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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (14 page)

BOOK: Cuentos completos
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—Ya te he hablado de la energía psíquica. ¡Gran Oberón! Trata de comprenderlo, humano.

Prentiss se sentía cada vez más inquieto. Preguntó con cautela:

—¿Y en qué pretendes emplear ese don que posees?

—Volveré a Avalón, desde luego. Debería dejar a aquellos imbéciles que corrieran a su ruina, pero un elfo ha de tener cierto patriotismo, aun siendo un coleóptero.

—¿Un qué?

—Nosotros, los elfos, no formamos en absoluto una especie… Yo desciendo del escarabajo, ¿sabes?

Se puso en pie sobre el escritorio y volvió la espalda a Prentiss. Lo que había parecido una simple cutícula negra y reluciente se abrió y se alzó de pronto, emergiendo dos alas membranosas y veteadas.

—¡Ah! ¿Puedes volar?

—Se precisa ser un verdadero sandio para no darse cuenta de que peso demasiado para volar —dijo desdeñoso el elfo—. Pero son atractivas, ¿verdad? ¿No te gusta su iridiscencia? Comparadas con ellas, las alas de los lepidópteros resultan desagradables. Chillonas y poco delicadas. Más aún, siempre las tienen al descubierto.

—¿Los lepidópteros? —exclamó Prentiss, sumido ya en una total perplejidad.

—Sí, del clan de las mariposas. Unos petulantes. Pavoneándose a la vista de los humanos para que los admiren. Espíritus mezquinos, en cierto modo. Por eso vuestras leyendas prestan siempre a las hadas alas, de mariposa, en vez de escarabajo, pese a ser éstas mucho más bellas y diáfanas. Daremos a los lepidópteros lo que se merecen, cuando volvamos, tú y yo.

—Oye…

—Piensa en nuestras orgías nocturnas sobre el césped mágico… Un fulgor de destellante luz, brotando de ensortijamientos de tubos de neón —atajó el elfo, moviéndose pendularmente en lo que parecía el éxtasis propio de su especie—. Despediremos a los enjambres de avispas que uncimos a nuestros carros volantes e instalaremos en su lugar motores de combustión interna. Dejaremos de acurrucarnos en hojas cuando llega la hora de dormir y construiremos fábricas para producir colchones decentes. Te lo aseguro, viviremos… Y los demás tendrán que comer basura por haberme expulsado.

—¡Pero yo no puedo acompañarte! —baló Prentiss—. Tengo mis responsabilidades… Me debo a mi mujer y a mi hijo. No pretenderás arrancar a un hombre de sus… de sus larvas, ¿no?

—No soy cruel —respondió el elfo, posando su mirada sobre Prentiss—. Tengo un alma sensible, como corresponde a mi condición. Sin embargo, ¿qué alternativa me queda? He de disponer de un cerebro humano para el enfoque, de lo contrario no lograría nada. Y no todos los cerebros humanos son idóneos.

—¿Por qué no?

—¡Gran Oberón, criatura! Un cerebro humano no es algo pasivo, de madera o de piedra. Tiene que cooperar. Y únicamente cooperará si se da cuenta cabal de nuestra facultad de duendes para manipularlo. Por ejemplo, tu cerebro me vale, pero el de tu mujer me resultaría inservible. Me llevaría años hacerle comprender quién y qué soy.

—¡Eso es un maldito insulto! —protestó Prentiss—. ¿Pretendes decirme que creo en hadas y duendes? Pues quiero que sepas que soy un racionalista integral.

—¿Ah, sí? Cuando me revelé a ti, pensaste ligeramente en sueños y alucinaciones, pero me hablaste, me aceptaste. Tu mujer habría chillado y caído en un ataque de histeria.

Prentiss quedó silencioso. No se le ocurría respuesta alguna.

