Cuentos completos (85 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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Parecía la caricatura de un contable. Y lo más raro, pensó Stuart, era que se dedicaba precisamente a eso. Lo había leído en el registro: Randolph Fluellen Mullen; ocupación, tenedor de libros; empleadores, Cajas de Papel Prístina y Cía.; avenida de Tobías, número 27; Nueva Varsovia; Arcturus 11.

—¿Señor Stuart?

Levantó la cabeza… Era Leblanc, con un temblor en el labio inferior. Stuart procuró ser amable.

—¿Qué hay, Leblanc?

—Dígame, ¿cuándo nos soltarán?

—¿Cómo puedo saberlo?

—Todos dicen que vivió en un planeta kloro, y acaba usted de decir que son unos caballeros.

—Sí, claro. Pero hasta los caballeros libran las guerras con el propósito de ganarlas. Tal vez nos retengan mientras dure el conflicto.

—¡Pero podría durar años! Margaret me está esperando. ¡Pensará que he muerto!

—Supongo que nos permitirán enviar mensajes una vez que lleguemos a su planeta.

Porter intervino con voz ronca y agitada:

—Si usted sabe tanto sobre estos demonios, ¿qué nos harán cuando nos encarcelen? ¿Con qué nos alimentarán? ¿Nos darán oxígeno? Sin duda nos matarán. —Y añadió nostálgicamente—: A mí también me aguarda una esposa.

Pero Stuart le había oído hablar de su esposa en los días previos al ataque. No se dejó impresionar. Porter toqueteaba con sus uñas carcomidas la manga de Stuart, que se apartó con brusca repulsión. No soportaba esas horribles manos. Le sacaba de quicio que esas monstruosidades fuesen reales mientras que sus manos perfectas no eran más que imitaciones confeccionadas con látex alienígena.

—No nos matarán. Si ésa fuera su intención ya lo hubiesen hecho. Nosotros también capturamos kloros, y es cuestión de sentido común tratar bien a los prisioneros si se espera lo mismo del otro bando. Sabrán comportarse. Quizá la comida no sea excelente, pero son mejores químicos que nosotros. Son sobresalientes en eso. Sabrán exactamente qué factores alimentarios y cuántas calorías necesitamos. Sobreviviremos. Ellos se encargarán de que así sea.

—Habla usted cada vez más como un simpatizante de esos bichos verdes —gruñó Windham—. Me revuelve el estómago que un terrícola hable de esas criaturas como lo hace usted. Rayos, ¿dónde está su lealtad?

—Mi lealtad está donde corresponde; con la honestidad y la decencia, al margen de la forma del ser que las practique. —Levantó sus manos—. ¿Ve esto? Es obra de los kloros. Viví seis meses en uno de sus planetas. Las máquinas de acondicionamiento de mis aposentos me destrozaron las manos. Pensé que el suministro de oxígeno que me daban era escaso (en realidad no lo era) y procuré hacer ajustes por mi cuenta. Fue culpa mía. No conviene aventurarse con las máquinas de otra cultura. Cuando los kloros atinaron a ponerse un traje atmosférico y llegar a mí, era demasiado tarde para salvar mis manos.

»Cultivaron estas cosas de artiplasma y me operaron. Para ello tuvieron que diseñar equipo y soluciones nutrientes que funcionaran en una atmósfera de oxígeno. Sus cirujanos tuvieron que efectuar una delicada operación enfundados en trajes atmosféricos. Y yo recuperé las manos. —Se rió con aspereza, apretando los puños—. Manos…

—¿Y por eso vende la lealtad que debe a la Tierra? —le reprochó Windham.

—¿Vender mi lealtad? Usted está loco. Durante años odié a los kloros por esto. Yo era piloto mayor de las Líneas Espaciales Transgalácticas antes de este suceso. ¿Ahora? Trabajo en un escritorio. Y doy algunas conferencias. Tardé tiempo en asumir la responsabilidad y comprender que los kloros se habían comportado con decencia. Tienen su propio código ético y es tan bueno como el nuestro. Si no fuera por la estupidez de algunos de ellos y de algunos de los nuestros no estaríamos en guerra. Y cuando haya terminado…

Polyorketes estaba de pie. Curvó los gruesos dedos y sus ojos oscuros relucieron.

