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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (11 page)

BOOK: Cuentos completos
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—Me atemoriza, Sarah. Todo este asunto…

—¿Y por qué, santo Dios? ¿Qué otra cosa has de hacer más que responder a una o dos preguntas?

—Demasiada responsabilidad. Me abruma.

—¿Qué responsabilidad? No existe ninguna. Multivac te seleccionó, ¿no? Pues a él le corresponde la responsabilidad. Todo el mundo lo sabe.

Norman se incorporó, quedando sentado en la cama, en súbito arranque de rebeldía y angustia.

—Se supone que todo el mundo lo sabe. Pero no lo saben. Ellos…

—Baja la voz —siseó Sarah en tono glacial—. Van a oírte hasta en la ciudad.

—No me oirán —replicó Norman, pero bajó en efecto la voz hasta convertirla en un cuchicheo—. Cuando se habla de la Administración Ridgely de 1988, ¿dice alguien que ganó con promesas fantásticas y demagogia racista? ¡Qué va! Se habla del «maldito voto MacComber», como si Humphrey MacComber fuese el único responsable por las respuestas que dio a Multivac. Yo mismo he caído en eso… En cambio, ahora pienso que el pobre tipo no era sino un pequeño granjero que nunca pidió que le eligieran. ¿Por qué echarle la culpa? Y ya ves, ahora su nombre está maldito…

—Te portas como un niño —le reprochó Sarah.

—No, me porto como una persona sensible. Te lo digo, Sarah, no aceptaré. No pueden obligarme a votar contra mi voluntad. Diré que estoy enfermo. Diré…

Pero Sarah ya tenía bastante.

—Ahora, escúchame —masculló con fría cólera—. No eres tú el único afectado. Ya sabes lo que supone ser el Votante del Año. Y de un año presidencial para colmo. Significa publicidad, y fama, y posiblemente montones de dinero…

—Y luego volver a la oficina.

—No volverás. Y si vuelves, te nombrarán jefe de departamento por lo menos…, siempre que tengas un poco de seso. Y lo tendrás, porque yo te diré lo que has de hacer. Si juegas bien las cartas, controlarás esa clase de publicidad y obligarás a los Almacenes Kennell a un contrato en firme, a una cláusula concediéndote un salario progresivo y a que te aseguren una pensión decente.

—Pero ése no es exactamente el objetivo de un votante, Sarah.

—Pues será el tuyo. Si no te crees obligado a hacer nada ni por ti ni por mí, y conste que no pido nada para mí, piensa en Linda. Se lo debes.

Norman exhaló un gemido.

—Bien, ¿estás de acuerdo? —le atosigó Sarah.

—Sí, querida —murmuró Norman.

El 3 de noviembre se publicó el anuncio oficial. A partir de entonces, Norman no se encontraba ya en situación de retirarse, aun en el caso de reunir el valor necesario para intentarlo.

Sellaron su casa, y agentes del servicio secreto hicieron su aparición en el exterior, bloqueando todo acceso.

Al principio, sonó sin cesar el teléfono, pero fue Phil Handley quien respondió a todas las llamadas, con una amable sonrisa de excusa. Al fin, la central pasó todas las llamadas al puesto de policía.

Norman pensó que de ese modo se ahorraba no sólo las alborozadas (y envidiosas) felicitaciones de los amigos, sino también la pesada insistencia de los vendedores que husmeaban una perspectiva y la artera afabilidad de los políticos de toda la nación… Quizás hasta las amenazas de muerte de los inevitables descontentos.

Se prohibió que entrasen periódicos en la casa, a fin de mantenerle al margen de cualquier presión, y se desconectó amable pero firmemente la televisión, a pesar de las indignadas protestas de Linda.

Matthew gruñía y se metía en su habitación; Linda, pasada la primera racha de excitación, hacía pucheros y lloriqueaba porque no le permitían salir de casa; Sarah dividía su tiempo entre la preparación de las comidas para el presente y el establecimiento de planes para el futuro, en tanto que la depresión de Norman seguía alimentándose a sí misma.

Y la mañana del martes 4 de noviembre del año 2008 llegó por fin. Era el día de las elecciones.

El desayuno se sirvió temprano, pero sólo comió Norman Muller, y aun él de manera mecánica. Ni la ducha ni el afeitado lograron devolverle a la realidad, ni desvanecen su convicción de que estaba tan sucio por fuera como sucio se sentía por dentro.

La voz amistosa de Handley hizo cuanto pudo para infundir cierta normalidad en el gris y hosco amanecer. La predicción meteorológica había señalado un día nuboso, con perspectivas de lluvia antes del mediodía.

—Mantendremos la casa aislada hasta el regreso del señor Muller. Después, dejaremos de estar colgados de su cuello.

El agente del servicio secreto vestía ahora su uniforme completo, incluidas las armas en sus pistoleras, abundantemente tachonadas de cobre.

—No nos ha causado molestia alguna, señor Handley —dijo Sarah con bobalicona sonrisa.

