Cuentos completos (301 page)

Read Cuentos completos Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
6.16Mb size Format: txt, pdf, ePub

Cimbel dio un cabezazo. Si al menos el caso hubiera tenido un precedente en alguna parte… Pero no lo tenía. Cimbel se acordaba tristemente de las horas que se había pasado hojeando toda clase de libros de leyes poco conocidos, buscando algo que tuviera cierta relación con el pleito actual. Su buen criterio le había aconsejado resolver el asunto por la vía rápida; un juez no podía permitir que se rieran de él, y menos si era un hombre ambicioso. Y en este caso, lo único seguro eran las carcajadas del público. Pero Wilson se obstinó de tal modo que el juez se dejó llevar de su mal genio. De todos modos, jamás había sentido simpatía alguna por Wilson.

—Puede interrogar al testigo —anunció. Turnbull movió la cabeza afirmativamente, y, dirigiéndose al escribano dijo:

—Llamen a Henry Jenkins al estrado. Wilson estaba en pie antes de que el funcionario hubiera podido abrir la boca.

—¡Protesto! —bramó—. ¡El supuesto Henry Jenkins no sirve como testigo!

—¿Por qué no? —preguntó Turnbull.

—¡Porque está difunto!

Con una mano, el juez se cogió la frente; con la otra empuñó el mazo. Y dio un golpe a la mesa para imponer silencio en la sala.

Turnbull permanecía en pie, sonriendo.

—Naturalmente —dijo—, usted tendrá pruebas de lo que ha dicho.

—Claro que sí —Wilson enseñaba los dientes, y consultó su informe—. El llamado Henry Jenkins es el fantasma, espíritu o espectro de un tal Henry Jenkins, un buscador de oro que anduvo por este territorio hace un siglo. Lo mató, atravesándole el cuello, una bala salida del arma de un tal Long Tom Cooper, y fue declarado legalmente muerto el día 14 de septiembre de 1850. A Cooper lo ahorcaron por este asesinato. No importa lo que esgrima usted como pruebas en contra, la situación de muerte legal sigue siendo completamente válida.

—¿Qué pruebas tiene usted de que mi cliente sea ese mismo Hank Jenkins? —preguntó, ceñudo, Turnbull.

—¿Acaso usted lo niega?

El otro se encogió de hombros.

—Yo no niego nada. No es a mí a quien están interrogando. Además, el único prerrequisito de un testigo es que comprenda el valor de un juramento. Henry Jenkins fue examinado por John Quincy Fitzjames, profesor de psicología de la Universidad de California del Sur. El resultado (tengo la declaración jurada del doctor Fitzjames sobre dicho resultado, y la presentaré como documento probatorio) muestra con toda claridad que mi cliente posee un coeficiente intelectual bastante superior al normal y que el examen psiquiátrico no revela ninguna aberración importante que limite el valor de su testimonio. Insisto en que se permita a mi cliente atestiguar en propio beneficio.

—¡Si ya murió! —graznó Wilson—. ¡Si en estos mismos instantes es invisible!

—Mi cliente —dijo Turnbull, seco y severo— no está presente en estos momentos. Indudablemente, esto es lo que le induce a usted a declarar su invisibilidad —el abogado hizo una pausa para dar tiempo al murmullo de aprobación que se extendió por la sala. «La cosa empieza bien», pensó, muy risueño—. Aquí tengo otra declaración —continuó—. La firman Elihu James y Terence MacRae, jefes, respectivamente, de los departamentos de física y biología de la citada Universidad. El documento certifica que mi cliente exhibe todos los fenómenos vitales de la vida. Estoy dispuesto a llamar a los tres expertos mencionados como testigos, si es necesario.

Wilson puso mala cara, pero no dijo nada. El juez Cimbel se inclinó sobre la mesa.

—No veo la posibilidad de negar al demandante el derecho a prestar declaración —dijo—. Si los tres expertos que han redactado estos informes ratifican en el estrado los hechos contenidos en los mismos, Henry Jenkins podrá presentarse como testigo.

