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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (5 page)

BOOK: Cuentos completos
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Sonrió con amplia mueca, y Foster le correspondió. En el fondo, estaba orgulloso de su panzudo y carirredondo tío, cuyos dedos semejaban sarmientos y cuya vanidad le hacía peinar su mata de pelo en forma coqueta sobre la desierta coronilla y vestirse con estudiada negligencia. Avergonzado y a la vez orgulloso.

Ahora, Foster penetró en el desordenado apartamento de su tío con un talante en absoluto propicio a la sonrisa. Tenía nueve años más, y también los tenía tío Ralph. Durante aquellos nueve años, le habían llegado a éste papeles tras papeles, procedentes de todas las ramas de la ciencia, para que los puliera, y algo de cada uno de ellos había quedado retenido en su capacitada mente.

Nimmo estaba comiendo uvas, tomándolas una por una con gran lentitud. Lanzó un racimo a Foster, quien lo atrapó en el aire, agachándose luego para recoger algunos granos caídos al suelo.

—Déjalos, no te preocupes —dijo Nimmo negligentemente—. Alguien aparece por aquí una vez por semana para la limpieza. ¿Qué sucede? ¿Algún problema con tu solicitud de subvención?

—En realidad, todavía no la he presentado.

—¿Que no? Muévete, chico. ¿O es que esperas a que me ofrezca para hacerte la redacción final?

—No podría pagarte, tío.

—¡Bah! Todo quedaría en la familia. Concédeme los derechos de todas las versiones destinadas a la divulgación, y el dinero no necesitará cambiar de mano.

—Si hablas en serio, trato hecho.

—Trato hecho entonces.

Era un trueque, desde luego, pero Foster conocía lo bastante la ciencia de escribir que poseía Nimmo como para darse cuenta que le compensaría. Un descubrimiento espectacular de interés público sobre el hombre primitivo, o sobre una nueva técnica quirúrgica, o sobre cualquier rama de la navegación espacial, significaría un artículo que daría ríos de dinero en cualquier medio de comunicación.

Por ejemplo, fue Nimmo quien redactó de nuevo, para el consumo científico de las masas, la serie de papelotes en los que Bryce y sus colaboradores habían dilucidado la fina estructura de dos virus cancerosos.

Por ese trabajo había pedido la despreciable suma de mil quinientos dólares, siempre que se incluyeran los derechos de las ediciones de divulgación. Más tarde, dio al mismo trabajo una forma semi-dramática para su lectura en vídeo tridimensional, percibiendo un anticipo de veinte mil dólares, más los derechos por un plazo de siete años.

Foster dijo de sopetón:

—Tío, ¿qué sabes sobre los neutrinos?

—¿Neutrinos? —Los ojos de Nimmo parecieron sorprendidos—. ¿Estás trabajando en eso? Creía que te dedicabas a la óptica seudo gravitatoria.

—Oficialmente, sí. Pero ahora me intereso por la neutrínica.

—¿Cómo diablos se te ha ocurrido…? En mi opinión, te pasas de la raya. Lo sabes, ¿no es así?

—Supongo que no informarás a la Comisión sólo porque yo sienta una pequeña curiosidad sobre algo.

—Debería hacerlo, antes que la cosa te acarree un disgusto. La curiosidad supone un peligro profesional para los científicos. La he visto actuar. Uno se halla tranquilamente enfrascado en un problema y de repente la curiosidad le lleva por un camino extraño. Y lo siguiente que sabe es que ha adelantado tan poco en su propio problema, que no se justifica la renovación de su subvención. He visto más…

—Todo cuanto deseo saber es lo que ha pasado por tus manos sobre neutrinos en estos últimos tiempos —respondió pacientemente Foster.

Nimmo se recostó, masticando con calma y con aire caviloso una uva.

—Nada. Nada en absoluto. No recuerdo haber visto ni siquiera un artículo sobre la cuestión.

—¿Qué? —exclamó manifiestamente sorprendido Foster—. ¿Quién hace entonces ese trabajo?

—Puesto que me lo preguntas, te diré que no lo sé. No recuerdo que nadie hablara de ello en las asambleas anuales. No me parece que se haga mucho trabajo sobre el particular.

—¿Por qué no?

—¡Eh, no muerdas que no te he hecho nada! Sospecho que…

—¿No lo sabes? —atajó exasperado Foster.

—¡Humm…! Te diré lo que sé sobre la cuestión neutrínica. Concierne a las aplicaciones de movimientos de los neutrinos y a las tuerzas implicadas…

—Claro, claro… Del mismo modo que la electrónica trata de las aplicaciones de los electrones y las fuerzas implicadas, y la gravimetría trata de las aplicaciones de los campos de gravitación artificial. Para eso no te necesitaba. ¿Es todo cuanto sabes?

—Y la neutrínica es la base de la perspectiva del tiempo… Y es todo cuanto sé —añadió serenamente Nimmo.

