Cuentos completos (40 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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—Sea como fuere, lo vi todo con una claridad meridiana, como si lo supiese desde siempre pero no hubiese querido escucharlo. Me dije: ¿qué le pedía yo a Novia? Que me dejase ir allí para ponerme al frente de un grupo de jóvenes por educar, a fin de instruirlos por medio de libros. Al propio tiempo, quería establecer una Residencia para débiles mentales…, como ésta…, y la Tierra ya las tiene…, en cantidad.

La blanca dentadura de Omani brilló cuando éste sonrió.

—El nombre adecuado para instituciones como ésta es el de Instituto de Altos Estudios.

—Ahora lo comprendo todo —dijo George—. Lo veo todo tan claro que me sorprende la ceguera que he demostrado hasta ahora. Después de todo, ¿quién inventa los nuevos modelos de instrumentos que requieren técnicos del último modelo? ¿Quién inventó los espectrógrafos Beeman, por ejemplo? Un hombre llamado Beeman, supongo, que no podía haber sido educado con cintas, pues en ese caso, ¿cómo hubiera conseguido realizar su invento?

—Exactamente.

—¿Y quién hace las cintas educativas? ¿Técnicos especializados? En ese caso, ¿quién hace las cintas… que los educan a ellos? ¿Unos técnicos más avanzados? ¿Y quién hace las cintas que…? Ya ves adonde quiero ir a parar. Tiene que existir un fin, un límite. En algún punto tienen que existir hombres y mujeres dotados de un pensamiento propio y original.

—Así es, George.

George se recostó en sus almohadones, con la vista perdida por encima de la cabeza de Omani, y por un instante pareció brillar de nuevo la inquietud en su mirada.

—¿Por qué no me dijeron todo esto desde el principio?

—Ojalá pudiésemos hacerlo… —dijo Omani—. Cuántos quebraderos de cabeza nos ahorraría… Podemos analizar un cerebro y decir si su poseedor podrá ser un buen arquitecto o un buen ebanista. Pero no poseemos el medio de determinar la capacidad para el pensamiento original y creativo. Es algo demasiado sutil. Únicamente poseemos algunos métodos sumarios para identificar a los individuos susceptibles de poseer ese talento.

»El Día de la Lectura se descubren algunos de esos individuos. Tú, por ejemplo, fuiste uno de ellos. Grosso modo, suele descubrirse uno entre diez mil. Cuando llega el Día de la Educación, esos individuos son revisados de nuevo, y nueve de cada diez resultan haber sido una falsa alarma. Los restantes se envían a sitios como éste.

—¿Y qué hay de malo en decirle a la gente que uno de cada…, de cada cien mil acabará en lugares como este? —preguntó George—. Así no supondría un shock tan grande para quienes lo hicieran…

—Tienes razón, George, pero, ¿qué me dices de los que no lo lograran? ¿Los noventa y nueve mil novecientos noventa y nueve restantes? ¿Te imaginas si todas esas personas se considerasen unos fracasados? Aspiran a alguna profesión concreta, y de un modo u otro todos acaban por lograrlo. Cada uno de ellos puede escribir tras su nombre: Diplomado en tal o cual profesión. Dentro de sus posibilidades, cada hombre, cada mujer, obtienen el puesto que les corresponde dentro de la sociedad. Lo cual es necesario para el buen funcionamiento de ésta.

—¿Y qué ocurre con nosotros, los casos excepcionales?

—Bueno, a ustedes no se les puede decir. No puede ser de otro modo. Se trata de la prueba definitiva. Incluso después de la selección que supone el Día de la Educación, nueve de cada diez de los que llegan aquí no llevan en su interior la llama del genio creador, y no existe ningún mecanismo que nos permita separar a esos nueve del que buscamos. Esa décima parte debe decírnoslo por sí misma.

—¿De qué modo?

—Les traemos aquí, a la Residencia para débiles mentales, y el que no acepta su destino, el que se rebela, es el que buscamos. Es un método que puede resultar cruel, pero funciona. Por el contrario, no daría ningún resultado decirle a ese hombre: «Puedes crear, de modo que hazlo.» Es mucho mejor esperar a que él diga: «Sé que puedo crear, y lo haré les guste o no.» Hay diez mil hombres como tú sobre los que descansa el progreso tecnológico de mil quinientos mundos. No podemos permitirnos perder uno solo de ellos, o malgastar nuestras energías en un individuo que no da la talla.

George apartó a un lado la bandeja vacía y tomó la taza de café.

—¿Y qué les ocurre a los que vienen aquí y no… dan la talla?

—Se les convierte, educándoles por medio de cintas, en nuestros Científicos Sociales. Ingenescu, por ejemplo, es uno de ellos. Por lo que a mí respecta, soy Psicólogo Diplomado. Puede decirse que somos un segundo nivel en la escala.

Pausadamente, George acabó de tomarse el café. Entonces, con aire pensativo, dijo:

—Hay algo que todavía no tengo claro…

—¿De qué se trata?

George apartó la ropa de cama y se puso de pie.