—No me gusta su modo de hablar, amigo.

—¿Por qué?

—Porque habla demasiado bien de esos bastardos verdes. Los kloros se portaron bien con usted, ¿eh? Bueno, pues no hicieron lo mismo con mi hermano. Lo mataron. Y tal vez yo le mate a usted, maldito espía de los verdes.

Y atacó.

Stuart apenas tuvo tiempo de alzar los brazos para contener al furibundo granjero. Jadeó un juramento mientras le sujetaba una muñeca y movía el hombro para evitar que el otro le apresara la garganta.

Su mano de artiplasma cedió. Polyorketes se zafó sin esfuerzo.

Windham resollaba, Leblanc les pedía que se detuvieran, con su voz aflautada; pero fue el pequeño Mullen quien agarró al granjero por detrás y tiró con todas sus fuerzas. No fue muy efectivo, pues Polyorketes ni siquiera notó el peso del hombrecillo en su espalda. Mullen se vio levantado en vilo y empezó a patalear. Pero no soltó a Polyorketes y al fin Stuart logró zafarse y echó mano del bastón de aluminio de Windham.

—Aléjese, Polyorketes —advirtió.

Recobraba el aliento, temiendo otra embestida. Ese hueco cilindro de aluminio no serviría de mucho, pero era mejor que contar sólo con sus débiles manos.

Mullen soltó a Polyorketes y se mantuvo alerta, con la respiración entrecortada y la chaqueta desaliñada.

Polyorketes se quedó inmóvil. Agachó su cabeza desgreñada.

—Es inútil —masculló—. Lo que he de matar son kloros. Pero cuide su lengua, Stuart. Si habla más de la cuenta puede tener problemas. Hablo en serio.

Stuart se pasó el brazo por la frente y le devolvió el bastón a Windham, quien lo tomó con la mano izquierda mientras usaba la derecha para enjugarse la calva con un pañuelo mientras hablaba:

—Caballeros, evitemos estas fricciones. Atentan contra nuestro prestigio. Recordemos al enemigo común. Somos terrícolas y hemos de actuar como lo que somos, la raza dominante en la galaxia. No debemos degradarnos ante las razas inferiores.

—Sí, coronel —resopló Stuart—. Ahórrese el resto del discurso para mañana. —Se volvió hacia Mullen—. Quiero darle las gracias.

Le causaba embarazo, pero tenía que hacerlo. El pequeño contable lo había sorprendido. Pero Mullen, con una voz seca que apenas se elevó por encima de un susurro, replicó:

—No me lo agradezca, señor Stuart. Era lo único que podía hacer. Si nos encarcelan, le necesitaremos como intérprete. Usted entiende a los kloros.

Stuart se puso tenso. Era el típico razonamiento de un tenedor de libros, demasiado lógico, demasiado árido. Riesgo presente y provecho futuro. Un pulcro equilibrio entre créditos y débitos. Hubiera preferido que Mullen lo defendiera por…, bueno, por mera decencia, sin egoísmos.

Se rió de sí mismo. Comenzaba a esperar idealismo de los seres humanos, en vez de motivaciones claras e interesadas.

Polyorketes estaba aturdido. La pena y la furia actuaban como un ácido en su interior, pero no hallaban palabras para expresarse. Si él fuera Stuart, ese bocazas de manos blancas, podría hablar y hablar hasta sentirse mejor. En cambio, tenía que quedarse allí sentado, muerta la mitad de su ser, sin hermano, sin Arístides…

Fue tan repentino… Si pudiera retroceder en el tiempo y contar con un segundo más para frenar a Arístides, detenerlo, salvarlo…

Pero ante todo odiaba a los kloros. Dos meses atrás apenas había oído hablar de ellos, y ya los odiaba con tal furia que le alegraría morir con tal de liquidar unos cuantos.