Foster se recostó también en su butaca y se restregó con fuerza la rasurada mejilla. Se sentía enojado e insatisfecho. Sin habérselo formulado de manera explícita en su mente, había tenido la seguridad que, como fuese, Nimmo conocería algunos informes recientes, que habría abordado interesantes facetas de la neutrínica moderna, y en consecuencia le permitiría volver a Potterley para manifestar al viejo historiador que estaba equivocado, que sus datos eran erróneos y sus deducciones engañosas.

Y luego, podría haber vuelto a enfrascarse en su propio trabajo.

Ahora, en cambio…

«Así pues —se dijo indignado—, es verdad que no están haciendo mucha labor en ese terreno… ¿Supone eso una deliberada supresión? ¿Y si la neutrínica es una disciplina estéril? Quizá lo sea. No lo sé, ni tampoco Potterley. ¿Para qué malgastar los recursos intelectuales de la Humanidad en nada? Tal vez el trabajo se efectúe en secreto por alguna razón legítima. Tal vez…»

Tenía que saberlo. No podía dejar las cosas como estaban. ¡No podía!

—¿Existe algún texto sobre neutrínica, tío Ralph? —preguntó—. Quiero decir una exposición clara y sencilla. Elemental…

Nimmo meditó, mientras sus mofletudas mejillas exhalaban una serie de suspiros.

—Haces las más condenadas preguntas que… El único que conozco es el de Sterbinski y otro nombre… Nunca lo he visto a fondo, pero sí le eché un vistazo en cierta ocasión… Sterbinski y LaMarr, eso es.

—¿Fue Sterbinski el inventor del cronoscopio?

—Eso parece. Las pruebas incluidas en el libro deben ser buenas.

—¿Hay una edición reciente? Sterbinski murió hace treinta años.

Nimmo se encogió de hombros, sin responder.

—¿Podrías encontrarla?

Quedaron silenciosos ambos durante unos momentos. Nimmo balanceaba su voluminoso cuerpo, haciendo crujir la butaca en que se hallaba sentado. Al fin, el escritor científico dijo:

—¿Puedes explicarme qué te propones con todo esto?

—No puedo. ¿Pero quieres ayudarme de todos modos, tío Ralph? ¿Me conseguirás un ejemplar de ese texto?

—Bien, tú me has enseñado cuanto sé sobre seudo gravimetría, así que debo mostrarme agradecido. Verás…, te ayudaré con una condición.

—¿Cuál?

El viejo se puso súbitamente muy serio al responder:

—Que vayas con cuidado, Jonas. Pretendas lo que pretendas, te encuentras con toda evidencia fuera de la raya. No eches por la borda tu carrera sólo porque sientes curiosidad por algo que no te han encargado y que no te concierne… ¿Comprendido?

Foster asintió, aunque apenas le había oído. Estaba pensando frenéticamente.

Una semana después, la rotunda figura de Ralph Nimmo penetró en el apartamento de dos piezas de Jonas Foster, en el recinto universitario, y dijo con ronco cuchicheo:

—He conseguido algo.

—¿Qué? —preguntó Foster con inmediata avidez.

—Una copia del Sterbinski y LaMarr… —dijo mostrándola, o más bien una esquina de la misma, cubierta por su amplio gabán.

Foster miró de modo casi automático a puertas y ventanas para cerciorarse que estaban cerradas y corridos los visillos. Alargó la mano. El estuche que encerraba la película aparecía descascarillado por la vetustez, y la propia película, oscurecida y quebradiza.

—¿Es todo? —preguntó Foster en tono mordaz.

—¡Gratitud, muchacho, gratitud!

Nimmo tomó asiento y metió la mano en un bolsillo para sacar una manzana.

—Desde luego que te estoy agradecido. ¡Pero es tan antiguo!

—Y suerte que lo he conseguido. Intenté obtener una película de la biblioteca del Congreso. Nada. El libro está retirado de la circulación.

—¿Y cómo lograste éste?

—Lo robé —respondió el escritor científico con pasmosa tranquilidad, mientras mordisqueaba el corazón de la manzana—. En la biblioteca pública de Nueva York.

—¿Qué?

—Fue muy sencillo. Naturalmente, tengo acceso a las estanterías. Me subí a una cuando no rondaba nadie por allí, agarré el estuche y me largué con él. Son muy confiados… No lo echarán de menos durante años. Pero procura que no te lo vea nadie, sobrino…

Foster miró fijamente la película, como si se tratase de pornografía.

Nimmo dejó a un lado el corazón de la manzana y sacó otra del bolsillo de su gabán, mientras decía:

—Es muy divertido. No hay nada más reciente en todo el terreno de la neutrínica. Ni una monografía, ni un artículo, ni una nota sobre su progreso. Nada en absoluto desde el cronoscopio.

—¡Vaya, vaya…! —comentó Foster, ausente.

Foster trabajaba cada atardecer en casa de Potterley, pues no se fiaba de la seguridad de su apartamento en el recinto universitario para aquella labor. Y su tarea de los atardeceres se tornaba para él más real que la destinada a su propia subvención. A veces le preocupaba, pero lo apartaba de su mente.