—¿Por qué les llaman Juegos Olímpicos?

Sensación de poder (1958)

“The Feeling of Power”

Jehan Shuman estaba acostumbrado a tratar con los hombres que se hallaban en el poder en la Tierra, envuelta en continuas guerras desde hacía largo tiempo. Él sólo era un civil, pero era el responsable de determinados modelos de programación, que habían producido computadoras autónomas de alto nivel destinadas a usos bélicos. Por lo tanto, los generales, al igual que los presidentes de comités del Congreso, prestaban atención a sus palabras.

En aquel momento había un representante de cada grupo en la sala de reuniones especial del Nuevo Pentágono. El general Weider era un hombre de rostro quemado por los continuos viajes espaciales, y su pequeña boca estaba casi siempre fruncida. El congresista Brant tenía los ojos claros y unas tersas mejillas. Fumaba tabaco denebio con el aire despreocupado de alguien cuyo patriotismo es tan notorio que puede permitirse tales libertades.

Shuman, programador de primera clase, de elevada estatura y porte distinguido, se sentía totalmente seguro ante ellos.

—Caballeros —dijo—, les presento a Myron Aub.

—El hombre poseedor de un don poco corriente que usted descubrió por puro azar, ¿no es eso? —comentó plácidamente el congresista Brant.

Y se dedicó a inspeccionar al hombrecillo de calva cabeza de huevo con afable curiosidad.

Éste se retorcía con nerviosismo los dedos de las manos. Era la primera vez que se hallaba en presencia de hombres tan importantes. Él sólo era un técnico de bajo grado, de edad avanzada, que mucho tiempo atrás no había logrado superar las pruebas establecidas para seleccionar a los seres superdotados de la Humanidad, y se había adaptado a su rutinaria y poco cualificada labor. Lo único destacable que había en él era aquella afición que el gran programador había descubierto y con la que se había armado tanto revuelo.

—Encuentro absolutamente pueril toda esta atmósfera de misterio —dijo el general Weider.

—Pronto dejará de parecérselo —repuso Shuman—. No es algo que pueda revelarse a cualquiera… ¡Aub! —llamó.

Había algo autoritario en su modo de pronunciar aquel monosílabo, pero al fin y al cabo se trataba de un gran programador dirigiéndose a un simple técnico.

—¡Aub! —repitió—. ¿Cuánto es nueve por siete?

Aub dudó un momento. En sus acuosos ojos brilló una débil ansiedad.

—Sesenta y tres —repuso.

Brant enarcó las cejas.

—¿Es exacto?

—Compruébelo usted mismo, señor Brant.

El político sacó su computadora de bolsillo, oprimió dos veces sus bordes desgastados, examinó la pantalla del aparato, colocado en la palma de su mano, y volvió a guardárselo, al tiempo que decía:

—¿Es éste el don que nos quería demostrar? ¿Un ilusionista?

—Más que eso, señor. Aub se sabe de memoria algunas operaciones, y con ellas es capaz de realizar cálculos sobre papel.

—¿Una computadora de papel? —dijo el general, con aspecto abrumado.

—No, general —repuso Shuman, paciente—. No se trata de una computadora de papel. Sólo de una simple hoja de papel. General, ¿querría usted tener la bondad de decirme un número cualquiera?

—Diecisiete —dijo el general.

—¿Y usted, señor Brant?

—Veintitrés.

—¡Bien! Aub, multiplique esos números y haga el favor de mostrar a estos señores cómo lo hace.

—Sí, programador —dijo Aub, inclinando la cabeza.

Sacó un pequeño bloc de un bolsillo de la camisa y un estilo de artista, fino como un cabello, de otro. Su frente se llenó de arrugas mientras trazaba trabajosamente algunos signos sobre el papel.

El general Weider le interrumpió bruscamente:

—A ver, enséñeme eso.

Aub le tendió el papel, y Weider exclamó:

—En efecto, parece la cifra diecisiete.

Brant asintió, observando:

—Sí, efectivamente, pero supongo que cualquiera es capaz de copiar las cifras de una computadora. Yo mismo creo que llegaría a hacer un diecisiete bastante aceptable aun sin práctica.

—Tengan la bondad de dejar continuar a Aub, señores —dijo Shuman con indiferencia.

Aub siguió escribiendo cifras, con mano algo temblorosa. Finalmente, dijo en voz baja:

—La solución son trescientos noventa y uno.

Brant sacó de nuevo su computadora.

—Cáspita, pues es verdad. ¿Cómo lo ha adivinado?

—No lo ha adivinado, señor Brant —dijo Shuman—. Lo ha calculado por sí solo. Lo ha calculado sobre esa hoja de papel.

—No diga usted necedades —dijo el general, con impaciencia—. Una computadora es una cosa, y otra muy distinta unos cuantos garabatos sobre el papel.

—Explíqueselo, Aub —le invitó Shuman.

—Sí, programador… Pues verán, señores, empiezo por escribir diecisiete y luego, debajo, escribo veintitrés. Después me digo: siete por tres…

El político le atajó con gesto suave:

—Pero escuche, Aub, el problema consiste en saber cuánto es diecisiete por veintitrés.

