Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
Wilson continuó:
—¿No es cierto que usted pasó parte de su infancia en Harley Hall y lo visitó alguna vez siendo ya hombre adulto?
—Sí.
—¿Se le apareció alguna vez algo que tuviera el aspecto de espíritu, espectro o entidad astral, en Harley Hall?
—No. Lo recordaría.
—¿Le habló alguna vez su difunto tío de apariciones de esta índole?
—¿Mi tío? No.
—Nada más.
Turnbull se puso en pie para preguntar a su vez:
—Señor Harley, ¿cuál fue la última vez que vio a su tío, antes de que falleciera?
—El año mil novecientos treinta y ocho. En septiembre…, no recuerdo bien la fecha…, sería el diez o el once del mes.
—¿Cuánto tiempo pasó con él?
Harley se sonrojó hasta un punto inexplicable.
—Ah, sólo un día —dijo.
—Y anteriormente, ¿cuándo le vio?
—Pues, no le había visto desde que era muy joven. Mis padres se trasladaron a Pensilvania en mil novecientos veinte.
—Y desde entonces (exceptuando esa visita de un solo día en mil novecientos treinta y ocho), ¿tuvo algún contacto con su tío?
—No, creo que no. Era un hombre un poco raro…, un solitario. Un poco alcohólico, me figuro,
—Bueno, es usted un sobrino cariñoso. Pero en vista de lo que acaba de explicar, ¿le sorprende que su tío no le hablase nunca de Jenkins? No tuvo muchas ocasiones, ¿verdad que no?
—Tuvo una en mil novecientos treinta y ocho —replicó Harley en tono retador.
Turnbull levantó los hombros y dijo:
—He terminado.
Cimbel empezaba a poner cara de aburrimiento. Se prometía algo más parecido a unos fuegos artificiales.
—¿Tiene otros testigos la defensa? —preguntó. Wilson sonrió torvamente.
—Sí, Señoría —contestó. Era su gran momento, y volvió a sonreír mientras decía amablemente—: Me gusta ría llamar al estrado al señor Henry Jenkins.
En el pesado silencio que se produjo, el juez Cimbel Preguntó, echándose hacia delante:
—¿Quiere decir que desea llamar al querellante como testigo de la defensa?
—Sí, Señoría —respondió con voz muy serena. Cimbel hizo una mueca.
—Llame a Henry Jenkins —le dijo al escribano, con acento fatigado, desplomándose de nuevo en el sillón.
Turnbull parecía alarmado. Se mordía el labio, tratando de decidir si debía oponerse a tan asombroso proceder, pero acabó levantando los hombros, mientras el escribano voceaba el nombre del fantasma.
Luego echó a correr por el pasillo y cruzó la puerta. Se oyó su voz en la antesala, y enseguida regresó, más pausadamente, seguido del goteo de sangre:
Pat. JISS. Pat. JISS…
—Un momento —dijo Cimbel, despertando de la modorra—. No me opongo a que preste declaración, señor Jenkins, pero el Estado no habría de verse sometido al gasto innecesario de tener que tapizar la silla del testigo cada vez que usted la ocupa. Alguacil, busque una alfombra o algo que se pueda colocar sobre la silla antes de tomar juramento al señor Jenkins.
Trajeron, pues, a toda prisa un lienzo alquitranado y lo colocaron sobre la silla. Jenkins se materializó el tiempo suficiente para prestar juramento, y luego se sentó.
—Explíqueme, señor Jenkins —pidió Wilson—, ¿cuántas «entidades astrales» (que creo es la denominación que se da a sí mismo) existen?
—No tengo manera de saberlo. Millones y millones.
—En otras palabras, ¿tantas como seres humanos que murieron de muerte violenta?
Turnbull se puso en pie con repentina agitación; pero el fantasma sorteó limpiamente el cepo.
—No lo sé. Sólo sé que son miles de millones.
La sonrisa perduraba sin empañarse.
