Cuentos completos (15 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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El chiquillo sollozaba histéricamente:

—¡Le pegué! ¡Le di con los libros! ¡Le estaba haciendo daño a mamá!

Pasó una hora. Prentiss sintió que el mundo de la normalidad iba filtrándose de nuevo por los intersticios que había dejado la criatura de Avalón. El elfo quedó reducido a cenizas en el incinerador que había detrás de la casa. El único resto de su existencia se reducía a una húmeda mancha al pie de la mesa del despacho.

Blanche seguía con una palidez enfermiza. Marido y mujer hablaron cuchicheando:

—¿Cómo está el chico?

—Viendo la televisión.

—¿Se encuentra bien?

—Él está estupendamente, pero yo voy a tener pesadillas durante semanas.

—Lo sé. Ocurrirá así a menos que descartemos lo pasado de nuestras mentes. No creo que volvamos a ver otra de esas… cosas por aquí.

—No puedo explicarte lo espantoso que fue —dijo Blanche—. Oí cada palabra que decía, incluso cuando me encontraba abajo, en la sala de estar.

—Se trataba de telepatía, ¿sabes?

—Me resultaba imposible moverme. Luego, cuando te marchaste, logré hacerlo ligeramente. Intenté gritar, pero todo cuanto conseguí fue gemir y sollozar. De repente, Jan lo aplastó, y entonces me sentí libre. No comprendo cómo sucedió.

Prentiss sintió una triste satisfacción.

—Creo que yo si lo sé. Me tenía bajo su control debido a que acepté la verdad de su existencia. Y te tenía a raya a ti a través de mí. Cuando abandoné la habitación, la creciente distancia hizo más difícil el empleo de mi mente como una lente psíquica. Pudiste comenzar a moverte. Cuando llegué a la puerta de la calle, el elfo pensó que ya era hora de pasar la conexión de mi mente a la del chiquillo. Ese fue su error.

—¿En qué sentido?

—Se imaginó que todos los niños creen en hadas y duendes. Estaba equivocado. Los chicos norteamericanos de hoy no creen en eso. Jamás oyeron hablar de ellos. Creen en Tom Corbett, en Hopalong Cassidy, en Dick Tracy, en Howdy Doody, en Superman y en otra docena de cosas, pero no en los cuentos de hadas. El duende no se dio cuenta de los súbitos cambios culturales logrados por los libros y revistas de historietas y por la televisión. Cuando intentó captar la mente de Jan, no lo consiguió. Antes de que recobrara su equilibrio psíquico, el chico le atacó de modo fulminante, presa de pánico al pensar que iba a hacerte daño. Siempre lo dije, Blanche. Los antiguos motivos populares de leyenda sobreviven sólo en las obras modernas de literatura fantástica, y ésta es sólo pasto para los adultos. ¿Comprendes ahora mi punto de vista?

—Sí, querido —respondió Blanche con humildad.

Prentiss se metió las manos en los bolsillos y rió quedamente entre dientes.

—Mira, Blanche, la próxima vez que vea a Walt Rae, le diré que he decidido escribir sobre eso. Me parece que ya es hora de que los vecinos sepan…

Jan hijo, sosteniendo en la mano una enorme rebanada de pan con mantequilla, entró en el despacho de su padre en busca del oscurecido recuerdo. Papá le dio unas palmaditas en la espalda y mamá le sirvió más pan con mantequilla. Estaba comenzando a olvidarlo todo. Sobre la mesa del despacho había un ser estrafalario capaz de hablar que…

Mas todo había sucedido con tanta rapidez que los detalles se entremezclaban en su cerebro.

Se encogió de hombros y, a la última luz del sol del atardecer, lanzó una ojeada a la cuartilla a medio escribir metida en la máquina de su padre y luego al pequeño montón de papel sobre la mesa.

Leyó un rato, frunció los labios y murmuró:

—¡Caray! Otra vez esas bobadas de hadas y duendes. ¡Siempre cosas de críos!