—¿Cómo se inició esta guerra, eh? —preguntó sin levantar la vista.

Temía que le respondiera Stuart. Odiaba esa voz. Pero habló Windham, el calvo.

—La causa inmediata fue una disputa por concesiones mineras en el sistema Wyandotte. Los kloros invadieron propiedades terrícolas.

—¡Hay espacio para ambos, coronel!

Polyorketes irguió la cabeza con un gruñido. Ese Stuart no podía cerrar el pico. De nuevo con su cháchara, ese lisiado, ese sabelotodo, ese traidor.

—¿Valía la pena pelear por eso, coronel? —continuó Stuart—. No podemos usar unos los mundos del otro. Los planetas de cloro son inútiles para nosotros y nuestros planetas de oxígeno lo son para ellos. El cloro es mortífero para nosotros y el oxígeno lo es para ellos. No hay modo de mantener una hostilidad permanente. Nuestras razas no coinciden. ¿Se justifica la lucha porque ambas razas quieren extraer hierro de los mismos asteroides sin aire cuando hay millones de ellos en la galaxia?

—Está la cuestión del honor planetario… —empezó Windham. —Fertilizante planetario. ¿Cómo puede eso excusar esta ridícula guerra? Sólo se puede luchar en puestos de avanzada. Se ha reducido a una serie de acciones defensivas, y con el tiempo se dirimirá mediante negociaciones que se pudieron efectuar en primer término para evitarla. Ni nosotros ni los kloros ganaremos nada.

A regañadientes, Polyorketes comprendió que estaba de acuerdo con Stuart. ¿Qué les importaba a él y a Arístides dónde obtuvieran el hierro los terrícolas o los kloros?

¿Eso justificaba la muerte de su hermano? Sonó el timbre de advertencia.

Polyorketes irguió la cabeza y se levantó despacio, apretando los labios. En la puerta sólo podía haber una cosa. Aguardó, con los brazos en tensión y los puños cerrados. Stuart se le acercó. Polyorketes lo notó y se rió para sus adentros. Que entrara el kloro y ni Stuart ni los demás podrían detenerlo.

Espera, Arístides, espera un momento y obtendrás un poco de venganza.

Se abrió la puerta y entró un personaje enfundado en una amorfa e inflada imitación de traje espacial.

Una voz extraña, aunque no del todo desagradable, comenzó a hablar:

—Con desagrado, terrícolas, mi compañero y yo…

Y se calló cuando Polyorketes atacó profiriendo un rugido. Fue una acometida torpe, una embestida de toro: con la cabeza agachada y extendidos los brazos fornidos y los dedos velludos. Empujó a Stuart, antes de que éste tuviera la oportunidad de intervenir, y lo derribó sobre un catre.

El kloro pudo haber detenido a Polyorketes con el brazo sin mayor esfuerzo o hacerse a un lado para esquivarlo; en cambio, con un rápido movimiento desenfundó un arma, y un haz rosado la conectó con el atacante. Polyorketes se desplomó, arqueado como estaba y con un pie en el aire, víctima de una parálisis instantánea. Cayó de lado, con los ojos vivos y ardientes de furia.

—No sufrirá lesiones permanentes —dijo el kloro, sin inmutarse aparentemente ante aquel intento de violencia. Luego, volvió a empezar—: Con desagrado, terrícolas, mi compañero y yo hemos captado un cierto alboroto en esta habitación. ¿Hay alguna necesidad que podamos satisfacer?

Stuart se masajeaba la rodilla que se había raspado al chocar con el catre.

—No, gracias, kloro —masculló.

—Un momento —resopló Windham—, esto es ultrajante. Exigimos que se disponga nuestra liberación.

