Cuentos completos (35 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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Un día de febrero, en que la tierra yacía cubierta bajo un manto de nieve, el negro le dijo:

—Es sorprendente ver cómo te vas adaptando.

Aquel día era el 13 de febrero, fecha de su cumpleaños. Diecinueve años. Luego vino marzo, abril y, al aproximarse el mes de mayo, comprendió que en realidad no se había adaptado.

George sabía que, sobre toda la faz de la Tierra, se iban a celebrar los Juegos Olímpicos, y millares de jóvenes competirían en destreza, en la noble lucha por conseguir un lugar en un nuevo mundo. Por doquier reinaría una atmósfera festiva y animada, se propagarían las noticias, se vería pasar a los agentes autónomos encargados de reclutar personal para mundos del espacio cósmico. Miles de muchachos experimentarían la gloria del triunfo o la desilusión de la derrota.

¡Qué recuerdos le evocaba todo aquello! ¡Cómo le hacía sentir de nuevo el entusiasmo de su niñez, cuando seguía con apasionamiento las incidencias de los Juegos Olímpicos año tras año! ¡Cuántos planes había trazado en otros tiempos!

—¡Los Juegos Olímpicos! —dijo sin poder disimular la ansiedad de su voz—. ¡Mañana es el primero de mayo!

Y aquello provocó su primera disputa con Omani, la cual, a su vez, hizo que éste le dijese exactamente el nombre que ostentaba la institución en la que George se hallaba acogido.

Omani miró de hito en hito a George y dijo, pronunciando claramente las palabras:

—Una Residencia para Débiles Mentales.

George Platen enrojeció. ¡Débiles mentales!

Desesperado, trató de apartar de sí aquella idea. Con voz monótona, dijo:

—Me voy.

Lo dijo en un impulso incontenible. Su mente consciente se enteró después de pronunciar las palabras.

Omani, que había vuelto a enfrascarse en la lectura de su libro, levantó la mirada y preguntó, sorprendido:

—¿Cómo?

George, entonces, repitió la frase a sabiendas de lo que decía, deliberadamente:

—Que me voy.

—No digas ridiculeces. Siéntate, George. Procura sosegarte.

—Oh, no. Te aseguro que he sido víctima de un complot. Ese maldito médico, Antonelli, me cobró antipatía. Todo se debe a que esos burócratas se creen dioses. Si te atreves a contradecirles, borran tu nombre con el estilo en una ficha de sus archivos, y a partir de entonces te hacen la vida imposible.

—¿Ya empezamos de nuevo?

—Sí, ya empiezo de nuevo, y pienso seguir hasta que se rectifique esta monstruosa injusticia. Iré a buscar a Antonelli, le agarraré por el cuello y le obligaré a que diga la verdad.

George jadeaba afanosamente, y su mirada era febril. Había llegado el mes de los Juegos Olímpicos, y él no estaba dispuesto a dejarlo pasar. Eso significaría que se rendía definitivamente, y ya podría darse por perdido. Sin remisión.

Omani pasó las piernas sobre el borde del lecho y se levantó. Medía casi un metro ochenta, y la expresión de su rostro le confería el aspecto de un San Bernardo preocupado. Rodeó con el brazo los hombros de George.

—Si llego a saber que mis palabras iban a dolerte tanto…

George se desasió del abrazo.

—Te has limitado a decir lo que consideras la verdad, pero yo voy a demostrarte que no lo es. Eso es todo. ¿Qué me lo impide? Las puertas están abiertas. No hay cerraduras ni llaves. Nadie me ha prohibido salir. Me iré por mi propio pie.

—De acuerdo, pero, ¿adónde irás?

—A la estación terminal aérea más próxima, y de allí al primer centro olímpico que encuentre. Tengo dinero.

Tomó entre sus manos la jarra que contenía sus ahorros. Algunas monedas cayeron al suelo.