—Y todos esos millones y millones nos rodean continuamente, por todas partes, sólo que permanecen invisibles. ¿No es así?
—Oh, no. Muy pocos permanecen en la Tierra. Y de estos pocos, poquísimos tienen algo que ver con los hombres. Para nosotros, la mayoría de seres humanos resultan muy molestos.
—Bien, ¿cuántos diría usted que hay en la Tierra? ¿Cien mil?
—Quizá más. Pero la cifra es bastante acertada.
Turnbull interrumpió súbitamente.
—Me gustaría saber el significado de estas preguntas. Protesto contra este curso del interrogatorio nada pertinente al caso.
Wilson era un portento en dignidad legalista. Y replicó:
—Estoy tratando de elucidar unos factores de gran valor, Señoría. Esto puede cambiar el carácter entero del caso. Le pido que tenga unos momentos de paciencia.
—El abogado defensor puede continuar —dijo secamente Cimbel.
Wilson enseñó los caninos en una sonrisa. Y volvió a dirigirse al goteo sanguinolento que tenía delante.
—Bien, pues, lo que sostiene su abogado es que el difunto señor Harley permitió que una «entidad astral» ocupara su hogar durante veinte años o más, con su conocimiento y consentimiento plenos. A mí el hecho se me antoja completamente improbable, pero supongamos por un momento que ocurrió así…
—¡Ciertamente! Es la verdad.
—Entonces, dígame, señor Jenkins, ¿tiene usted dedos?
—¿Si tengo qué…?
—Me ha oído muy bien —espetó Wilson—. ¿Tiene dedos, dedos de carne y hueso, capaces de dejar huella?
—No. Yo…
Wilson se lanzó más resueltamente:
—¿O tiene una fotografía de usted, o muestras de su caligrafía… o alguna forma de identificación material? ¿Tiene alguna de esas cosas?
La voz sonó claramente querellosa:
—¿Qué quiere decir?
La voz de Wilson, en cambio, se tornó áspera, amenazadora.
—Quiero decir si puede demostrar que la entidad astral que se supone ha habitado la casa de Zebulon Harley es
usted
precisamente. ¿Era usted… o era otro de esos centenares de miles de cosas intangibles, desconocidas, sin fisonomía, sin rostro que, según usted ha declarado, vagan por toda la faz de la Tierra, errando por donde les viene en gana, sin que ni rejas ni cerraduras puedan detenerlas? ¿Puede demostrar que
es
un ser determinado, particular?
—¡Señoría! —la voz de Turnbull fue más bien un alarido, cuando el abogado logró ponerse en pie por fin—. ¡La identidad de mi cliente no ha sido puesta en duda en ningún momento!
—¡Pues ahora la ponemos! —rugió Wilson—. El abogado de la parte contraria ha presentado a un personaje al que llama «Henry Jenkins» ¿Quién es ese Jenkins? ¿Qué es? ¿Es siquiera un solo individuo… o una asociación organizada de estas misteriosas «entidades astrales» que hemos de creer que están por todas partes, pero a las que nunca vemos? Y si es un individuo, ¿es el que se pretende? ¿Y cómo podemos saberlo, aunque él lo afirme? Que presente pruebas: fotografías, partida de nacimiento, huellas digitales. Que traiga un testigo identificador que haya conocido a ambos espectros y esté dispuesto a jurar que los dos son uno y el mismo. Sin este requisito, ¡no hay caso! ¡Señoría, pido que el tribunal pronuncie sentencia inmediatamente en favor del demandado!
El juez Cimbel miró fijamente a Turnbull.
—¿Tiene algo que decir? —le preguntó—. El argumento de la defensa parece muy razonable. Si no puede presentar pruebas de alguna clase sobre la identidad de su cliente, no tengo otra alternativa que fallar por la defensa.
Por un momento, la sala quedó en el más completo silencio. Wilson triunfante, Turnbull furioso y fracasado.
¿Cómo se podía identificar a un fantasma?
Pero entonces llegó una tranquila y regocijada voz desde la silla del testigo.