Wilson se sentó ponderadamente. Los tres expertos pronunciaron unas breves y secas palabras. Wilson no los sometió sino al interrogatorio más convencional.

El juez ordenó un breve descanso. Fuera, en el pasillo, Wilson y su cliente encendían cigarrillos y se miraban mutuamente con poca simpatía.

—Tengo la sensación de estar lelo —decía Russell Harley—. ¡Armar pleito contra un fantasma!

—Ha sido el fantasma el que ha suscitado el pleito —le recordó Wilson—. Si al menos hubiéramos podido aplazar la escaramuza por un par de semanas, hasta la toma de posesión de otro juez, habría podido conseguir que esta causa se resolviera con un «no ha lugar»

—¿Por qué no hemos podido esperar?

—¡Porque usted tenía tantísima prisa! —replicó Wilson—. Usted y ese idiota de Nicholls; tan confiado en que no llegaría a celebrarse un juicio.

Harley se encogió de hombros y recordó tristemente cómo habían fracasado, cómo no habían logrado exorcizar por completo el espíritu de Hank Jenkins. Se habían armado un lío. Fuese como fuere, Jenkins había huido del círculo encantado que habían levantado a su alrededor y dentro del cual pensaban retenerle hasta que el juez hubiera fallado la causa en contra suya por falta de comparecencia.

—Y ése es otro punto —continuó el abogado—. ¿Donde de está Nicholls?

Harley volvió a encogerse de hombros.

—No lo sé. La última vez que le vi fue en el despacho de usted. Vino a verme después de haber estado en casa el alguacil trayéndome la orden de comparecencia. Él me llevó a su despacho; me dijo que le habían recomendado que acudiera a usted. Entonces hablamos del caso un rato, los tres. Y él se marchó, después de prestarme algún dinero para ayudarme a pagarle a usted el anticipo. Desde entonces no he vuelto a verle.

—Quisiera saber quién le habló de mí —dijo Wilson con aire torvo—. Creo que no recomendaría nunca más a nadie. No me gusta este caso, ni tampoco usted.

Harley produjo un sonido gutural, pero no dijo nada. Tiró el cigarrillo. Sabía a la basura que colgaba de su cuello… todo tenía el mismo olor. Nicholls no mintió cuando dijo que a Harley no le gustaría mucho el puñado de hierbas que mantendrían alejado el espíritu del viejo Jenkins. De verdad que olían mal.

El escribano estaba en el pasillo, gritando algo; la gente empezaba a entrar nuevamente en la sala. Harley y su abogado se sumaron a los demás.

Reanudado el juicio, el escribano llamó:

—¡Henry Jenkins!

Turnbull se levantó al instante; abrió la puerta de la cámara del juez y dijo algo en voz baja. Luego se hizo a un lado, como para dejar paso a otra persona.

Pat. JISS. Pat. JISS…

Del público se elevó una exclamación ahogada, al unísono, cuando el fantasmagórico chorrito de sangre cruzó el espacio libre en dirección a la silla de los testigos. Era el fantasma… el demandante, en el pleito más absurdo de toda la historia de la jurisprudencia.

—Muy bien, Hank —murmuró Turnbull—. Tendrá que materializarse el tiempo suficiente para que el escribano le tome el juramento.

El escribano retrocedió nervioso ante la columna de neblina lechosa que se le apareció, con una forma vagamente humanoide. Una mano de fantasma, semitransparente, se extendió para tocar la Biblia. La voz del escribano temblaba al proponer el juramento. Se oyó la respuesta como si saliera del corazón de la columna de humo.

La neblina se arrastró hacia la silla de los testigos, se dobló de forma rara a la altura de las caderas y, con una pequeña explosión, se disipó en la nada. El juez golpeaba furiosamente con el mazo. El rumo de alarma que se había levantado de los espectadores se acalló.

