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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (32 page)

BOOK: Cuentos completos
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Maquinalmente, George imitó a sus compañeros. Encontró el grupo integrado por los niños que vivían en su mismo piso en la casa de vecindad, y se unió a ellos.

Trevelyan, que vivía en la puerta contigua, aún llevaba largos cabellos infantiles, y se encontraba a años de distancia de las patillas cortas y el bigote rojizo que luciría cuando fuese fisiológicamente capaz de ello.

Trevelyan (que entonces conocía a George por el apodo de «el Bocazas»), dijo:

—Asustado, ¿eh?

—Nada de eso —dijo George, para añadir en tono confidencial—: Mis padres han puesto un montón de letra impresa en mi mesa, y cuando vuelva a casa les haré una demostración de lectura.

(El principal sufrimiento de George, por el momento, consistía en no saber dónde meter las manos. Le habían advertido que no se rascase la cabeza, ni se frotase las orejas, ni se pellizcase la nariz, ni se metiese las manos en los bolsillos. Eso eliminaba casi cualquier otra posibilidad.)

Trevelyan, en cambio, se metió las manos en los bolsillos como si tal cosa y dijo:

—Mi padre no está en absoluto preocupado.

Trevelyan padre había sido Metalúrgico en Diporia durante casi siete años, lo cual le confería una categoría social superior en el barrio, aunque ahora estuviese jubilado y hubiese vuelto a la Tierra.

La Tierra no veía con buenos ojos el regreso de estos inmigrantes, a causa de los problemas demográficos que tenía planteados, pero una pequeña parte de ellos conseguía regresar. En primer lugar, la vida era más barata en la Tierra, y lo que en Diporia, por ejemplo, era una pensión insignificante, en la Tierra se convertía en una renta muy saneada. Además, siempre había hombres que hallaban una gran satisfacción en exhibir su triunfo ante sus amigos y en los lugares donde había transcurrido su infancia, en lugar de hacerlo ante el resto del universo.

Trevelyan padre explicó después que si se hubiese quedado en Diporia, sus hijos hubieran debido hacer lo propio, y Diporia era un mundo con una única astronave. Sin embargo, en la Tierra, sus vástagos podían aspirar a cualquier otro mundo, incluso Novia.

Rollizo Trevelyan aprendió pronto la lección. Aun antes del Día de la Lectura, su conversación se basaba en el hecho incuestionable que él terminaría en Novia.

George, apabullado ante el grandioso futuro de su compañero, que contrastaba con su mísero presente, se puso a la defensiva.

—Mi padre tampoco está preocupado. Únicamente quiere oírme leer porque está seguro que lo haré muy bien. Supongo que tu padre no querría oírte si supiese que lo ibas a hacer mal.

—Yo no lo haré mal. Leer no es nada. En Novia, tendré gente que leerá para mí.

—¡Porque tú no podrás leer por ti mismo, ya que eres tonto!

—¿Entonces, cómo es que voy a ir a Novia?

George, acorralado, lanzó esta atrevida negación:

—¿Y quién dice que irás a Novia? Me apuesto lo que quieras a que no irás a ninguna parte.

Rollizo Trevelyan enrojeció hasta la raíz de los cabellos.

—Pero no seré un Montador de Tuberías, como tu padre —espetó.

—Retira eso, renacuajo.

—Retira tú lo que has dicho.

Ambos permanecían nariz contra nariz, sin demasiadas ganas de pelear, pero contentos de poder hacer algo familiar en aquel sitio extraño. Además, al amenazar con los puños la cara de su compañero, George había resuelto el problema de las manos, al menos por el momento. Otros niños se reunieron a su alrededor, muy excitados.

Pero todo terminó cuando una voz femenina resonó con fuerza por el sistema de altavoces. Reinó un silencio instantáneo. George aflojó los puños y se olvidó de Trevelyan.

—Niños —decía la voz—, vamos a llamarles por sus nombres. Los que sean llamados se dirigirán a uno de los hombres situados junto a las paredes laterales. ¿Los ven? Son fáciles de distinguir gracias a los uniformes rojos que llevan. Las niñas se dirigirán a la derecha. Los niños, a la izquierda. Miren ahora a su alrededor, para ver al hombre de rojo que tienen más próximo…

George encontró al suyo a la primera ojeada y esperó a que le llamasen por su nombre. Como todavía no conocía las complicaciones del alfabeto, el tiempo que tuvo que esperar hasta que llegasen a su letra le resultó muy enojoso.

La multitud de niños se iba aclarando; por turno, todos se dirigían al guía vestido de rojo más próximo.

Cuando por último el nombre de «George Platen» resonó por el altavoz, la sensación de alivio del niño sólo se vio superada por la alegría inenarrable que experimentó al ver que Rollizo Trevelyan seguía aún en su sitio sin que le llamasen.

Volviéndose a medias, George le gritó al irse:

—Adiós, Rollizo, tal vez no te quieren.

