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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (149 page)

BOOK: Cuentos completos
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Uno de ellos se hallaba aplastado contra la pared y era carne congelada. El capitán y el otro tripulante se encontraban tiesos, con la piel hinchada por los coágulos helados que el aire había formado al escapar de la sangre rompiendo venas y arterias.

Vernadsky, que nunca había visto esa forma de muerte en el espacio, sintió náuseas, pero se esforzó por no vomitar dentro del traje y lo consiguió.

—Veamos el mineral que traen. Tiene que ser radiactivo —dijo, y se repitió para sus adentros: tiene que serlo, tiene que serlo.

La fuerza de la colisión había deformado la puerta de la cabina de carga y se veía una rendija de un centímetro de ancho en el borde con el marco.

Hawkins alzó el contador que llevaba en la mano enguantada y dirigió la ventanilla de mica hacia la rendija.

Parloteó como un millón de cotorras.

—Te lo dije —suspiró Vernadsky, con infinito alivio.

La reparación defectuosa era ya únicamente el ingenioso y loable cumplimiento del deber de un ciudadano leal, y la colisión que había provocado la muerte de tres hombres, un lamentable accidente.

Necesitaron dos descargas de pistola para arrancar la puerta alabeada, y las linternas alumbraron toneladas de roca.

Hawkins levantó dos trozos de buen tamaño y se los metió en el bolsillo del traje.

—Como prueba, y para los análisis.

—No lo mantengas cerca de la piel demasiado tiempo —le advirtió Vernadsky.

—El traje me protegerá hasta que regrese a la nave. No es uranio puro, ya sabes.

—Pero se acerca bastante —manifestó Vernadsky, con renovado aplomo.

Hawkins miró en torno.

—Bien, esto cambia las cosas. Hemos detenido a una banda de contrabandistas, o a parte de ella. ¿Y ahora qué?

—El asteroide de uranio…, oh…

—En efecto. ¿Dónde está? Los únicos que lo sabían están muertos.

—¡Santo espacio! —Y Vernadsky volvió a sentirse abatido. Sin el asteroide, sólo tenían tres cadáveres y unas cuantas toneladas de mineral de uranio. Estaba bien, pero no era nada espectacular. Se ganaría una felicitación y él no buscaba una felicitación, sino un puesto permanente en la Tierra; y para eso necesitaba algo más—. ¡Por el amor del espacio! —gritó de repente—. ¡El siliconio! Puede vivir en el vacío. Vive en el vacío continuamente y él sabe dónde está el asteroide.

—¡Bien! —exclamó Hawkins, con repentino entusiasmo—. ¿Dónde está esa cosa?

—En popa. Por aquí.

El siliconio destelló a la luz de las linternas. Se movía y estaba vivo. El corazón de Vernadsky se le salía del pecho por la emoción.

—Tenemos que moverlo, Hawkins.

—¿Por qué?

—El sonido no se desplaza en el vacío. Hemos de llevarlo a la nave patrulla.

—De acuerdo, de acuerdo.

—No podemos ponerle un traje con transmisor de radio, ya me entiendes.

—He dicho que de acuerdo.

Se lo llevaron con cuidado, manejando casi con afecto la grasienta superficie de la criatura con sus dedos enfundados en metal.

Hawkins lo sostuvo mientras salían de la Robert Q.

Tenían al siliconio en la sala de control de la nave patrulla. Se habían quitado los cascos y Hawkins se estaba quitando el traje. Vernadsky no pudo esperar.

—¿Puedes leernos la mente? —preguntó.

Contuvo el aliento hasta que los sonidos discordantes de roca se modularon en palabras. Para los oídos de Vernadsky no podía haber sonidos más agradables en ese momento.

—Sí —respondió. Y añadió—: Vacío en derredor. Nada.

—¿Qué? —se alarmó Hawkins.

Vernadsky le hizo callar.

—Se refiere al viaje por el espacio. Debe de haberlo impresionado. —Se volvió hacia el siliconio y gritó, como si quisiera aclararse él mismo las ideas—: Los hombres que estaban contigo recogieron uranio, un mineral especial, radiaciones, energía.

—Querían comida —susurró la voz áspera.

¡Por supuesto! Era comida para el siliconio. Era una fuente de energías.

—¿Les mostraste dónde conseguirla?

—Sí.

—Apenas le oigo —se quejó Hawkins.

—Le pasa algo —comentó Vernadsky, preocupado. Y gritó—: ¿Te encuentras bien?

—No bien.

—No. Aire marchó de golpe. Algo malo dentro.

—La descomprensión repentina debió de dañarlo —murmuró Vernadsky—. Oh, cielos… Mira, tú sabes lo que busco. ¿Dónde está tu hogar? El lugar con comida.

Los dos hombres aguardaron en silencio.

Las orejas del siliconio se elevaron despacio, temblaron y cayeron. —Allí —fue la respuesta—. Por allí.