—Ahí está el problema —dijo desalentado el elfo—. Prácticamente todos los humanos os habéis olvidado de nosotros desde que os abandonamos. Vuestras mentes se han cerrado, convirtiéndose en inútiles. Desde luego, vuestras larvas creen en las leyendas sobre el «pueblo diminuto», pero sus cerebros están aún subdesarrollados y sólo son aptos para procesos sencillos. Cuando maduran, pierden la creencia. Francamente, no sé qué haría si no fuese por vosotros, los escritores de relatos fantásticos.

—¿A qué te refieres con eso de escritores de relatos fantásticos?

—Sois los pocos adultos que siguen creyendo en el pueblo de los insectos. Y tú, Prentiss, el que más de todos. Te has dedicado a escribir relatos fantásticos por espacio de veinte años.

—Estás loco. No creo en las cosas que escribo.

—Sí que crees. No puedes remediarlo. Quiero decir que, mientras escribes, te tomas muy en serio el tema que tratas. Y con el tiempo, tu mente ha aprendido de manera natural la utilidad… ¡Bah! ¿A qué discutir? Ya te he utilizado. Viste iluminarse la bombilla. Así pues, debes venir conmigo.

—Pero es que no quiero. —Prentiss se apartó obstinado—. ¿Vas a imponerte a mi voluntad?

—Podría hacerlo. Sin embargo, corro el peligro de hacerte daño, cosa que no deseo. Por ejemplo, en caso de que no accedas a venir, haría pasar una corriente eléctrica de alto voltaje a través de tu mujer. Me repugnaría muchísimo verme obligado a ello, pero según tengo entendido tus propios congéneres ejecutan así a los enemigos públicos, de manera que sin duda hallarías el castigo menos horrible que yo. No desearía parecer brutal ni siquiera a los ojos de un humano.

Prentiss sintió que el sudor perlaba el corto pelo de sus sienes.

—Espera —dijo—, no hagas nada de eso. Examinemos la cuestión.

El elfo extendió sus membranosas alitas, las agitó y volvió a plegarias.

—Hablar, hablar, hablar… ¡Qué agotador! Seguramente tendrás leche en casa. No eres un anfitrión muy atento. De lo contrario, me habrías ofrecido algo para refrescarme.

Prentiss traté de enterrar el pensamiento que acababa de ocurrírsele, de apartarlo en lo posible de la superficie de su mente. Dijo, como al azar:

—Tengo algo mejor que leche. Iré a buscarlo.

—Quédate donde estás. Llama a tu mujer. Ella lo traerá.

—Pero no quiero que te vea… Se asustaría.

—No te preocupes por eso —repuso el duende—. La manejaré de tal modo que no se turbará lo más mínimo.

Prentiss levantó el brazo.

—Un ataque por tu parte resultaría siempre más lento que la corriente eléctrica con que heriría a tu mujer.

El brazo de Prentiss descendió. Se encaminé a la puerta de su despacho, llamando desde ella:

—¡Blanche!

La vio abajo, en la salita de estar, sentada en el sofá próximo a la librería. Parecía dormir con los ojos abiertos. Prentiss se volvió hacia el duende:

—Creo que le pasa algo…

—Está sólo en estado de relajación. Te oirá. Dile lo que ha de hacer.

—¡Blanche! —volvió a llamar Prentiss—. Trae la jarra del ponche y un vaso pequeño, ¿quieres?

Sin otra señal de vida, a excepción del simple movimiento, Blanche se puso en pie y desapareció de su vista.

—¿Qué es ponche? —preguntó el elfo.

Prentiss simuló entusiasmo.

—Una mezcla de leche, azúcar y huevos, batida hasta que toma una deliciosa consistencia. La leche no es más que una pócima comparada con esto.

Blanche entró con el ponche. Su lindo rostro aparecía inexpresivo. Sus ojos se volvieron hacia el elfo, pero no se iluminaron con el brillo de la comprensión.

—Aquí lo tienes, Jan —dijo.

Y se sentó en la vieja butaca de cuero situada junto a la ventana, con las manos desmadejadas sobre el regazo. Prentiss la contempló inquieto por un instante.

—¿Vas a dejarla aquí? —preguntó al elfo.