Aquel momento de alegría fue de breve duración. Le hicieron ponerse en fila con otros niños desconocidos, y les obligaron a seguir por varios corredores. Todos se miraban, con ojos muy abiertos y preocupados, pero con excepción de «No empujen» y «¡Eh, cuidado!», no había conversación.

Les entregaron varios trocitos de papel, ordenándoles que los guardasen. George miró el suyo con curiosidad. Pequeñas señales negras de diferentes formas. Sabía que era letra impresa, pero…, ¿cómo se podían formar palabras con aquello? Era incapaz de imaginárselo.

Le ordenaron que se desnudase; sólo quedaban juntos él y otros cuatro niños. Todos ellos se despojaron de sus ropas nuevas, y pudo ver a cuatro niños de su misma edad desnudos y pequeños, temblando más de vergüenza que de frío. Vinieron técnicos en Medicina, que les palparon, les aplicaron extraños instrumentos, les tomaron muestras de sangre. Luego les pidieron las tarjetas que los niños conservaban y añadieron nuevas marcas en ellas con varitas negras que servían para trazar aquellos signos, perfectamente alineados, a gran velocidad. George observó los nuevos signos, pero no resultaban más comprensibles que los anteriores. Los niños recibieron la orden de vestirse.

Tomaron asiento en sillas separadas y esperaron. Volvieron a llamarlos por sus nombres. El de «George Platen» fue el tercero.

El niño penetró en una gran estancia, llena de atemorizantes instrumentos provistos de botones; ante ellos se alzaban brillantes paneles. En el centro de la sala había una mesa, ante la cual se sentaba un hombre, con la vista fija en los paneles amontonados frente a sí.

—¿George Platen? —le dijo.

—Sí, señor —respondió George, con un hilo de voz.

Toda aquella espera y aquel ir de acá para allá le estaban poniendo nervioso. Ojalá terminasen pronto.

El hombre sentado ante la mesa le dijo:

—Yo soy el doctor Lloyd, George. ¿Cómo estás?

No había levantado la mirada al hablar. Probablemente había dicho aquellas mismas palabras docenas de veces, sin mirar a quien tenía delante.

—Estoy bien, gracias —repuso el chico.

—¿Tienes miedo, George?

—Pues…, no, señor —dijo George, con una voz que le pareció cargada de miedo incluso a él mismo.

—Muy bien —dijo el médico—, porque no tienes nada que temer. Vamos a ver, George. Aquí en tu ficha dice que tu padre se llama Peter y es un Montador de Tuberías Diplomado, y que tu madre se llama Amy y es Técnico de Hogar Diplomado. ¿Es así?

—Sí…, señor.

—Y tú naciste el trece de febrero, y tuviste una infección de oído hará cosa de un año. ¿No?

—Sí, señor.

—¿Sabes cómo es que sé todas estas cosas?

—Porque están en la ficha, ¿no, señor?

—Exactamente.

El médico miró a George por primera vez y sonrió, exhibiendo una hilera de dientes blancos y regulares. Parecía mucho más joven que el padre de George. El nerviosismo del niño disminuyó en parte.

El médico tendió la ficha a George.

—¿Sabes lo que significan estos signos que ves aquí, George?

Al niño le sorprendió que el doctor le pidiese que mirase la ficha, como si esperase que de pronto fuese capaz de entenderla por arte de magia. Sin embargo, vio las mismas señales que antes y se la devolvió diciendo:

—No, señor.

—¿Por qué no?

George entró en súbitas sospechas acerca de la cordura de aquel hombre. ¿Es que acaso no lo sabía ya?

—No sé leer, señor.

—¿Te gustaría saber leer?

—Sí, señor.

—¿Por qué?

George le miró, apabullado. Nunca le habían preguntado semejante cosa. No sabía qué responder.

—No lo sé, señor —tartajeó.

—La letra impresa te guiará durante toda tu vida. Tienes mucho que aprender, aun después del Día de la Educación. En fichas como ésta encontrarás datos muy útiles. Con los libros podrás aprender. Podrás leer lo que aparezca en las pantallas de televisión. La letra de molde te dirá cosas tan útiles e interesantes que el analfabetismo te parecerá tan malo como la ceguera. ¿Me entiendes?

—Sí, señor.

—¿Todavía tienes miedo, George?

—No, señor.

—Muy bien. Ahora voy a decirte exactamente lo que haremos primero. Te pondré estos alambres en la frente, sobre el borde de los ojos. Quedarán fijos ahí, pero no te harán daño. Luego, pondré en marcha un aparato que hará un zumbido. Es un sonido muy divertido y te hará cosquillas, pero tampoco te hará daño. Si te lo hiciese, me lo dices, y yo pararé en seguida el aparato, pero ya te digo que no te hará el menor daño. ¿De acuerdo?

George asintió y tragó saliva.

—¿Estás dispuesto?

George asintió de nuevo, cerrando los ojos mientras el médico lo preparaba. Sus padres ya le habían explicado aquello. Ellos también le dijeron que no le haría daño, pero después venían los otros niños, los de diez y doce años, que gritaban a los de ocho que esperaban el Día de la Lectura:

—¡Ya verán cuando venga lo de la aguja!