—Les advierto de nuevo que no toleraré ninguna falta a las normas —declaró—. El abogado del demandante puede continuar.

Turnbull fue a situarse delante de la mesa del testigo y dirigió la palabra al vacío.

—¿Su nombre?

—Me llamo Henry Jenkins.

—¿Su ocupación?

Hubo una ligera pausa.

—No tengo ninguna. Supongo que ustedes dirían que estoy jubilado.

—Mister Jenkins, ¿qué relación tiene usted con edificio denominado Harley Hall?

—Lo vengo ocupando desde hace noventa años.

—Durante ese tiempo, ¿conoció usted al difunto Zebulon Harley, propietario del Hall?

—Conocí bastante bien a Zeb.

—¿Cuándo le conoció? —preguntó Turnbull después de un cabezazo de asentimiento.

—En la primavera de 1907, Zeb acababa de perder a su esposa. Después de lo cual, hizo de Harley Hall su domicilio permanente. Se convirtió… más o menos, un ermitaño. Anteriormente no nos habíamos conocido porque venía muy raras veces al Hall. Pero entonces nos hicimos amigos,

—¿Cuánto tiempo duró esa amistad?

—Hasta el otoño pasado, cuando murió. En el momento de fallecer, yo estaba con él. Todavía conservo unos cuantos recuerdos que me dio entonces.

Un suspiro nostálgico, claramente audible, se elevó de la silla del testigo, la cual estaba copiosamente salpicada de líquido encarnado. Las gotas que caían parecieron titubear unos segundos, y el ruido siseante que producían quedó sofocado como por una fuerte emoción.

Turnbull continuó:

—Entonces, ¿mantenía buenas relaciones con él?

—Yo diría que excelentes —replicó en tono firme el vacío—. Todas las noches pasábamos largo rato juntos. Cuando no jugábamos al «pinacle», o al ajedrez, o al «cribbage», charlábamos, sencillamente; comentábamos los sucesos del día. Todavía conservo el libro que utilizábamos para guardar recuerdo de las partidas de ajedrez y «pinacle»; Zeb escribía las anotaciones de su puño y letra.

Turnbull se alejó del testigo por unos momentos y se dirigió al juez, con una sonrisa.

—Presento como prueba el libro mencionado —dijo—. Y también una sortija que regaló al demandante el difunto señor Harley, y un ejemplar de las obras dramáticas de Gilbert y Sullivan. En la anteportada del libro figura la dedicatoria: «Al viejo Hank», de puño y letra de Harley.

Turnbull se volvió nuevamente hacia la vacía silla, rezumante de sangre, del testigo y dijo:

—En todos los años de convivencia con Zebulon Harley, ¿le pidió alguna vez éste que se fuera o pagase alquiler?

—Por supuesto que no. ¡Zeb no habría hecho tal cosa!

Turnbull hizo un nuevo gesto afirmativo.

—Muy bien —dijo—. Ahora, sólo un par de preguntas más. ¿Quiere decir, con sus propias palabras, qué ocurrió después de la defunción de Zebulon Harley que le obligara a usted a presentar querella?

—Pues, en enero, el joven Harley…

—¿Se refiere a Russell Joseph Harley, el demandado?

—Sí, llegó
a
Harley Hall el cinco de enero. Yo le pedí que se marchara, cosa que él hizo. Al día siguiente regresó con otro hombre. Entre los dos, colocaron un talismán sobre el umbral de la puerta principal, y a continuación cerraron todas las puertas y ventanas del Hall con una sustancia que me es nociva. Además, recurrieron, a varios encantamientos de los más mortíferos de la Ars Magicorum. Luego añadieron un Círculo de Exclusión de un radio de algo más de kilómetro y medio, rodeando por completo el Hall.

—Comprendo —dijo el abogado—. ¿Quiere explicar al tribunal los efectos de todos estos manejos?