Al principio, su trabajo sólo consistió en examinar y repasar la película con el texto. Posteriormente, empezó a pensar (en ocasiones, incluso mientras parte del libro seguía pasando a través del proyector de bolsillo sin que nadie la mirase).

De cuando en cuando, Potterley venía a visitarle, sentándose con ojos ávidos, como si esperase que se solidificaran los toscos procesos, haciéndose visibles en todos sus repliegues. Sólo interfería de dos maneras. No permitía a Foster que fumara y, a veces, hablaba.

No se trataba de una conversación en absoluto, sino más bien de un monólogo en voz baja, con el cual al parecer no esperaba siquiera despertar la atención. Algo así como si se aliviara de la presión ejercida en su interior.

¡Cartago! ¡Siempre Cartago!

Cartago, la Nueva York del antiguo Mediterráneo. Cartago, imperio comercial y reina de los mares.

Cartago, todo lo que Siracusa y Alejandría pretendían ser. Cartago, calumniada por sus enemigos e inarticulada en su propia defensa.

Había sido antaño derrotada por Roma y luego expulsada de Sicilia y Cerdeña, pero consiguió más que resarcirse de sus pérdidas mediante sus nuevos dominios en España. Y dio nacimiento a Aníbal para sumir a los romanos en el terror durante dieciséis años…

Al final volvió a perder por segunda vez, se resignó a su destino y tornó a construir, con sus rotas herramientas, una vida claudicante en un territorio mermado, pero con tanto éxito que la celosa Roma la forzó deliberadamente a una tercera guerra. Y entonces Cartago, contando sólo con sus manos desnudas y su tenacidad, forjó armas y obligó a Roma a una campaña de dos años que no acabó hasta la completa destrucción de la ciudad; sus habitantes se arrojaron a las hogueras de sus casas incendiadas, prefiriendo esta muerte cruel a la rendición.

—¿Acaso un pueblo combatiría así por una ciudad y un sistema de vida tan deplorables como los antiguos escritores los pintaron? —comentaba Potterley—. Aníbal fue mejor general que ninguno de los romanos, y sus soldados le siguieron con absoluta fidelidad. Hasta sus más enconados enemigos le alabaron. Era un cartaginés. Ahora está de moda decir que fue un cartaginés atípico, mejor que los demás, algo así como un diamante arrojado a la basura. Si así fuera, ¿por qué se mostró tan fiel a Cartago hasta su muerte, tras varios años de exilio? Hablan de Moloch…

Foster no siempre escuchaba, pero a veces no podía impedirlo, y se estremecía y se sentía mareado ante el sangriento relato de los niños sacrificados.

Mas Potterley proseguía porfiado:

—Sólo que no es verdad. Se trata de un embuste lanzado hace dos mil quinientos años por griegos y romanos. Ellos tenían también sus esclavos, sus crucifixiones y torturas, sus combates de gladiadores. No eran precisamente unos santos. La historia de Moloch forma parte de lo que épocas posteriores llamarían la propaganda de guerra, la gran mentira. Puedo probar que fue un embuste. Puedo demostrarlo. ¡Y por el cielo que lo haré! Sí, lo haré…

Y mascullaba su promesa una y otra vez, lleno de celo.

La señora Potterley le visitaba también, pero con menos frecuencia, en general los martes y los jueves, cuando su marido tenía que ocuparse de alguna clase nocturna y, en consecuencia, no se hallaba presente.

Se sentaba y permanecía inmóvil, hablando apenas, con el rostro blando y apagado, los ojos inexpresivos, y una actitud distante y retraída.

La primera vez, Foster se sintió incómodo y sugirió que se marchara.

Ella respondió con voz átona:

—¿Le molesto?

—No, desde luego que no —mintió Foster—. Sólo que…

No acertó a completar la frase.

Ella asintió, como aceptando una invitación a quedarse. Luego abrió un bolso de paño que había traído consigo y sacó de él una resmilla de hojas de vitrón, que se puso a manipular con rapidez y delicados movimientos mediante un par de gráciles despolarizadores trifásicos, cuyos alambres, conectados a una batería, daban la impresión que estaba sosteniendo una gran araña.

Cierta tarde, dijo quedamente:

—Mi hija Laurel tiene su misma edad.

Foster se sobresaltó ante su inesperado tono y el contenido de sus palabras.

—No sabía que tuviese usted una hija, señora Potterley.

—Murió. Hace años.

El vitrón se iba convirtiendo gracias a las diestras manipulaciones en la forma irregular de una prenda de vestir que Foster no llegaba a identificar. No le quedaba sino murmurar de manera vacua:

—Lo siento.

La señora Potterley suspiró:

—Sueño con ella a menudo.

Alzó sus ojos azules y distantes hacia él. Foster retrocedió y miró a otro lado.

Otra tarde, mientras tiraba de una hoja de vitrón para despegarla de su vestido, ella preguntó:

—¿Qué es eso del panorama del tiempo?

La observación interfería con una secuencia particular de sus pensamientos, por lo que Foster respondió secamente:

—El doctor Potterley se lo explicará.

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