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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (34 page)

BOOK: Cuentos completos
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—En toda la Tierra hay miles, desde luego. Muchos miles. No estás solo.

George empezaba a perder la paciencia.

—No le entiendo, señor —dijo—. ¿Cuál es mi clasificación? ¿Qué sucede?

—Calma, muchacho. No pasa nada. Puede sucederle a cualquiera. —Le tendió la mano y George la estrechó maquinalmente. La mano del desconocido era cálida y apretó fuertemente la de George—. Siéntate, hijo. Yo soy Sam Ellenford.

George asintió con impaciencia.

—Quiero saber qué pasa, señor.

—Naturalmente. En primer lugar, no puedes ser Programador de Computadoras, George. Supongo que ya lo habrás adivinado.

—Sí, señor —repuso George, enojado—. ¿Qué puedo ser entonces?

—Eso es lo que resulta difícil de explicar, George. —Hizo una pausa, y luego añadió con voz clara y firme—: Nada.

—¿Cómo?

—¡Nada!

—¿Pero qué significa esto? ¿Por qué no pueden asignarme una profesión?

—No tenemos elección posible, George. Es la estructura del cerebro quien lo decide.

La tez de George adquirió un tinte cetrino. Los ojos parecían saltársele de las órbitas.

—¿Quiere usted decir que no estoy bien de la cabeza?

—Sí, algo así. Aunque no es una definición muy académica, se ajusta bastante a la verdad.

—Pero, ¿por qué?

Ellenford se encogió de hombros.

—Supongo que ya conoces las líneas generales del programa educativo de la Tierra, George. Prácticamente cualquier ser humano es capaz de absorber cualquier clase de conocimientos, pero el cerebro individual varía, con el resultado que cada cerebro se halla mejor adaptado a la recepción de unos conocimientos que a la de otros. Nosotros nos esforzamos por equiparar el cerebro con los conocimientos que le son adecuados, dentro de los límites de los cupos asignados para cada profesión.

George hizo una señal de asentimiento.

—Sí, ya lo sabía.

—De vez en cuando, George, nos encontramos con un joven cuyo cerebro no puede recibir ninguna clase de conocimientos.

—¿O sea, que no puede ser educado?

—Exactamente.

—Pero eso es una tontería. Yo soy inteligente; puedo comprender…

Miró con aire desvalido a su alrededor, como si quisiera descubrir algún medio de demostrar que tenía un cerebro que funcionaba.

—Te ruego que no interpretes mal mis palabras —le dijo Ellenford con gravedad—. Tú eres inteligente, desde luego. Incluso posees una inteligencia superior a la normal. Por desgracia, eso no tiene nada que ver con que el cerebro pueda recibir o no unos conocimientos adicionales. En realidad, casi siempre suelen ser personas muy inteligentes las que vienen a esta sección.

—¿Quiere usted decir que ni siquiera podré ser un Obrero Diplomado? —balbuceó George, sintiendo de pronto que incluso aquello era mejor que el vacío que se abría ante él—. ¿Qué hay que saber para ser Obrero?

—No menosprecies a los Obreros, muchacho. Existen docenas de subclasificaciones en ese grupo, y cada una de ellas posee su cuerpo de conocimientos detalladísimos. ¿Crees que no se requiere habilidad para saber la manera adecuada de levantar un peso? Además, para la profesión de Obrero debemos escoger no sólo mentalidades adecuadas a ella, sino organismos perfectamente sanos y resistentes. Con tu físico, George, no durarías mucho como Obrero.

George reconoció para sí mismo que era un muchacho más bien debilucho. En voz alta, dijo:

—Pero nunca he oído mencionar a nadie que no tuviese profesión.

—Pues hay muchos —observó Ellenford—. Y nosotros les protegemos.

—¿Les protegen?

George notó que la confusión y el espanto lo dominaban con fuerza avasalladora.

—El planeta vela por ti, George. Desde el momento mismo en que cruzaste esa puerta.

Y le dirigió otra sonrisa.

Era una sonrisa de afecto. A George le pareció una sonrisa protectora; la sonrisa de un adulto ante un niño desvalido.

Preguntó entonces:

—¿Significa eso que me encarcelarán?

—Por supuesto que no. Sencillamente, estarás con otros como tú.

«Como tú.» Aquellas dos palabras parecían atronar los oídos de George.

Ellenford prosiguió:

—Necesitas un tratamiento especial. Nosotros nos ocuparemos de ti.

Ante su propio horror, George se echó a llorar. Ellenford se fue al extremo opuesto de la habitación y miró hacia otro lado, como si estuviese sumido en sus pensamientos.

George se esforzó por reducir su desconsolado llanto a simples sollozos, y luego por dominar éstos. Se puso a pensar en sus padres, en sus amigos, en Trevelyan, en la vergüenza que aquello le producía…

Rebelándose contra su sino, exclamó:

—Pero aprendí a leer.