—Esto ya dura demasiado —dijo, dominando el siseo y chapoteo de su propia sangre—. Creo que podré presentar una prueba que dejará satisfecho al tribunal.
El rostro de Wilson cayó con la velocidad de un ascensor rápido. Turnbull contenía el aliento, temiendo dar paso a la esperanza.
El juez Cimbel le recordó:
—Está bajo juramento. Continúe.
No se oyó ningún otro sonido en la sala mientras la voz proseguía:
—El señor Harley, aquí presente, se ha referido a una visita que hizo a su tío en mil novecientos treinta y ocho. Yo puedo dar fe de ello. Pasaron una noche y un día juntos. No estaban solos. Yo estaba allí.
Nadie miraba a Russell Harley; si lo hubieran hecho habrían visto la repentina palidez de enfermo que cubría su rostro.
La voz continuó, implacable:
—Quizá no debí escuchar a escondidas como lo hice, aunque, de todos modos, el viejo Zeb nunca tuvo secretos para mí. Escuché, pues, lo que decían. A la sazón, el joven Harley trabajaba en un Banco de Filadelfia. Era su primer empleo importante. Necesitaba dinero, y lo necesitaba urgentemente. Había un desfalco en su departamento. Una mujer llamada Sally…
—¡Cállese! —chilló Wilson—. Esto no tiene nada que ver con las pruebas de su identificación. ¡No se aparte de la cuestión!
Pero Turnbull había empezado a comprender, y también gritaba, casi demasiado excitado para expresarse de un modo coherente:
—Señoría, debe permitir que mi cliente hable. Si demuestra estar enterado de una conversación privada entre el difunto señor Harley y el demandado, habría de considerarse prueba definitiva de que gozaba de la confianza del difunto señor Harley, ¡con lo cual queda demostrado que no es otro que la entidad astral que ha ocupado Harley Hall durante tanto tiempo!
Cimbel dio unos enérgicos cabezazos.
—Permítaseme recordar al abogado del demandado que se trata del testigo solicitado por él mismo. Siga, señor Jenkins.
La voz empezó de nuevo:
—Como iba diciendo, la mujer se llamaba…
—¡Cállese, maldito sea! —chilló Harley. Poniéndose en pie de un salto, se volvió hacia el juez con expresión implorante—. ¡Está deformando lo sucedido! ¡Mándele que se calle! Sí, claro, yo sabía que mi tío tenía un fantasma. Y es éste, de acuerdo, ¡maldita sea su alma negra! Puede quedarse con la casa, si quiere; yo me marcharé. ¡Me marcharé de este maldito Estado!
Entonces se puso a balbucear incoherencias y se volvió rápidamente. Sólo la intervención de un agente de la autoridad impidió que huyera de la sala. Cuando el público hubo retornado, o casi, a la normalidad, el Juez Cimbel, sudoroso y molesto, dijo:
—Por lo que a mí respecta, la identificación del testigo es completa. ¿Tiene alguna otra prueba que presentar la defensa?
Wilson levantó los hombros malhumorado.
—No, Señoría.
—¿Y el abogado del demandante?
—Nada, Señoría. Lo doy por terminado.
Cimbel se rastrilló el escaso cabello con la mano y parpadeó.
—En tal caso —dijo—, fallo en favor del demandante. Ordeno, pues, que el demandado, Russell Joseph Harley, deberá evacuar del lugar de autos todo hechizo, estrella de cinco puntas, talismán u otro medio de exorcismo empleado; que deberá desistir de realizar intento alguno, sea de la naturaleza que fuere, para expulsar en el futuro al ocupante; y que a Henry Jenkins, el demandante, se le permitirá el pleno uso y la ilimitada ocupación del lugar conocido por Harley Hall por todo el tiempo que dure su… humm… existencia natural —a continuación dio un mazazo—. El juicio ha terminado.