Y abandonó la habitación.

El lugar acuoso (1956)

“The Watery Place”

Jamás tendremos viajes espaciales. Y lo que es más, ningún extraterrestre aterrizará nunca en la Tierra… Al menos ninguno más.

No me estoy mostrando simplemente pesimista. A decir verdad, el viaje espacial es posible, y los extraterrestres han aterrizado. Lo sé. Las astronaves cruzan el espacio entre un millón de mundos, pero nunca llegaremos a ellos. Eso también lo sé. Y todo a causa de un ridículo error.

Me explicaré.

Fue en efecto un error de Bart Cameron, por lo demás muy comprensible. Bart Cameron es el sheriff de Twin Gulch, Idaho, y yo, su delegado. Bart Cameron, hombre de por sí impaciente, se impacienta todavía más cuando ha de efectuar su declaración de renta. Cosa natural, ya que, además de su cargo de sheriff, posee un almacén —que él mismo regentea—, tiene intereses en un rancho de ovejas, hace algún trabajo de experimentación, disfruta de una pensión por ser un veterano inválido (una rodilla estropeada) y otras cosas por el estilo, lo cual lógicamente complica su declaración de renta.

No le iría tan mal si permitiera que algún recaudador de impuestos le llenara los impresos, pero insiste en hacerlo personalmente, lo cual le convierte en un hombre amargado. Hacia el 14 de abril, está inabordable.

Así, no pudo ocurrir nada peor que él hecho de que el platillo volante aterrizara justo el 14 de abril de 1956.

Yo lo vi aterrizar. Mi silla estaba apoyada contra la pared, en el despacho del sheriff, y me hallaba mirando a las estrellas a través de las ventanas, sintiéndome demasiado perezoso para volver a mi tienda y preguntándome si debía presentar mi dimisión y largarme o quedarme escuchando las maldiciones y juramentos de Cameron, mientras repasaba sus columnas de cifras por ciento-vigésimo-séptima vez.

Al principio semejaba una estrella fugaz. Luego, la estrella de luz se ensanchó en dos chorros parecidos a escapes de cohete, y por último el objeto descendió con suavidad y sin detenerse, sin un sonido. Una hoja seca habría producido un murmullo más fuerte al caer y chocar contra el suelo. Dos hombres salieron del aparato.

Fui incapaz de decir ni hacer nada; ni tragar saliva ni apuntar con el dedo, ni siquiera desorbitar los ojos. Me quedé sentado e inmóvil.

¿Y Cameron? Ni siquiera alzó la vista.

Hubo un golpe en la puerta, que no estaba cerrada y acabó de abrirse, entrando los dos hombres del platillo volante. Yo habría pensado que se trataba de unos ciudadanos cualquiera, de no haber visto el artefacto aterrizar en la maleza. Llevaban trajes de un tono gris que recordaba el carbón vegetal, con blancas camisas y guantes marrones. Calzaban zapatos negros y lucían sombreros flexibles del mismo color. Eran de tez oscura, pelo negro y ondulado y ojos castaños. Sus caras y miradas mostraban una expresión de gran seriedad, y medían alrededor del metro cincuenta. Tenían un gran parecido.

¡Dios, qué espantado me sentía!

Cameron, en cambio, alzó la vista al abrirse la puerta y frunció el entrecejo. Creo que, de ordinario, habría reído hasta saltársele el botón del cuello de la camisa al ver indumentarias como aquéllas en Twin Gulch, pero se hallaba tan absorto en la redacción de sus impresos que ni siquiera esbozó una sonrisa.

—¿En qué puedo servirles? —preguntó, dando unas palmadas sobre los impresos de la declaración, en evidente señal de que no disponía de mucho tiempo.

Uno de los dos individuos se adelantó.

—Hemos mantenido a su gente bajo observación durante mucho tiempo.

Pronunciaba cada palabra cuidadosamente y como por separado.