—Sí, así será más fácil de controlar… Bien, ¿no vas a ofrecerme ese ponche?

—¡Ah, sí, desde luego! Aquí lo tienes.

Vertió el blanco y espeso liquido en el vaso de cóctel. Dos noches antes, había preparado cinco botellas para los chicos de la New York Fantasy Association, y lo había regado generosamente con alcohol, sabiendo que así era como les gustaba.

Las antenas del elfo se agitaron con violencia.

—¡Un aroma celestial! —musitó.

Enlazó con los extremos de sus delgados brazos el pie de la pequeña copa y la alzó hasta su boca. El nivel del liquido descendió. Una vez llegado a la mitad, bajó el vaso, suspirando.

—¡Oh, lo que se ha perdido mi pueblo! ¡Qué creación! ¿Cómo puede existir algo semejante? Nuestros historiadores cuentan que, en tiempos muy antiguos, un duende excepcionalmente feliz se las apañé para ocupar el puesto de una larva humana recién nacida, disfrutando así del liquido fresco. Sin embargo, no creo que ni siquiera él probara nada semejante a esto…

Prentiss preguntó con un asomo de interés profesional:

—Así que ésa es la idea que subyace bajo todas esas historias de sustitución de niños, ¿eh?

—Exactamente. La hembra humana posee un gran don. ¿Por qué no aprovecharlo?

El duende volvió la vista al escote de Blanche y suspiré de nuevo. Prentiss le instó (no con demasiada avidez, sino con cierta condescendencia):

—Puedes beber cuanto quieras.

También él contempló a Blanche, en espera de que diese alguna muestra de animación, síntoma de que el control del elfo empezaba a disminuir.

—¿Cuándo regresa tu larva del lugar de instrucción? La necesito —dijo éste.

—Pronto, pronto —respondió nervioso Prentiss.

Consultó su reloj de pulsera. En realidad, su hijo Jan estaría de vuelta en unos quince minutos, pidiendo a gritos un trozo de tarta y un vaso de leche.

—Llénala —apremió el elfo—. ¡Anda, llénala!

Y saboreó complacido la nueva copa.

—En cuanto llegue la larva, te marcharás.

—¿Adónde?

—A la biblioteca. Tráete algunas obras sobre electrónica. Necesito detalles sobre cómo construir televisores, teléfonos y todo eso. He de recoger datos y normas para el tendido, instrucciones para la construcción de tubos de vacío… ¡Detalles, Prentiss, detalles! Nos espera una tarea tremenda. Perforación petrolífera, refinado, motores, agricultura científica… Entre tú y yo erigiremos una nueva Avalón. Una Avalón técnica. Un país de hadas científico. Crearemos un nuevo mundo.

—¡Grandioso! —aplaudió Prentiss—. Pero no descuides tu be…

—Ya ves. La idea va prendiendo en ti —exclamó el elfo—. Y obtendrás tu recompensa. Tendrás una docena de mujeres para ti solo.

Prentiss miró automáticamente a Blanche. Ninguna señal de haber oído, mas, ¿quién podría asegurarlo?

—Me basta con la que tengo…

—Vamos, vamos —manifestó el elfo en tono de censura—, sé sincero. Vosotros, los varones humanos, sois bien conocidos de nuestro pueblo como criaturas lascivas y bestiales. Durante generaciones, nuestras madres han atemorizado a sus criaturas amenazándolas con la venida del ser humano… ¡Ah, la juventud! —exclamó, alzando la copa en el aire y brindando—: ¡Por mi propia juventud!

Y la vació de un trago.

—¿Por qué no la llenas otra vez? —sugirió al punto Prentiss—. Anda, vuélvela a llenar.

Así lo hizo el elfo.

—Quiero tener muchos hijos. Elegiré las mejores hembras coleópteros y multiplicaré mi linaje. La mutación proseguirá. En estos momentos soy el único, pero cuando seamos una docena, o cincuenta, los cruzaré y desarrollaré…, desarrollaré la raza del superelfo. Una raza de electro… ¡Hip…! De electrónicas maravillas e infinito futuro… Si pudiese beber un poco más… ¡Néctar! ¡El néctar primigenio!