—Bueno —respondió la voz pensativamente—, es difícil expresarlo con palabras. Yo no puedo atravesar el círculo sin gran derroche de energía. Y aunque lo atravesara no podría entrar en la casa por culpa del talismán
y
los sellos.

—¿Podría entrar por el aire? ¿Por una chimenea, quizá?

—No. El Círculo de Exclusión es en realidad una esfera. Estoy completamente seguro de que el esfuerzo me destruiría.

—Entonces, ¿es verdad que se halla completamente expulsado de la casa que ha ocupado durante noventa años, debido a las caprichosas acciones de Russell Joseph Harley, el demandado, y un cómplice suyo cuyo nombre ignoramos?

—En efecto.

—Gracias —dijo Turnbull con ancha sonrisa—. Nada más.

Y se volvió hacia Wilson, cuyo semblante había sido un estudio de malhumorada obstinación durante todo el interrogatorio.

—Se lo dejo a su disposición —le dijo.

Wilson se levantó con gesto enérgico y se dirigió a grandes zancadas hacia la silla del testigo, a quien preguntó en tono beligerante:

—¿Dice usted llamarse Henry Jenkins?

—Sí.

—Quiere decir que así es como se llama ahora. ¿Cómo se llamaba antes?

—¿Antes? —la voz que emanaba de aquel gotear de sangre tenía el acento de la sorpresa—. ¿Antes de qué? Wilson frunció el ceño.

—No se haga el ignorante —dijo vivamente—. Antes de
haber fallecido,
por supuesto.

—¡Protesto! —Turnbull estaba de pie, mirando furioso a Wilson—. ¡El abogado defensor no tiene ningún derecho a hablar de un hipotético fallecimiento de mi cliente!

Gimbel levantó la mano con aire fatigado, cortando las palabras que se formaban en los labios de Wilson.

—Se acepta la protesta —dijo—. No se ha presentado ninguna prueba que identifique al demandante con el buscador de oro a quien mataron en 1850… ni con persona alguna.

Los labios de Wilson se torcieron en una mueca agria. El abogado continuó en tono más bajo:

—Dice usted, señor Jenkins, que ha ocupado Harley Hall por espacio de noventa años.

—Se cumplirán el mes que viene. El Hall no lo construyeron (en su forma actual al menos) hasta 1876, pero yo ya ocupaba la casa que se levantaba anteriormente en aquel lugar.

—¿Qué hacía antes?

—¿Antes? —La voz hizo una pausa; luego dijo en tono dubitativo—: No lo recuerdo.

—¡Está bajo juramento! —estalló Wilson. La voz cobró firmeza.

—Noventa años son mucho tiempo —afirmó—. No me acuerdo.

—Veamos si le refresco la memoria. ¿Es cierto que hace noventa años, el mismo año en que, según sostiene, usted empezó a ocupar Harley Hall, Hank Jenkins murió en un duelo con armas de fuego?

—Si usted lo dice, puede ser cierto. No lo recuerdo.

—¿Recuerda que el tiroteo tuvo lugar a unos quince metros del emplazamiento actual de Harley Hall?

—Es posible.

—Pues bien —tronó Wilson—, ¿no es una realidad que cuando Hank Jenkins murió de muerte violenta cobró existencia su fantasma? ¿No es cierto que entonces quedó sentenciado a frecuentar, por toda la eternidad el lugar donde lo habían matado?

La voz respondió sin alterarse:

—No tengo ninguna prueba de lo que dice.

—¿Niega, pues, que es muy sabido por toda aquella comarca que el espíritu de Hank Jenkins frecuenta Harley Hall?

—¡Protesto! —gritó Turnbull—. La opinión popular no constituye prueba.

Other books

Betrayed by Wodke Hawkinson
Hunt for Justice by Vernon, James R.
Out of Focus by Nancy Naigle
Walk a Black Wind by Michael Collins
Xenophobia by Peter Cawdron
The Continental Risque by James Nelson