—¿Dónde? —chilló Vernadsky.

—Allí.

—Está haciendo algo —observó Hawkins—. Está señalando hacia algún sitio.

—Claro, sólo que no sabemos hacia dónde.

—Bueno, y ¿qué esperabas? ¿Que te diera las coordenadas?

—¿Por qué no? —se volvió hacia el siliconio, que estaba acurrucado en el suelo. Permanecía inmóvil y había una falta de vida en su exterior que no auguraba nada bueno—. El capitán sabía dónde estaba el sitio donde comías. Tenía números para designarlo, ¿verdad?

Rogó para que el siliconio lo entendiera, para que leyera los pensamientos y no sólo escuchara las palabras.

—Sí —contestó el siliconio con un susurro de roca contra roca. —Tres series numéricas —lo alentó Vernadsky.

Tenían que ser tres. Tres coordenadas en el espacio más las fechas, dando tres posiciones del asteroide en su órbita en torno al Sol. Esos datos permitían calcular la órbita completa y una posición determinada en cualquier momento. Hasta se podían incluir en el cálculo las perturbaciones planetarias.

La voz del siliconio sonó aún más débil:

—Sí.

—¿Cuáles eran? ¿Cuáles eran los números? Anótalos, Hawkins. Busca papel.

Pero el siliconio dijo:

—No sé. Números no importante. Lugar de comida allí.

—Está clarísimo —observó Hawkins—. No necesitaba las coordenadas, así que no prestó atención.

—Pronto no… —añadió el siliconio, e hizo una pausa como si paladeara una palabra nueva y extraña—. Pronto no vivo. —Otra pausa más larga—. Pronto muerto. ¿Qué después de muerte?

—Resiste —le imploró Vernadsky—. Dime, ¿el capitán anotó esos números en alguna parte?

El siliconio tardó un minuto largo en responder. Los dos hombres se agacharon tanto que sus cabezas casi rozaban la piedra moribunda.

—¿Qué después de muerte? —repitió.

—Una respuesta —gritó Vernadsky—. Sólo una. El capitán debió de apuntar los números. ¿Dónde? ¿Dónde?

—En el asteroide —susurró el siliconio.

Y no habló más.

Era una roca muerta, tan muerta como la roca que le dio nacimiento, tan muerta como las paredes de la nave, tan muerta como un humano muerto.

Y Vernadsky y Hawkins se incorporaron y se miraron con desesperanza.

—No tiene sentido —comentó Hawkins—. ¿Por qué iba a apuntar las coordenadas en el asteroide? Es como guardar la llave en la caja que tienes que abrir.

Vernadsky sacudió la cabeza.

—Una fortuna en uranio. La mayor veta de la historia y no sabemos dónde está.

H. Seton Davenport miró a su alrededor con una extraña sensación de placer. Aun en reposo, su rostro arrugado y su nariz prominente manifestaban cierta dureza. La cicatriz de la mejilla derecha, el pelo negro, las cejas enarcadas y la tez morena se combinaban para darle un aire de incorruptible agente del Departamento Terrícola de Investigaciones, y eso era.

Pero sonreía vagamente al mirar esa amplia habitación donde la penumbra volvía infinitas las hileras de librofilmes y los especímenes de quién sabe qué, procedentes de quién sabe dónde se amontonaban de un modo misterioso. Ese absoluto desorden y ese aire de aislamiento del mundo volvían irreal la habitación; casi tan irreal como su propio dueño.

Y el dueño estaba sentado en una combinación de sillón y escritorio que estaba bañada por el único foco de luz brillante de la habitación. Pasaba lentamente las hojas de unos informes oficiales que sostenía en la mano. Sólo apartaba la mano para acomodarse las gruesas gafas que amenazaban con caerse a cada instante de la nariz chata y redonda. Mientras leía, se le movía lentamente el vientre con el ritmo de la respiración.

Era el profesor Wendell Urth, quien, si de algo valía el juicio de los expertos, era el extraterrólogo más destacado de la Tierra. La gente lo consultaba sobre cualquier tema relacionado con lo extraterrestre, aunque en su vida adulta el profesor jamás se había alejado a más de una hora caminando del recinto universitario, donde tenía su hogar.

Miró solemnemente al inspector Davenport.

—Un hombre muy inteligente, este joven Vernadsky.

—¿Por haber deducido todo a partir de la presencia del siliconio? En efecto.

—No, no. La deducción fue sencilla. Inevitable, a decir verdad. Hasta un tonto la habría hecho. Yo me refería —añadió, enarcando las cejas un tanto severamente— al hecho de que el joven había leído acerca de mis experimentos concernientes a la sensibilidad del Siliconeus asteroidea a los rayos gamma.

—Ah, sí —asintió Davenport.

