan bien?
—No puedo quejarme, doctor.
La mano de Blaustein tanteó en busca del abrecartas con el que solía jugar en momentos de abstracción, pero sus dedos no encontraron nada. Lo había escondido, claro, con todo aquello que poseyera filo. Sobre su mesa no había otra cosa que papeles.
—Siéntese, doctor Ralson —le dijo—. ¿Qué tal van sus síntomas?
—¿Quiere decir si siento lo que usted llamaría un impulso suicida? Sí. Está mejor o peor, creo que depende de lo que piense. Pero no lo llevo siempre conmigo. No puede usted hacer nada por ayudarme.
—Quizá tenga razón. A veces hay cosas que no puedo remediar. Pero me gustaría saber todo lo que pudiera sobre usted. Es usted un hombre importante…
Ralson dio un bufido.
—¿No se considera importante? —repuso Blaustein.
—De ningún modo. No hay hombres importantes, como tampoco hay bacterias individuales importantes.
—No comprendo.
—No pretendo que lo comprenda.
—No obstante, me parece que detrás de su afirmación debe de haber mucha reflexión. Sería ciertamente del mayor interés para mí que me explicara un poco ese pensamiento.
Ralson sonrió por primera vez. No era una sonrisa agradable. La nariz se le había quedado blanca. Comentó:
—Es divertido observarle, doctor. Cumple concienzudamente su cometido. Quiere usted escucharme, ¿no es cierto?, con ese aire de falso interés y fingida simpatía. Le contaré las cosas más ridículas y aún tendré la seguridad de conservar el auditorio, ¿no es así?
—¿No puede pensar que mi interés sea real, aunque también sea profesional?
—No, no le creo.
—¿Por qué no?
—No me interesa discutirlo.
—¿Prefiere regresar a su habitación?
—Si no le importa, no. —Su voz, al ponerse en pie, sonaba enfurecida, después volvió a sentarse—. ¿Por qué no utilizarle yo? No me gusta hablar a la gente. Son estúpidos. No ven las cosas. Miran lo obvio durante horas y no significa nada para ellos. Si les hablara no comprenderían; se les terminaría la paciencia; se reirían. En cambio usted tiene que escucharme. Es su trabajo. No puede interrumpir para decirme que estoy loco, aunque a lo mejor lo esté pensando.
—Me alegrará escuchar todo lo que quiera contarme.
Ralson respiró profundamente.
—Hace un año que me enteré de una cosa que poca gente conoce. Puede que sea algo que ninguna persona viva alcance. ¿Sabía usted que los avances culturales se producen a borbotones? En una ciudad de treinta mil habitantes libres, por espacio de dos generaciones surgieron suficientes genios artísticos y literarios de primer orden para abastecer a una nación de millones, durante un siglo, en circunstancias ordinarias. Me refiero a la Atenas de Pericles. «Hay otros ejemplos. La Florencia de los Médicis, la Inglaterra de la reina Isabel, la España del califato de Córdoba. Hubo una oleada de reformadores sociales entre los israelitas de los siglos VIII y VII antes de Cristo. ¿Sabe lo que quiero decir?
Blaustein asintió.
—Veo que la Historia es un tema que le interesa.
—¿Por qué no? Supongo que no hay nada que diga que debo limitarme a la física nuclear y a las ondas hertzianas.
—En absoluto. Siga, por favor.
—Al principio, pensé que podía aprender más del auténtico enigma de los ciclos históricos, consultando a un especialista. Celebré alguna conferencia con un historiador. ¡Tiempo perdido!
—¿Cómo se llamaba ese historiador?
—¡Qué importa!
—Puede que nada, si prefiere considerarlo confidencial. ¿Qué le dijo?
—Dijo que yo estaba equivocado; que la Historia «sólo» parecía avanzar a saltos. Dijo que, después de mucho estudio, las grandes civilizaciones de Egipto y de Sumeria no surgieron ni de pronto ni de la nada sino basadas en otras civilizaciones menores tardías en desarrollarse que ya eran sofisticadas en sus manifestaciones. Dijo que la Atenas de Pericles creció sobre una Atenas de inferiores logros, pero sin la cual la era de Pericles no habría existido. «Le pregunté por qué no existía una Atenas posterior a Pericles de más altos logros aún, y me dijo que Atenas estaba arruinada por una plaga y por una larga guerra con Esparta. Pregunté sobre otros brotes culturales y siempre una guerra los había aniquilado o, en algunos casos, les había acompañado. Siempre era así. La verdad estaba allí; sólo tenía que inclinarse y recogerla, pero no lo hizo. —Ralson se quedó mirando al suelo y prosiguió con voz cansada—: A veces, vienen a verme al laboratorio, doctor. Dicen: «¿Cómo diablos vamos a librarnos de tal y tal efecto que arruina todos nuestros cálculos, Ralson?» Me muestran los instrumentos y los diagramas de la instalación y les digo: «Salta a la vista. ¿Por qué no hacen tal y tal cosa? Un niño podría decírselo.» Luego me alejo porque no puedo soportar el creciente asombro de sus estúpidos rostros. Más tarde, se me acercan para decirme: «Funcionó, Ralson. ¿Cómo lo calculó?» No puedo explicárselo, doctor, sería como explicarles que el agua moja. Y yo, claro, no podía explicárselo al historiador. Tampoco puedo explicárselo a usted. Es perder el tiempo.