—Sí, ya lo sé —se apresuró a responder el pequeño técnico—, pero empiezo diciendo siete por tres, porque así tiene que efectuarse esta operación. Como decía, siete por tres es veintiuno.

—¿Y cómo lo sabe usted? —le preguntó el político.

—Porque lo aprendí de memoria. La computadora siempre da veintiuno. He podido comprobarlo docenas de veces.

—Sin embargo, eso no significa que siempre dé ese resultado. ¿No es verdad? —objetó el político.

—Tal vez no —vaciló Aub—. Yo no soy un matemático. Pero siempre consigo soluciones exactas.

—Prosiga.

—Siete por tres veintiuno, así es que escribo veintiuno. Después, uno por tres es tres, y por lo tanto escribo un tres bajo el dos de veintiuno.

—¿Y por qué debajo del dos? —le espetó Brant.

—Porque… —Aub miró con aire desvalido a su superior—. Es difícil de explicar.

Shuman intervino:

—Les ruego que de momento acepten sus resultados; podemos dejar los detalles para los matemáticos.

Brant se calló y Aub siguió diciendo:

—Tres y dos son cinco, y así el veintiuno se convierte en cincuenta y uno. Ahora dejemos eso por un momento y volvamos a empezar. Si multiplicamos siete por dos, nos dará catorce, y uno por dos, dos. Repitamos la operación anterior y nos dará treinta y cuatro. Poniendo este treinta y cuatro bajo el cincuenta y uno de la manera que aquí lo he hecho y sumándolos entonces, obtendremos el resultado de trescientos noventa y uno.

Reinó un instante de silencio, y luego el general Weider dijo:

—No lo creo. Este hombre ha armado un verdadero galimatías, formando números, multiplicándolos y sumándolos a su antojo, pero a pesar de todo no lo creo. Es demasiado complicado. No es más que una engañifa.

—Nada de eso, general —dijo Aub, sudoroso—. Sólo parece complicado porque usted no está acostumbrado a hacerlo. En realidad, las reglas son muy sencillas, y se aplican a cualquier número.

—A cualquier número, ¿eh? —dijo el general—. Vamos a ver. —Sacó su propia computadora (un severo modelo militar) y la accionó al azar—. Escriba cinco siete tres ocho en el papel. O sea cinco mil setecientos treinta y ocho.

—Sí, señor —dijo Aub, tomando una nueva hoja de papel.

—Ahora —prosiguió el general, tras accionar nuevamente la computadora— siete dos tres nueve. Siete mil doscientos treinta y nueve.

—Ya está, señor.

—Y ahora multiplique esos dos números.

—Requerirá mucho tiempo —tartamudeó Aub.

—No tenemos prisa —repuso el general.

—Adelante, Aub —le ordenó Shuman con voz tensa.

Aub puso manos a la obra, muy encorvado. Tomó una hoja de papel y luego otra. El general terminó por sacar su reloj para consultarlo.

—¿Ha terminado ya sus operaciones mágicas?

—Casi, general… Mire, ya está. Cuarenta y un millones, quinientos treinta y siete mil, trescientos ochenta y dos.

Exhibió las cifras escritas en la hoja de papel.

El general Weider sonrió irónicamente. Oprimió el botón de multiplicar de su computadora y esperó a que se formase el resultado. Luego lo miró estupefacto y dijo con voz aguda y entrecortada:

—¡Gran Galaxia, este individuo ha acertado!

El presidente de la Federación Terrestre cada vez aparecía con aire más cansado y abrumado en su despacho; y en la intimidad, dejaba que una expresión de profunda melancolía se esparciese por sus delicadas facciones. La guerra con Deneb, que había empezado tan brillantemente, respaldada por un poderoso movimiento popular, se había convertido en una deslucida serie de ataques y contraataques, mientras el descontento cundía a ojos vistas entre la población terrestre. Era posible que lo mismo estuviese sucediendo en Deneb.

Y por si eso no fuese suficiente, allí estaba Brant, presidente del importantísimo Comité de Requisa Militar, haciéndole perder media hora hablándole de tonterías, risueño y satisfecho.

—Calcular sin una computadora es algo que resulta contradictorio por definición —dijo el presidente, que empezaba a perder la paciencia.

—El cálculo no es más que un sistema de manejar datos —repuso el político—. Una máquina puede hacerlo, pero también el cerebro humano. Permita que le dé un ejemplo.

Y empleando la nueva habilidad que había aprendido, realizó sencillas sumas y multiplicaciones, hasta que el presidente empezó a sentirse interesado a pesar suyo.

—¿No falla nunca?

—Nunca, señor presidente. Es un método absolutamente seguro.

—¿Y es difícil de aprender?

—Yo tardé una semana en dominarlo. Creo que usted lo conseguiría antes.

—Desde luego —admitió el presidente—, reconozco que se trata de un interesante juego de salón, pero no le veo mayor utilidad.

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