—No lo tome tan a pecho —dijo una voz benigna detrás de Russell Harley. Este giró, arisco, sobre sus talones. Nicholls subía por la calle tras él, y Wilson iba a la zaga de Nicholls.
—Han perdido el caso —dijo Nicholls—, pero siguen con vida. Permitan que les invite a beber. Ahí, quizá.
Y les empujó hacia un bar coquetón y les hizo sentar sin darles tiempo para expresar una protesta.
—Dispongo de unos minutos —dijo—. Luego me tendré que marchar definitivamente. Es un asunto urgente.
Llamó a un camarero y pidió para todos. Luego miró al joven Harley y sonrió gozosamente al mismo tiempo que dejaba caer un billete sobre la mesa para pagar la cuenta.
—Harley —dijo—, yo tengo un lema que usted debería recordar en ocasiones como la presente. Se lo ofrezco, si lo acepta.
—¿Cuál es?
—«Lo peor todavía ha de llegar»
Harley enseñó los dientes en una mueca de rabia y no dijo nada. Wilson replicó:
—Lo que me choca es que no vinieran a vernos antes del juicio con esos informes sobre este encantador e ilícito cliente que usted me suministró. Habríamos tenido que resolver la cuestión fuera del juzgado.
Nicholls respondió, encogiéndose de hombros:
—Tenían sus razones. Al fin y al cabo, un caso más o un caso menos de exorcismo no importa. En cambio, los juicios sientan precedentes. Usted es abogado, Wilson, ¿no comprende qué quiero decir?
—¿Precedentes? —Wilson le miró boquiabierto por un momento; luego abrió exageradamente los ojos.
—Ya veo que me comprende. —Nicholls hizo un gesto afirmativo—. A partir de ahora, en este Estado (y en iodos los de la nación, por obra y gracia de la cláusula de «total es buena fe y asenso» de la Constitución) ¡un fantasma tiene derecho, legal, a frecuentar una casa!
—¡Santo Dios! —exclamó Wilson. Y se puso a reír, no a grandes carcajadas, pero sí desde el fondo de su pecho. Harley miraba fijamente a Nicholls.
—Dígame de una vez y sin rodeos —susurró—, ¿qué papel representa usted en todo esto?
Nicholls volvió a sonreír.
—Medítelo un rato —respondió en tono ligero— y empezará a entenderlo. —Olisqueó el vino una vez más, dejó el vaso sobre la mesa, cuidadosamente…
Y se esfumó.
“The Little Man on the Subway”
Las estaciones de metro son lugares donde la gente suele bajar de los vagones, de modo que cuando nadie dejaba el primer coche en la de Atlantic Avenue, el Conductor Cullen del IRT empezó a preocuparse. En realidad, nadie había salido del primer coche desde el comienzo del trayecto a Flatbush… aunque continuamente subían a él docenas de pasajeros.
¡Raro! ¡Muy raro! Era la clase de problemas que provocaba que los conductores bien educados se quitaran la gorra y se rascaran la cabeza. Eso hizo el Conductor Cullen. No le sirvió de nada, pero repitió el proceso en la calle Bergen, la estación siguiente, donde nuevamente el primer coche no perdió ni uno de sus ocupantes. Y en la Plaza Great Army, agregó al proceso de rascarse unas pocas palabras antiguas en gaélico que habían pasado de padres a hijos por cientos de años. ionizaron la atmósfera circundante, pero no afectaron la situación de otra manera.
En Eastern Parkway, Cullen ensayó un experimento. Se abstuvo cuidadosamente de abrir en absoluto las puertas del primer vagón. Se inclinó hacia adelante ansiosamente, torció la cabeza y observó… y fue obsequiado con nada menos que un milagro. El viajero del metro de Nueva York no es tímido, manso, ni moderado, y las puertas que no se abren inmediatamente, o bastante pronto, son ayudadas en el proceso por variados puntapiés. Sin embargo, esta vez no hubo ni una sola patada, ni un grito, ni siquiera un moderado aullido. A Cullen se le salían los ojos de las órbitas.