—¿Le gustaría volver a su habitación?
—Sí.
Blaustein siguió sentado y se quedó pensando un rato después de que Ralson saliera de su despacho. Sus dedos buscaron maquinalmente en el primer cajón de la derecha de su mesa y sacaron el abrecartas. Lo hizo girar entre los dedos. Finalmente, levantó el teléfono y marcó el número que le habían dado. Dijo:
—Soy Blaustein. Hay un historiador que fue consultado por el doctor Ralson hace algún tiempo, probablemente más de un año. No conozco su nombre. Ni siquiera sé si estaba relacionado con la Universidad. Si consiguen encontrarlo me gustaría verle.
Thaddeus Milton, doctor en Filosofía, parpadeó pensativo y mirando a Blaustein se pasó la mano por el cabello entrecano, diciendo:
—Vinieron a verme y les dije que, efectivamente, había conocido a ese hombre. No obstante, he tenido poco contacto con él. En realidad sólo una conversación de tipo profesional.
—¿Cómo se encontraron?
—Me escribió una carta…, y por qué a mí y no a otra persona, lo ignoro. Habían aparecido una serie de artículos míos en una de las publicaciones divulgativas, bastante populares y de gran atracción en aquella época. Tal vez le llamaron la atención.
—Ya. ¿De qué tópico en general trataban los artículos?
—Eran consideraciones sobre la validez del enfoque cíclico a la Historia. Es decir, si uno puede o no decir que una civilización determinada debe seguir leyes de crecimiento y ocaso en cualquier asunto análogo a los que conciernen al individuo.
—He leído a Toynbee, doctor Milton.
—Entonces, sabrá a lo que me refiero.
—Y cuando el doctor Ralson le consultó, ¿era por algo relacionado con el enfoque cíclico de la Historia? —preguntó Blaustein.
—Humm. Supongo que en cierto modo, sí. Naturalmente, el hombre no es un historiador y alguna de sus nociones sobre giros culturales son excesivamente dramatizadas y, digámoslo, sensacionalistas. Perdóneme, doctor, si le hago una pregunta que pueda ser indiscreta. ¿El doctor Ralson es uno de sus clientes?
—El doctor Ralson no está bien, y le estoy cuidando. Esto y todo lo que se diga aquí, será, por supuesto, confidencial.
—Está bien. Lo comprendo. Sin embargo, su respuesta me explica algo. Algunas de sus ideas casi rozaban lo irracional. Me pareció que siempre estaba preocupado por la relación entre lo que él llamaba «brotes culturales» y las calamidades de un tipo u otro. Ahora bien, estas relaciones se han observado con frecuencia. El momento de mayor vitalidad de una nación puede aparecer en tiempos de gran inseguridad nacional. Los Países Bajos es un ejemplo. Sus grandes artistas, estadistas y exploradores pertenecen al principio del siglo XVII cuando se encontraba enfrascada en una lucha a muerte con el mayor poder europeo de la época, España. Cuando el país estaba al borde de la destrucción, creaba un imperio en el Lejano Oriente y había asegurado puntos de apoyo en América del Sur, en la punta del África meridional, y en el valle del Hudson en América del Norte. Su flota mantenía a Inglaterra a raya. Y cuando su seguridad política quedó asegurada, sobrevino el ocaso.
»Como le he dicho, suele ocurrir. Los grupos, como los individuos, se alzan a indecibles alturas en respuesta a un desafío, y se limitan a vegetar cuando éste falta. Pero, donde el doctor Ralson se apartó del sendero de la cordura fue al insistir que tal punto de vista equivalía a confundir causa y efecto. Declaró que no eran los tiempos de guerra y peligro los que estimulaban los «brotes culturales», sino más bien al contrario. Insistía en que cada vez que un grupo de hombres mostraba demasiada vitalidad y habilidad, era necesaria una guerra para destruir la posibilidad de desarrollo ulterior.
—Ya veo —comentó Blaustein.