Otros decían confidencialmente:

—Te abrirán la cabeza con un cuchillo así de grande que tiene un gancho.

Y luego obsequiaban a su horrorizado auditorio con otros detalles espeluznantes.

George nunca les creyó, pero había tenido pesadillas, y a la sazón las recordaba, cerrando los ojos y experimentando un intenso terror.

No notó los alambres que el médico le puso en las sienes. El zumbido era algo distante, y oía mejor el sonido de su propia sangre en los oídos, agudo y hueco como si se hallase en una gran caverna. Lentamente, se arriesgó a abrir los ojos.

El médico le daba la espalda. De uno de los instrumentos iba saliendo una tira de papel, cubierta por una línea morada fina y ondulante. El hombre rompía la tira a pedazos, que introducía en la ranura de otra máquina. Lo hacía incansablemente. Cada vez salía un trocito de película que el médico examinaba. Finalmente, se volvió hacia George, frunciendo el entrecejo de un modo raro.

El zumbido cesó.

George preguntó, casi sin aliento:

—¿Ya…, ya ha terminado?

El médico respondió afirmativamente, pero seguía con el ceño fruncido.

—¿Ahora ya sé leer? —preguntó George, a pesar que no se sentía diferente.

El hombre le preguntó:

—¿Cómo?

Luego esbozó una breve sonrisa, antes de proseguir:

—Esto va muy bien, George. Dentro de quince minutos ya podrás leer. Ahora vamos a utilizar otra máquina, y la operación durará un poco más. Te cubriré la cabeza con un aparato, y cuando lo ponga en marcha no podrás ver ni oír nada durante un rato, pero no te dolerá. Para que estés tranquilo, te daré este pequeño interruptor, que sujetarás con la mano. Si notas dolor, oprime el botoncito y el aparato se parará. ¿De acuerdo?

Algunos años después, George supo que el pequeño interruptor no tenía ninguna eficacia; se lo dieron únicamente para tranquilizarlo. Sin embargo, nunca lo supo con certeza, pues no llegó a pulsar el botón.

Un gran casco de superficie curvada y bruñida, forrado de corcho, le cubrió la cabeza. Tres o cuatro salientes insignificantes parecieron clavarse en su cráneo, pero se trataba únicamente de una leve presión, que pronto desapareció. No sentía el menor dolor.

La voz del médico le llegaba muy apagada.

—¿Te encuentras bien, George?

Y de repente, sin advertencia previa, una gruesa capa afelpada pareció rodearle enteramente. Se sentía incorpóreo, no experimentaba ninguna sensación, el mundo no existía… Sólo él y un distante murmullo en el fondo de la nada, que le decía algo…, que le decía…, que le decía…

Se esforzó por oír y comprender, pero se hallaba rodeado por aquella gruesa capa afelpada.

Entonces le quitaron el casco de la cabeza, y la luz era tan deslumbrante que le obligó a cerrar los ojos, mientras la voz del médico resonaba en sus oídos, diciéndole:

—Aquí tienes tu ficha, George. ¿Qué dice?

George miró de nuevo la ficha y lanzó una exclamación ahogada. Los signos ya no eran solamente signos. Formaban palabras. Eran palabras muy claras; le parecía como si alguien se las susurrase al oído. En realidad, hubiera dicho que se las susurraban de verdad, mientras las estaba mirando.

—¿Qué dice aquí, George?

—Dice…, dice… «Platen, George. Nacido el trece de febrero de seis mil cuatrocientos noventa y dos. Hijo de Peter y de Amy…»

Se interrumpió.

—Ya sabes leer, George —dijo el médico—. Hemos terminado.

—¿De veras? ¿No lo olvidaré?

—No, no lo olvidarás. —El médico le estrechó la mano con seriedad—. Ahora te llevarán a casa.

Pasaron bastantes días antes que George se fuera acostumbrando a su nueva y extraordinaria vida. Leía para su padre con tal soltura que el autor de sus días no podía contener el llanto y llamaba a otros miembros de la familia para comunicarles la buena nueva.

George paseaba por la población, leyendo todos los pedazos de papel impreso que caían en sus manos, extrañado de no haberlos comprendido hasta entonces.

Se esforzó por recordar cómo era no poder leer, y no lo consiguió. En realidad, le parecía como si toda su vida hubiese sabido leer. Desde siempre.

A los dieciocho años, George era un muchacho moreno, de estatura media, pero que parecía más alto por lo flacucho que estaba. Trevelyan, que apenas tenía dos centímetros menos de estatura, era de complexión tan rechoncha y robusta que el mote de «Rollizo» le quedaba preciso, mejor aún que cuando era niño; sin embargo, durante aquel último año ya empezaba a molestarse cuando se lo aplicaban. Y como su nombre de pila todavía le gustaba menos, todos le llamaban Trevelyan, o cualquier variante decente de este nombre. Además, como para demostrar de manera concluyente que ya era un hombre, se había dejado patillas y un hirsuto bigotillo.

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