—Con eso apenas tendrás para una semana. ¿Y después qué?

—Para entonces ya lo habré arreglado todo.

—Para entonces, volverás aquí con el rabo entre las piernas —le dijo Omani, muy serio—, y tendrás que empezar de nuevo desde el principio. Estás loco, George.

—La expresión que has utilizado antes era «débil mental».

—Bien, siento haberlo hecho. Te quedarás, ¿verdad?

—¿Acaso piensas impedirme que me vaya?

Omani apretó los gruesos labios.

—No, no te lo impediré. Eso es cuenta tuya. Si la única manera para que aprendas consiste en que te enfrentes al mundo y luego vuelvas con sangre en la cara, allá tú… Por mí, puedes irte.

George ya estaba en el umbral, y se volvió a medias para mirarle:

—Me voy —dijo. Pero volvió a entrar para recoger su neceser, que había olvidado—. Supongo que no tendrás nada que objetar a que me lleve algunos efectos personales.

Omani se encogió de hombros. Se había vuelto a tumbar en la cama, y leía de nuevo, indiferente a todo cuanto sucedía a su alrededor.

George volvió a detenerse en la puerta, pero Omani no le miró. El muchacho rechinó los dientes, dio media vuelta y se alejó rápidamente por el corredor desierto, para perderse luego en el jardín envuelto en tinieblas.

Suponía que alguien le detendría al intentar salir de la finca. Pero nadie lo hizo. Entró en un restaurante abierto toda la noche para que le indicasen dónde estaba la terminal aérea más próxima. Le extrañó que el dueño no llamase a la policía. Tomó un taxi aéreo para ir al aeropuerto, y el chofer no le hizo ninguna pregunta.

Con todo, aquello no le tranquilizó, ni mucho menos. Por el contrario, llegó al aeropuerto presa de una gran inquietud. No se había dado cuenta de cómo sería el mundo exterior. Todos cuantos le rodeaban eran profesionales. El dueño del restaurante lucía su nombre inscrito en la placa de plástico puesta sobre la caja: Fulano de Tal, Cocinero Diplomado. El conductor del taxi también exhibía su licencia: Chofer Diplomado. George sentía que su nombre estaba desnudo, y a causa de ello le parecía andar en cueros; peor aún, se sentía como si estuviese despellejado. Pero nadie parecía hacerle el menor caso. No vio que le mirasen con suspicacia para pedirle pruebas de su situación profesional.

Lleno de amargura, George se dijo: «¿Cómo es posible imaginarse a un ser humano sin título profesional?»

Sacó un billete para San Francisco en el avión de las tres de la madrugada. No salía ningún otro avión para un centro olímpico importante antes de las primeras horas de la mañana, y él no quería perder tiempo esperando. A pesar de todo, tuvo que aguardar en la sala de espera, entre docenas de otros pasajeros, temiendo ver entrar a la policía de un momento a otro. Pero la policía no se presentó.

Llegó a San Francisco antes del mediodía, y el bullicio de la ciudad casi le produjo el efecto de un golpe físico. Aquella era la mayor ciudad que había visto; además, durante un año y medio de permanencia en la Residencia, se había acostumbrado al silencio y la quietud.

Para empeorar aún más las cosas, llegaba a San Francisco al comenzar el mes de los Juegos Olímpicos. Casi olvidó su propia desazón al comprender de pronto que, en parte, el ruido y la confusión reinantes se debían a este hecho.

Los tableros informativos de los Juegos Olímpicos se hallaban instalados en el aeropuerto, para comodidad de los que llegaban para asistir a ellos desde todas las partes del mundo, y que se agolpaban ante los diversos tableros. Cada profesión importante tenía el suyo, y en él se facultaban instrucciones acerca de las pruebas a celebrar aquel día en el estadio; también daban los nombres de los que participaban en ellas y su ciudad de origen, así como el Mundo Exterior que los patrocinaba (en caso de haberlo).