—Cualquier persona que esté en sus cabales puede aprender. Nunca hemos hallado excepciones a esta regla. En esta segunda etapa es cuando empezamos a descubrirlas… Y cuando tú aprendiste a leer, George, ya nos preocupó la conformación de tu cerebro. El médico encargado de hacer la revisión ya nos comunicó ciertas peculiaridades.

—¿Por qué no prueban a educarme? Ni siquiera lo han intentado. Estoy dispuesto a correr el riesgo.

—La ley nos lo impide, George. Pero, mira, trataré de portarme bien contigo. Se lo explicaré a tu familia, haciendo lo posible por evitarles el natural dolor que esto les producirá. En el lugar adonde te llevaremos, gozarás de ciertos privilegios. Podrás tener libros y estudiar lo que te plazca.

—Gotas de conocimiento —dijo George amargamente—. Retazos de saber. Así, cuando me muera, sabré lo bastante para ser un Botones Diplomado, Sección de Sujetapapeles.

—Pero según tengo entendido, tu debilidad era el estudio de libros prohibidos.

George se quedó de una pieza. De pronto lo comprendió todo, y se desplomó.

—Eso es…

—¿Qué es?

—Este Antonelli. Ha sido él.

—No, George. Te equivocas de medio a medio.

—No le creo —dijo George, dando rienda suelta a su cólera—. Ese granuja me ha denunciado porque le resulté demasiado listo. Se asustó al enterarse que leía libros y que quería dedicarme a la Programación. ¡Bueno, diga qué quiere para arreglarlo! ¿Dinero? ¡Pues no se lo daré! Me iré de aquí, y cuando cuente a todo el mundo este…

Estaba gritando. Al verle fuera de sí, Ellenford meneó la cabeza y tocó un contacto.

Entraron dos hombres sigilosamente y se pusieron a ambos lados de George. En un rápido movimiento, le sujetaron los brazos al costado. Uno de ellos le aplicó un aerosol hipodérmico en la corva derecha; la sustancia hipnótica se esparció por sus venas, produciendo un efecto casi inmediato.

Dejó de chillar y su cabeza cayó hacia delante. Se le doblaron las rodillas, y no se cayó al suelo porque los dos hombres le sostuvieron, y lo sacaron de la estancia entre ambos, completamente dormido.

Cuidaron de George como le habían prometido; le trataron bondadosamente, colmándole de atenciones… Poco más o menos, se dijo George, como él hubiera hecho con un gato enfermo que hubiese despertado su compasión.

Le dijeron que era preferible que se sentase en la cama y tratase de sentir interés por la vida; luego añadieron que casi todos los que ingresaban allí mostraban la misma desesperación al principio, y que él ya la superaría.

Pero él ni siquiera les hizo caso.

El propio doctor Ellenford fue a visitarle para decirle que habían comunicado a sus padres que él se hallaba ausente, en una misión especial.

George murmuró:

—¿Acaso saben…?

Ellenford hizo un gesto tranquilizador.

—No les dimos ningún detalle.

Al principio, George se negó a ingerir alimento. Viendo que no quería probar bocado, le alimentaron mediante inyecciones intravenosas. Pusieron fuera de su alcance los objetos contundentes o con bordes aguzados, y le tuvieron bajo una constante vigilancia. Poco después, Hali Omani pasó a compartir su habitación, y el estoicismo del negro produjo un efecto sedante sobre él.

Un día, sin poder soportar más su desesperación y su aburrimiento, George pidió un libro. Omani, que leía constantemente, levantó la mirada y una amplia sonrisa iluminó su rostro. George estuvo a punto de retirar su petición, antes que dar una satisfacción a los que le rodeaban, pero luego pensó: «¿Y a mí qué me importa?»

No dijo qué clase de libro quería, y Omani le ofreció uno de Química. Estaba impreso en un tipo de letra grande, con palabras cortas y numerosas ilustraciones. Estaba destinado a los muchachos. George tiró el libro contra la pared.

Eso es lo que él sería siempre. Toda su vida le considerarían un muchacho. Siempre sería un preeducando, y tendría que leer libros especialmente escritos para él. Siguió tendido en la cama, furioso y mirando al techo. Transcurrida una hora, se levantó con gesto ceñudo, tomó el libro y se puso a leer.

Tardó una semana en terminarlo, y luego pidió otro.

—¿Quieres que devuelva el primero? —le preguntó Omani.

George frunció el ceño. En aquel libro había cosas que no comprendía, pero todavía sentía demasiada vergüenza para decirlo.

Omani le dijo:

—Si bien se mira, ¿por qué no te lo quedas? Los libros son para leerlos, pero también para consultarlos de vez en cuando.

Aquel mismo día fue cuando terminó por aceptar la invitación de Omani para visitar el lugar en que se hallaban. Siguió al negro, pisándole los talones, dirigiendo miradas furtivas y hostiles a todo cuanto le rodeaba.

Aquel lugar, desde luego, distaba mucho de ser una prisión. No consiguió ver muros, puertas cerradas ni guardianes. Pero en realidad era una cárcel, pues los que allí vivían no podían ir a ninguna parte.