—¿A mi gente? Toda mi familia se reduce a mi mujer. ¿En qué lío se ha metido?

El tipo prosiguió:

—Escogimos esta localidad para nuestro primer contacto debido a su aislamiento y su tranquilidad. Sabemos que es usted el jefe aquí.

—Soy el sheriff, si se refiere a eso. Vamos, escúpalo. ¿Qué les sucede?

—Hemos puesto gran cuidado en adoptar su forma de vestir, incluso su aspecto.

—¿Esa es mi forma de vestir?

Sin duda, se había fijado en los atavíos de aquellos seres por primera vez.

—La forma de vestir de su clase social dominante. También hemos aprendido su idioma.

Por la expresión de Cameron, se vio que se encendía una luz en su cerebro:

—¡Ah! ¿Son ustedes extranjeros?

A Cameron le importaban un comino los extranjeros, no habiendo conocido a muchos de ellos a no ser en el ejército, pero por regla general procuraba mostrarse amable con ellos.

—¿Extranjeros? —repitió el hombre del platillo—. Pues sí, realmente lo somos. Venimos del lugar acuático que vuestro pueblo llama Venus.

Yo estaba reuniendo fuerzas para pestañear, pero no me condujo a nada. Había visto el platillo volante. Lo había visto aterrizar. ¡Tenía que creer en sus palabras! Aquellos hombres… o más bien aquellos seres… provenían de Venus.

Pero Cameron nunca pestañeaba.

—Está bien —dijo—. Se encuentran en Estados Unidos. Todos tenemos los mismos derechos, sin que importen la raza, el credo, el color o la nacionalidad. Estoy a su servicio. ¿En qué puedo serles útil?

—Deseamos que tome disposiciones inmediatas para que los hombres importantes de sus Estados Unidos, como los llaman ustedes, vengan aquí para entablar las discusiones conducentes a la adhesión de su pueblo a nuestra organización.

Cameron empezó a ponerse rojo.

—¿Que nuestro pueblo se adhiera a su organización? Formamos parte de la ONU, y Dios sabe de cuántas más. ¿Y se imaginan que voy a traer al presidente aquí, eh? ¿Ahora mismo? ¿A Twin Gulch? ¿Mediante un mensaje urgente?

Me miraba como si buscara una sonrisa en mi cara, pero me hubiera caído al suelo de retirarme la silla en que estaba sentado.

—La rapidez es muy de desear manifestó el hombre del platillo.

—¿Y desea que acudan también los componentes del Congreso? ¿Y los senadores?

—Si cree que servirán de alguna ayuda…

Cameron estalló. Golpeando con el puño los impresos de su declaración de renta, aulló:

—¡Pues ustedes no me sirven de ninguna y no dispongo de tiempo para atender a todos los chiflados que se presenten por aquí, en especial si son extranjeros! ¡Váyanse al diablo! Y pronto. Si no desaparecen inmediatamente, les meteré en chirona por perturbar la paz. ¡Y no les dejaré salir en su vida!

—¿De modo que quiere que nos marchemos? —preguntó el hombre de Venus que llevaba la voz cantante.

—¡Y en seguidita! ¡Váyanse a paseo por donde han venido y no vuelvan nunca más! No quiero verles otra vez por aquí. Ni a ustedes ni a nadie por el estilo.

Los dos hombres se miraron. En sus caras hubo una serie de ligeras contracciones. Después, el mismo que había llevado todo el tiempo la voz cantante afirmó:

—Puedo ver en su mente que realmente desea con gran intensidad que se le deje solo. No entra en nuestras costumbres forzar a participar en nuestra organización a quien no lo desea. Respetamos su aislamiento y nos vamos. No volveremos. Dispondremos un círculo de prevención en tomo a su pueblo. Nadie entrará en él, y tampoco su gente podrá traspasarlo.