El kloro volvió su diminuta cabeza de insecto hacia el hombre gordo. No resultaba agradable para quien no estuviera habituado. Tenía la estatura de un terrícola, pero la parte superior consistía en un cuello que parecía un tallo fino, coronado por una cabeza que era apenas una hinchazón. Se componía de una trompa roma y triangular y, a ambos lados, sendos ojos protuberantes. Eso era todo. No había caja craneana ni cerebro. Lo que equivalía al cerebro estaba situado en lo que sería el abdomen en un terrícola; la cabeza era un mero órgano sensorial. El traje espacial respetaba la forma de la cabeza, y los ojos quedaban expuestos en dos claros semicírculos de vidrio que parecían verdes a causa de la atmósfera de cloro del interior. Uno de esos ojos estaba enfocando a Windham, quien se echó a temblar ante esa mirada.

—No tienen derecho a mantenernos prisioneros —insistió a pesar de todo—. No somos combatientes.

La voz del kloro, con su sonido artificial, surgía de un pequeño aditamento de alambre de cromo en lo que hacía las veces de pecho. La caja sonora funcionaba con aire comprimido, controlados por uno o dos de los delicados zarcillos en horqueta que surgían de los dos círculos del cuerpo superior y que, por suerte, quedaban ocultos bajo el traje.

—¿Hablas en serio, terrícola? Sin duda has oído hablar de la guerra, de las normas de la guerra y de los prisioneros de guerra.

Miró en torno, moviendo los ojos a sacudidas bruscas y fijando la vista primero en un objeto y, luego, en otro. Stuart entendía que cada ojo comunicaba un mensaje al cerebro abdominal, el cual debía coordinar ambos para obtener toda la información.

Windham no supo qué responder. Los demás callaron. El kloro, con sus cuatro extremidades principales (un par de brazos y un par de piernas), tenía un aspecto vagamente humano dentro del traje, siempre que uno no lo mirara a la cabeza; pero no había modo de adivinar sus sentimientos.

Dio media vuelta y se marchó.

Porter carraspeó y habló con voz sofocada:

—Por Dios, qué tufo a cloro. Si no hacen algo, moriremos con los pulmones destrozados.

—Cállese —le espetó Stuart—. No hay suficiente cloro en el aire para hacer estornudar a un mosquito y lo poco que hay se esfumará en dos minutos. Además, un poco de cloro será bueno para usted. Quizá mate el virus de su resfriado.

Windham tosió y dijo:

—Stuart, creo que usted pudo decirle algo sobre nuestra liberación a su amigo kloro. No es tan audaz en su presencia como cuando ellos no están, ¿eh?

—Ya oyó lo que dijo esa criatura, coronel. Somos prisioneros de guerra, y el intercambio de prisioneros lo negocian los diplomáticos. Tendremos que esperar.

Leblanc, que se había puesto pálido al ver al kloro, se levantó y corrió hacia el excusado. Le oyeron vomitar.

Se hizo un incómodo silencio mientras Stuart pensaba qué decir para disimular ese desagradable sonido. Mullen intervino. Hurgaba en un pequeño estuche que había sacado de debajo de la almohada.

—Tal vez sea mejor que el señor Leblanc tome un sedante antes de acostarse. Tengo bastantes. Me alegrará ofrecerle uno. —De inmediato explicó su generosidad—: De lo contrario, quizá nos mantenga despiertos a todos.

—Muy lógico —asintió secamente Stuart—. Será mejor que guarde alguno para nuestro caballero andante. Guarde media docena. —Se acercó a Polyorketes, que todavía estaba despatarrado, y se arrodilló—. ¿Está cómodo el niño?

—Es de pésimo gusto hablar así, Stuart —protestó Windham.

—Bien, si tan preocupado está por él, ¿por qué usted y Porter no lo llevan a su catre?

Los ayudó a trasladarlo. Los brazos de Polyorketes temblaban de un modo errático. Por lo que Stuart sabía sobre las armas nerviosas de los kloros, el hombre debía de estar sufriendo un hormigueo insoportable.

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