Todo estaba perfectamente organizado. George había leído con frecuencia descripciones de los Juegos Olímpicos en los noticiarios y películas, había contemplado competiciones en la televisión, y hasta presenció unos pequeños Juegos Olímpicos para la clasificación de Carniceros Diplomados del condado. Incluso aquellos Juegos, que no tenían repercusiones galácticas (a ellos no asistió ningún representante de los Mundos Exteriores, por supuesto), resultaron altamente emocionantes.

En parte, la emoción se debió a la propia competición, y en parte también a que estaba en juego el prestigio local (todos se sentían contentos de poder aplaudir a un muchacho de la ciudad, aunque les fuese completamente desconocido). Además, estaba el interés de las apuestas. Esto último no había manera de impedirlo.

A George le costó sobremanera abrirse paso hasta los tableros. Una vez allí, se dio cuenta que miraba a los frenéticos y entusiastas espectadores de un modo distinto.

Hubo un tiempo en que aquellos mismos individuos fueron material apto para los Juegos Olímpicos. ¿Y qué habían hecho? ¡Nada!

Si hubiesen ganado la competición, estarían en algún remoto lugar de la galaxia, y no pudriéndose aquí en la Tierra. Fuesen lo que fuesen, sus respectivas profesiones debieron señalarlos para quedarse en la Tierra desde el primer momento; o bien se quedaron por la ineficacia que demostraron en las profesiones altamente especializadas a que se les destinó.

Y a la sazón aquellos fracasados correteaban por allí, haciendo cábalas acerca de las posibilidades de triunfo que tenían otros hombres más jóvenes. ¡Buitres!

¡Cómo le habría gustado ser uno de los objetos de sus cábalas!

Siguió la línea de tableros como un sonámbulo, rodeando la periferia de los grupos que se formaban en torno a ellos. Había desayunado en el estrato-jet y no tenía apetito. Pero el temor le dominaba. Se hallaba en una gran ciudad sumida en la caótica confusión que precedía a la inauguración de los Juegos Olímpicos. Eso le protegía, desde luego. Además, la ciudad estaba llena de forasteros. Nadie se fijaría en George. Nadie le haría preguntas.

Nadie se preocuparía por él. Ni siquiera la Residencia, se dijo George amargamente. Le cuidaban como a un gato enfermo, pero si el gato un buen día se escapaba, qué se le iba a hacer…

Y ahora que se hallaba en San Francisco, ¿qué iba a hacer? Sus pensamientos parecían tropezar contra un muro. ¿Iría a ver a alguien? ¿A quién? ¿Cómo? ¿Dónde se hospedaría? La cantidad de dinero que le quedaba le parecía irrisoria.

Por primera vez cruzó por su mente la idea de volverse, y se avergonzó. Podía presentarse a la policía… Meneó violentamente la cabeza, rechazando esta idea, como si discutiese con un adversario de carne y hueso.

Una palabra le llamó la atención en uno de los tableros. En letras relucientes, leyó: Metalúrgico. En letras más pequeñas: No-férrico. Al final de la larga lista de nombres, con letras floreadas: Patrocinado por Novia.

Aquello evocó dolorosos recuerdos en su interior; volvió a verse discutiendo con Trevelyan, convencido que él sería Programador, convencido que un Programador era superior a un Metalúrgico, convencido que él había escogido el buen camino, convencido que era más listo que nadie…

Tan listo que no pudo contenerse y se jactó de los conocimientos que poseía ante aquel Antonelli, espíritu mezquino y rencoroso. Se hallaba tan seguro de sí mismo en aquel momento, cuando le llamaron, que abandonó al nervioso Trevelyan para entrar en la sala con paso altivo y la cabeza erguida.

George lanzó un grito agudo e inarticulado. Alguien se volvió para mirarle, pero sólo un momento. Los viandantes pasaban presurosos por su lado, empujándole de un lado a otro. Él seguía mirando el tablero, con la boca abierta.