—¡Oiga usted! —barbotó Cameron—. Ya estoy harto de tantas tonterías, así que voy a contar hasta tres…

Los dos venusianos giraron sobre sus talones y se marcharon, y yo supe que todo cuanto habían dicho era cierto. Les estuve escuchando, cosa que Cameron no hacía, debido a que sólo pensaba en su declaración de renta. Para mí fue como si oyese sus, mentes… ¿Comprenden lo que quiero decir? Sabía que crearían una especie de valla en tomo a la Tierra que nos mantendría como en un corral, impidiéndonos abandonarla y que otros entrasen en ella. Lo sabía.

Cuando ambos individuos desaparecieron, recuperé el habla… Demasiado tarde.

—¡Cameron! —chillé—. ¡Por el amor de Dios, venían del espacio! ¿Por qué los ha despedido?

—¿Del espacio? —repitió, mirándome con fijeza.

—¡Mire! —aullé.

No sé cómo lo conseguí, pesando como pesa trece kilos más que yo, pero le cogí del cuello de la camisa y casi lo arrastré hasta la ventana.

Estaba demasiado sorprendido para resistirse. Cuando recuperó lo bastante el sentido como para dar aparentes muestras de que iba a asestarme un puñetazo, reparó en lo que acontecía en el exterior, a través de la ventana, y se quedó sin respiración.

Los dos individuos entraban en aquel momento en el platillo volante, grande, redondo, reluciente y poderoso. Se alzó un poco, ligero como una pluma. Surgió un fulgor rojo anaranjado en uno de sus lados, fulgor que se tomó cada vez más brillante, al tiempo que la nave se hacía más pequeña, hasta convertirse de nuevo en una estrella fugaz, que fue desvaneciéndose lentamente.

—¿Sheriff, por qué los ha despedido? —insistí—. Tenían que ver al presidente. Ahora no volverán nunca más.

—Pensé que eran extranjeros —se disculpó Cameron—. Han dicho que habían tenido que aprender nuestro idioma. Y hablaban de una manera muy chusca.

—Claro, claro… Extranjeros.

—Ellos lo confirmaron. Parecían italianos. Yo pensé en efecto que eran italianos.

—¿Cómo podían ser italianos? Han dicho que venían del planeta Venus. Les he oído muy bien. Eso es lo que han dicho.

—¡El planeta Venus…!

Los ojos de Cameron se abrieron desmesuradamente, redondeándose como los de un búho.

—Eso es. Lo denominaron lugar acuático, o algo semejante. Ya sabe que Venus tiene gran cantidad de agua.

Así que ya ven. Se debió sólo a un error, un estúpido error del tipo que cualquiera puede cometer. Pero a causa de él, la Tierra no conseguirá nunca efectuar viajes espaciales. Jamás aterrizaremos en la Luna, ni nos visitarán de nuevo los venusianos. Y todo por culpa de Cameron y su maldita declaración de renta.

Entretanto, él murmuraba:

—¿Venus? ¡Cuándo hablaron del lugar acuático, pensé que se referían a Venecia!

Espacio vital (1956)

“Living Space”

Clarence Rimbro no ponía más objeciones al hecho de vivir en la única casa de un planeta deshabitado de las que pondría cualquier otra persona entre el trillón de habitantes de la Tierra.

Si alguien le hubiese preguntado con respecto a sus posibles objeciones, habría mirado desconcertado a su interlocutor. Sin duda, su casa era mucho más espaciosa que ninguna de la Tierra, y mucho más moderna. Contaba con abastecimiento independiente de aire y de agua y guardaba gran cantidad de alimentos en sus frigoríficos. Se hallaba aislada del planeta sin vida al cual la fijaba un campo de fuerzas, pero las habitaciones se alzaban junto a una granja de dos hectáreas (bajo cristales, desde luego), la cual, gracias a la benéfica luz solar, daba flores para el placer y vegetales para la salud. Hasta criaba unos cuantos pollos. Procuraba a la señora Rimbro alguna labor para las tardes y significaba un lugar para que los dos pequeños Rimbro jugaran cuando se cansaban de estar encerrados.

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