Le hizo bien ver a docenas de compañeros suyos. Era tan fácil creerse que era el único en el mundo tan… anormal.

Con voz ronca, murmuró:

—¿Cuántos somos aquí?

—Doscientos cinco, George, y piensa que ésta no es la única residencia de este tipo que existe en el mundo. Las hay a millares.

Los internados le miraban al pasar: en el gimnasio, en las pistas de tenis, en la biblioteca (nunca hubiera podido imaginar que pudiera existir tal cantidad de libros; estaban amontonados en larguísimos estantes.) Le miraban con curiosidad, y él los fulminaba con miradas coléricas. Aquellos individuos no estaban mejor que él; no había ninguna razón para que le mirasen como si fuese un bicho raro.

La mayoría eran muchachos de su edad. De pronto, George preguntó:

—¿Dónde están los mayores?

Omani le contestó:

—Aquí se han especializado en los jóvenes. —Luego, como si comprendiese de pronto el sentido oculto de la pregunta de George, meneó la cabeza gravemente y dijo—: No los han eliminado, si era eso lo que querías decir. Existen otras Residencias para adultos.

—¿Y eso qué nos importa, en realidad? —murmuró George, furioso por mostrarse demasiado interesado y en peligro de dejarse dominar.

—Pues debiera importarnos. Cuando seas mayor, pasarás a una Residencia en la que conviven internados de ambos sexos.

George no pudo ocultar cierta sorpresa.

—¿También hay mujeres?

—Naturalmente. ¿Suponías acaso que las mujeres eran inmunes a… esto?

George se sintió dominado por un interés y una excitación mayores de las que había experimentado hasta el momento, desde aquel día en que… Se esforzó por no pensar en aquello.

Omani se detuvo a la puerta de una habitación que contenía un pequeño aparato de televisión de circuito cerrado y una computadora de oficina. Cinco o seis muchachos estaban sentados, contemplando la televisión. Omani le dijo:

—Esto es un aula.

—¿Un aula? —preguntó George—. ¿Qué es eso?

—Los jóvenes que aquí ves se están educando. Pero no según el sistema corriente —se apresuró a añadir.

—¿Quieres decir que absorben los conocimientos poco a poco, a fragmentos?

—Eso es. Así es como se hacía en la antigüedad.

Desde que había llegado a la Residencia no oía decir otra cosa. ¿Y qué? Admitiendo que hubiese habido un tiempo en que la Humanidad no conocía el horno diatérmico, ¿quería eso decir que él debía contentarse con comer carne cruda en un mundo donde todos la comían asada?

Sin poderse contener, preguntó:

—¿Y por qué aceptan aprender las cosas a trocitos?

—Para matar el tiempo, George, y también porque son curiosos.

—¿Y eso qué bien les hace?

—Les alegra la existencia.

George se acostó con aquella idea en la cabeza.

Al día siguiente le dijo a Omani de buenas a primeras:

—¿Puedes llevarme a un aula donde pueda aprender algo sobre Programación?

Animadamente, Omani le contestó:

—Pues no faltaba más.

¡Qué lento era aquello! Aquella lentitud sacaba a George de sus casillas. ¿Por qué se tenía que explicar lo mismo una y otra vez, de una manera tan pesada y cuidadosa? ¿Por qué tenía que leer y releer un pasaje, para quedarse luego con la vista fija en una ecuación, sin conseguir comprenderla de inmediato?

A menudo renunciaba. Una vez estuvo una semana sin asistir a la clase.

Pero siempre acababa por volver. El profesor que dirigía las clases, les señalaba las lecturas y organizaba las demostraciones por medio de la televisión, e incluso les explicaba pasajes y conceptos difíciles, nunca hacía comentarios al respecto.

Por último, asignaron a George un trabajo regular en los jardines, e hizo turnos en la cocina y en otros menesteres domésticos. A primera vista, eso parecía un progreso, pero él no se dejó engañar. Aquella Residencia podía haber estado mucho más mecanizada, pero deliberadamente se hacía trabajar a los jóvenes para darles la impresión que se ocupaban en algo útil.

Incluso les pagaban pequeñas sumas de dinero, con el cual podían comprar ciertos artículos de lujo que estaban permitidos, o podían ahorrar en vistas a una problemática utilización de aquellos fondos en una vejez más problemática todavía. George guardaba el dinero en una jarra, en un estante del armario. No tenía ni idea de lo que había conseguido ahorrar. Por otra parte, tampoco le importaba un comino saberlo.

No hizo amigos de verdad, aunque terminó por acostumbrarse a dar cortésmente los buenos días a todos. Incluso dejó de cavilar continuamente acerca de la tremenda injusticia responsable de su estancia allí. Se pasaba semanas enteras sin pensar en Antonelli, en su abultada nariz y en su papada, en su satánica risa mientras empujaba a George para hundirlo en unas hirvientes arenas movedizas, sujetándolo fuertemente con férrea mano, hasta que se despertaba dando alaridos, para ver a Omani inclinado sobre él con semblante preocupado.

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