Pareció como si el tablero respondiese a sus pensamientos. Pensaba con tanta intensidad en Trevelyan que por un momento le pareció como si el tablero fuese a decirle: «Trevelyan».

Pero es que allí estaba, efectivamente, Trevelyan; Armand Trevelyan (el nombre de pila de Rollizo, que éste aborrecía; allí estaba, en caracteres luminosos para que todos lo viesen), y su ciudad natal. Por si fuese poco, Trev aspiraba a Novia, se proponía ir a Novia, insistía en trasladarse a Novia; y aquella competición estaba patrocinada precisamente por Novia.

Era Trev, no había duda, su viejo y querido amigo Trev. Casi sin pensarlo, se puso a anotar las instrucciones para dirigirse al lugar de la competición. Luego tomó un taxi aéreo.

Y entonces pensó sobriamente: ¡Trev lo había conseguido! Él había querido ser Metalúrgico, y lo había conseguido.

George se sintió más solo y desamparado que nunca.

Había cola para entrar en el estadio. Al parecer, los Juegos Olímpicos de los Metalúrgicos iban a ser muy reñidos y emocionantes. Al menos, eso era lo que decía el anuncio iluminado sobre el cielo del estadio, y la bullanguera muchedumbre parecía creerlo así.

Por el color del cielo George conjeturó que aquél hubiera sido un día lluvioso, pero San Francisco había corrido su escudo protector desde la bahía al océano. Era una medida muy costosa, desde luego, pero los gastos estaban cubiertos de antemano cuando se trataba de procurar comodidades a los representantes de los Mundos Exteriores, reunidos en la ciudad para asistir a los Juegos Olímpicos. La verdad era que gastarían a manos llenas. Y por cada nuevo recluta que se llevasen, tanto la Tierra como el gobierno local del planeta que patrocinase los Juegos Olímpicos entregarían una crecida indemnización. Constituía un buen negocio hacer propaganda turística entre los representantes de los Mundos Exteriores. San Francisco sabía muy bien lo que se hacía.

George, sumido en sus pensamientos, notó de pronto una suave presión en la espalda y oyó una voz que decía:

—¿Es usted el último, joven?

La cola había avanzado sin que George se diese cuenta que se había quedado rezagado. Se adelantó rápidamente, murmurando:

—Sí, señor. Perdone.

Notó que le tocaban con dos dedos en el codo y miró a su alrededor con expresión furtiva.

El hombre que tenía a sus espaldas hizo un risueño gesto de asentimiento. Sus cabellos eran de un gris acerado, y bajo la chaqueta llevaba un anticuado suéter de los que se abrochaban por delante. El hombre se mostraba parlanchín y amistoso.

—No pretendía ofenderte.

—No me ha ofendido.

—Tanto mejor entonces.

El desconocido, le dijo entonces:

—Me pareció que no estabas aquí, en la cola, sólo por casualidad. Pensé que podías ser un…

George le volvió la espalda. No se sentía parlanchín ni amigo de hacer confidencias, y los chismosos le sacaban de sus casillas.

Se le ocurrió una idea. ¿Y si hubiesen dado la alarma para apresarle, difundiendo su descripción o su fotografía? ¿Y si aquel sujeto de cabellos grises que tenía detrás sólo quería verle bien la cara?

Aún no había podido ver ningún noticiario. Estiró el cuello para ver la tira movible de noticias que aparecían con grandes titulares sobre una sección del cielo ciudadano, algo deslustradas sobre el grisáceo y nublado cielo de la tarde. Era inútil. Desistió en seguida. Los titulares jamás se referirían a él. Eran los días de los Juegos Olímpicos, y las únicas noticias dignas de salir en los titulares eran las clasificaciones de los vencedores y los trofeos ganados por continentes, naciones y ciudades.

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