Se oyó el súbito ruido de una puerta abierta de par en par y una voz juvenil que llamaba:

—¡Mami! ¡Eh, mami!

El elfo, con sus brillantes ojos algo turbios, continuó:

—Y después, comenzaremos a ocuparnos de los seres humanos. Primero, un poco de fe. El resto ya se lo…, hip…, enseñaremos. Será como en los viejos tiempos, pero mejorado. Un elfismo más eficaz, una unión más estrecha…

La voz del pequeño Jan se oyó más próxima, teñida de impaciencia:

—¡Eh, mami! ¿Es que no estás en casa?

Prentiss sintió que se le dilataban los ojos a causa de la tensión. Blanche seguía sentada rígidamente. La voz del elfo se tornaba pastosa, su equilibrio un poco inestable. Prentiss pensó que aún estaba a tiempo, si se atrevía a correr el riesgo.

—¡Vuelve a sentarte! —ordenó perentorio el elfo—. No vayas a cometer una estupidez… Desde el primer momento en que estableciste tu ridículo plan, sabía que había alcohol en el ponche. Los seres humanos os pasáis de listos. Los duendes tenemos muchos proverbios sobre vosotros. Por fortuna, el alcohol nos produce muy poco efecto. Si al menos lo hubieras preparado a base de aguardiente, con una pizca de miel… ¡Vaya, aquí está la larva! ¿Cómo estás, pequeña cría de hombre?

Había detenido la copa a medio camino de sus mandíbulas al aparecer Jan hijo en el dintel de la puerta. El chico tenía diez años. Llevaba la cara moderadamente sucia, y el pelo inmoderadamente enredado. Sus ojos grises reflejaron una expresión de extrema sorpresa, y sus libros escolares oscilaron al final de la correa que los ataba y cuyo extremo sostenía en la mano.

—¡Papá! —exclamó—. ¿Qué le pasa a mamá? Y… ¿Y qué es eso?

El elfo ordenó a Prentiss:

—Anda, corre a la biblioteca. No perdamos más tiempo. Ya sabes los libros que necesito.

Todo rastro de incipiente embriaguez se había volatilizado de la criatura. La moral de Prentiss se derrumbó. Aquel ser había estado jugando con él.

Se levantó para cumplir la orden, mientras el elfo seguía diciendo:

—Y no me salgas con nada humano. Nada de trucos. Recuerda que tengo como rehén a tu mujer. Puedo utilizar la mente de la larva para matarla. Basta con ella. Sin embargo, no deseo hacerlo. Soy miembro de la Sociedad Ética Duendística, que propugna un trato considerado para los mamíferos hembras, por lo que puedes confiar en mis nobles principios, siempre que cumplas mis instrucciones.

Prentiss sintió que le inundaba un vehemente impulso de marcharse. Dando traspiés, se encaminó a la puerta.

—¡Papá, esto habla! —gritó el pequeño Jan—. Dice que va a matar a mamá. ¡Eh, no te vayas!

Prentiss se hallaba ya fuera de la habitación, cuando oyó al duende decir:

—No me mires con esa fijeza, larva. No haré daño a tu madre si haces exactamente lo que te digo. Soy un elfo, un duende. Ya sabes lo que es eso.

Y había llegado a la puerta delantera cuando oyó la voz atiplada de su hijo gritar salvajemente, al par que Blanche lanzaba chillido tras chillido, en estremecido tono de soprano.

El fuerte aunque invisible resorte que le arrastraba fuera de la casa saltó y se desvaneció. Cayó de espaldas, se enderezó y se precipité escaleras arriba…

Blanche, visiblemente animada de palpitante vida, se hallaba en un rincón, rodeando con sus brazos a un lloroso Jan.

Sobre el escritorio, habla un aplastado caparazón negro, cubriendo una pulpa pringosa, de la que manaba un liquido incoloro.

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