Norman se echó al coleto dos tazas de café bien cargado, se secó los labios con una servilleta, se levantó y dijo con aire decidido:

—Estoy dispuesto…

Handley se levantó a su vez.

—Muy bien, señor. Y gracias, señora Muller, por su amable hospitalidad.

El coche blindado atravesó con un ronquido las calles vacías. Siempre lo estaban aquel día, a aquella hora determinada.

Handley dio una explicación al respecto:

—Desvían siempre el tráfico desde el atentado que por poco impide la elección de Leverett en el 92. Habían puesto bombas.

Cuando el coche se detuvo, Norman fue ayudado a descender por el siempre cortés Handley. Se encontraba en un pasaje subterráneo, junto a cuyas paredes se alineaban soldados en posición de firmes.

Le condujeron a una estancia brillantemente iluminada. Tres hombres uniformados de blanco le saludaron sonrientes.

—¡Pero esto es un hospital! —exclamó Norman.

—No tiene importancia alguna —replicó al instante Handley—. Se debe sólo a que el hospital dispone de las comodidades necesarias…

—Bien, ¿y qué he de hacer yo?

Handley inclinó la cabeza, y uno de los tres hombres vestidos de blanco se adelantó.

—Yo me encargaré de él a partir de ahora, agente.

Handley saludó con desenvoltura y abandonó la habitación.

El hombre de blanco dijo:

—¿No quiere sentarse, señor Muller? Yo soy John Paulson, calculador jefe. Le presento a Samson Levine y Peter Dorogobuzh, mis ayudantes.

Norman estrechó envaradamente las manos de todos. Paulson era hombre de mediana estatura, con un rostro de perenne sonrisa, y un evidente tupé. Usaba gafas de montura de plástico, de modelo anticuado. Mientras hablaba, encendió un cigarrillo. Norman rehusó el que le fue ofrecido.

—En primer lugar, señor Muller —dijo Paulson—, deseo que sepa que no tenemos prisa alguna. En caso necesario, permanecerá con nosotros todo el día, para que se acostumbre al ambiente y descarte la idea de que se trata de algo insólito, para que olvide su aspecto… clínico. Creo que sabe a qué me refiero.

—Sí, desde luego —contestó Norman—. Pero me gustaría que todo hubiese terminado ya.

—Comprendo sus sentimientos. Sin embargo, deseamos exponerle con exactitud el procedimiento. En primer lugar, Multivac no está aquí.

—¿Que no está?

Aun en medio de su abatimiento, había deseado ver a Multivac, del que se decía que medía más de kilómetro y medio de largo, que tenía una altura equivalente a tres pisos y que cincuenta técnicos recorrían sin cesar los corredores interiores de su estructura. Una de las maravillas del mundo.

Paulson sonrió.

—En efecto, no es portátil —confirmó—. De hecho, se encuentra emplazado en un subterráneo, y pocos son los que conocen el lugar preciso. Muy lógico, ¿verdad?, ya que supone nuestro supremo recurso natural. Créame, las elecciones no constituyen su única función.

Norman pensó que el hombre de blanco se mostraba deliberadamente parlanchín, pero de todos modos se sentía intrigado.

—Me gustaría verlo…

—No lo dudo. Mas para ello se necesita una orden presidencial, refrendada luego por el departamento de seguridad. Sin embargo, nos mantenemos en conexión con Multivac por transmisión de ondas. Cuanto él diga puede ser interpretado aquí, y cuanto nosotros digamos le será transmitido. Así que, en cierto sentido, nos hallamos en su presencia.

Norman miró a su alrededor. Las máquinas y aparatos que había en la estancia carecían de significado para él.

—Permítame que se lo explique, señor Muller —prosiguió Paulson—. Multivac posee ya la mayoría de la información necesaria para decidir todas las elecciones, nacionales, provinciales y locales. Únicamente necesita comprobar ciertas imponderables actitudes mentales y, para ello, recurriremos a usted. No podemos predecir qué preguntas formulará, aunque cabe en lo posible que no tengan mucho sentido para usted…, ni siquiera para nosotros en realidad. Tal vez le pregunte qué opina sobre la recogida de basuras en su ciudad o si considera preferibles los incineradores centrales. O bien, si tiene usted un médico de cabecera o acude a la seguridad social… ¿Comprende?

—Sí, señor.

—Pues bien, pregunte lo que pregunte, usted responderá como mejor le plazca. Y si cree que ha de extenderse un poco en su explicación, hágalo. Puede hablar durante una hora si lo juzga necesario.

—Sí, señor.

—Una cosa más. Hemos de emplear algunos sencillos aparatos que registrarán automáticamente su presión sanguínea, las pulsaciones, la conductividad de la piel y las ondas cerebrales mientras habla. La maquinaria le parecerá formidable, pero es totalmente indolora… Ni siquiera la notará.

Los otros dos técnicos se atareaban ya con relucientes y pulidos aparatos, de ruedas engrasadas.

—¿Desean comprobar si estoy mintiendo o no? —preguntó Norman.

—De ningún modo, señor Muller. No se trata en absoluto de detección de mentiras, sino de una simple medida de la intensidad emotiva. Por ejemplo, si la máquina le pregunta su opinión sobre la escuela de su pequeña, quizá conteste usted: «A mi entender, está atestada». Mas ésas son sólo palabras. Por la manera en que reaccionen su cerebro, corazón, hormonas y glándulas sudoríparas, Multivac juzgará con exactitud con qué intensidad se interesa usted pon la cuestión. Descubrirá sus sentimientos, los traducirá mejor que usted mismo.

—Jamás oí cosa igual —manifestó Norman.

—Estoy seguro de que no. La mayoría de los detalles de Multivac son secretos celosamente guardados. Cuando se marche, se le pedirá que firme un documento jurando que jamás revelará la naturaleza de las preguntas que se le formularon, como tampoco sus respuestas, ni lo que se hizo o cómo se hizo. Cuanto menos se conozca a Multivac, menos oportunidades habrá de presiones exteriores sobre los hombres que trabajan a su servicio o se sirven de él para su trabajo. —Sonrió melancólico—. Nuestra vida resulta bastante dura…

—Lo comprendo.

—Y ahora, ¿desearía comer o beber algo?

—No, gracias. Nada por el momento.

—¿Alguna otra pregunta que formular?

Norman meneó la cabeza en gesto negativo.

—En ese caso, usted nos dirá cuando se halle dispuesto.

—Ya lo estoy.

—¿Seguro?

—Por completo.

Paulson asintió. Alzó una mano en dirección a sus ayudantes, quienes se adelantaron con su aterrador instrumental. Muller sintió que su respiración se aceleraba mientras les veía aproximarse.

La prueba duró casi tres horas, con una breve interrupción para tomar café y una embarazosa sesión con un orinal. Durante todo ese tiempo, Norman Muller permaneció encajonado entre la maquinaria. Al final, tenía los huesos molidos.

Pensó sardónicamente que le sería muy fácil mantener su promesa de no revelar nada de lo que había acontecido. Las preguntas ya se habían reducido a una especie de vagarosa bruma en su mente.

Había pensado que Multivac hablaría con voz sepulcral y sobrehumana, resonante y llena de ecos. Ahora concluyó que aquella idea se la había sugerido la excesiva espectacularidad de la televisión. La verdad le decepcionó en extremo. Las preguntas aparecían perforadas sobre una cinta metálica, que una segunda máquina convertía en palabras. Paulson leía a Norman estas palabras, en las que se contenía la pregunta, y luego dejaba que las leyese por sí mismo.

Las respuestas de Norman se inscribían en una máquina registradora, repitiéndolas para que las confirmara. Se anotaban entonces las enmiendas y observaciones suplementarias, todo lo cual se transmitía a Multivac.

La única pregunta que Norman recordaba de momento era una incongruente bagatela:

—¿Qué opina usted del precio de los huevos?

Ahora todo había terminado. Los operadores retiraron suavemente los electrodos conectados a diversas partes de su cuerpo, desligaron la banda pulsadora de su brazo y apartaron la maquinaria a un lado.

Norman se puso en pie, respiró profundamente, se estremeció y dijo:

—¿Ya está todo? ¿Se acabó?

—No, no del todo —respondió Paulson, sonriendo animoso—. Hemos de pedirle que se quede durante otra hora.

—¿Y por qué? —preguntó Norman con cierta acritud.

—Es el tiempo preciso para que Multivac incluya sus nuevos datos entre los trillones de que ya dispone. Sepa usted que existen miles de alternativas, algo sumamente complejo… Puede suceder que se produzca algún raro debate aquí o allá, que algún interventor en Phoenix, Arizona, o bien alguna asamblea en Wilkesboro, Carolina del Norte, formulen alguna duda. En tal caso, Multivac precisará hacerle una o dos preguntas decisivas.

—No —se negó Norman—. No quiero pasar de nuevo por eso.

—Probablemente no sucederá —trató de tranquilizarle Paulson—. Raras veces ocurre… De todos modos, habrá de quedarse pon si acaso. —Cierto tonillo acerado, un tenue matiz, asomó a su voz—. No tiene opción, ya lo sabe. Debe quedarse.

Norman se sentó con aire fatigado, encogiéndose de hombros.

—No podemos dejarle leer el periódico —añadió Paulson—, pero si quiere una novela policíaca, o jugar al ajedrez…, cualquier cosa en fin que esté en nuestra mano proporcionarle para que se entretenga, dígalo sin reparos.

—No deseo nada, gracias. Esperaré.

Paulson y sus ayudantes se retiraron a una pequeña habitación, contigua a la estancia en que Norman había sido interrogado. Y éste se dejó caer en un butacón tapizado de plástico, cerrando los ojos.

Tendría que aguardar a que transcurriese aquella hora lo mejor posible.

Bien retrepado en su asiento, poco a poco fue cediendo su tensión. Su respiración se hizo menos entrecortada y, al entrelazar las manos, no advirtió ya ningún temblor en sus dedos.

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