El profesor Urth era el gran experto en siliconios. Por eso Davenport acudía a él. Tenía una sola pregunta que hacerle, una pregunta sencilla; pero el profesor había fruncido sus labios carnosos, había sacudido la cabezota y había pedido ver todos los documentos del caso.

Por lo general, eso habría sido imposible, pero hacía poco que el profesor Urth había colaborado con el Departamento en el caso de las campanas cantarinas de la Luna, destruyendo una falta de coartada mediante una argucia relacionada con la gravedad lunar, así que el inspector había accedido.

El profesor terminó de leer, dejó las hojas sobre el escritorio, liberó los faldones de la camisa de la estrechez de la cintura y se limpió con ellos las gafas. Examinó los cristales a la luz, para comprobar los efectos de su limpieza, volvió a ponerse las gafas sobre la nariz y unió las manos encima del vientre, entrelazando sus dedos regordetes.

—¿Cuál era la pregunta, inspector?

—¿Es verdad, en su opinión, que un siliconio del tamaño y el tipo que se describen en el informe sólo se pudo haber desarrollado en un mundo rico en uranio…?

—Material radiactivo —le interrumpió el profesor—. Torio, tal vez, aunque probablemente uranio.

—¿La respuesta es sí, entonces?

—En efecto.

—¿Y qué tamaño tendría ese mundo?

—Un kilómetro y medio de diámetro, quizá —contestó pensativamente el extraterrólogo—. Tal vez más.

—¿Y cuántas toneladas de uranio, o de material radiactivo, mejor dicho?

—Billones, por lo menos.

—¿Estaría usted dispuesto a consignarlo por escrito y firmarlo?

—Desde luego.

—Muy bien, profesor. —Davenport se puso de pie y tomó el sombrero con una mano y puso la otra sobre los informes—. Es todo lo que necesitamos.

Pero el profesor Urth apoyó la mano en los informes y no la apartó de allí.

—Espere. ¿Cómo piensa encontrar el asteroide?

—Buscando. Asignaremos un volumen de espacio a cada nave disponible y… buscaremos.

—¡El gasto, el tiempo, el esfuerzo! Y nunca lo encontrarán.

—Una probabilidad entre mil. Tal vez lo consigamos.

—Una probabilidad entre un millón. No lo encontrarán.

—No podemos renunciar al uranio sin intentarlo. Su opinión profesional, profesor, justifica la empresa.

—Pero hay un modo mejor de encontrar el asteroide. Yo puedo encontrarlo.

Davenport miró fijamente al extraterrólogo. A pesar de las apariencias, el profesor Urth no era tonto. Lo sabía por experiencia personal.

—¿Cómo puede encontrarlo? —preguntó, con un vago tono de esperanza en la voz.

—Primero, mi precio.

—¿Su precio?

—Mis honorarios, sí lo prefiere. Cuando el Gobierno llegue al asteroide, quizás encuentren allí otro siliconio de gran tamaño. Los siliconios son muy valiosos. Se trata de la única forma de vida con tejidos de silicio sólido y un fluido circulatorio consistente en silicona líquida. La respuesta a la pregunta de si los asteroides alguna vez formaron parte de un único cuerpo planetario puede encontrarse allí. Y la de muchos otros problemas… ¿Comprende usted?

—¿Es decir que quiere que le consigan un siliconio grande?

—Vivo y en buen estado. Y gratis. Sí.

Davenport asintió con la cabeza.

—Estoy seguro de que el Gobierno aceptará. ¿Y en qué anda pensando usted?

—Pues en el comentario del siliconio —contestó el profesor, con la paciencia de quien debe explicarlo todo.

Davenport pareció desconcertarse.

—¿Qué comentario?

—El que consta en el informe. Antes de la muerte del siliconio. Vernadsky le preguntó que dónde había anotado el capitán las coordenadas, y el siliconio respondió: «En el asteroide.»

Davenport no ocultó su desilusión.

—¡Santo espacio, profesor, lo sabemos, y lo hemos examinado desde todo punto de vista! No significa nada.

—¿Nada de nada, inspector?

—Nada importante. Lea de nuevo el informe. El siliconio ni siquiera escuchaba a Vernadsky. Sentía que se le iba la vida y eso lo tenía intrigado. Preguntó dos veces qué había después de la muerte. Y, ante la insistencia de Vernadsky, respondió: «En el asteroíde.» Tal vez ni siquiera oyó esa pregunta y lo que hizo fue responder a la suya propia. Quizá pensó que, después de la muerte, regresaría a su asteroide, a su hogar, donde se encontraría a salvo de nuevo. Eso es todo.

El profesor Urth meneó la cabeza.

—Es usted muy poético. Tiene demasiada imaginación. Vamos a ver, porque nos encontramos ante un problema interesante. Veamos si sabe usted resolverlo por sí mismo. Supongamos que el comentario del siliconio fuese realmente una respuesta a la pregunta de Vernadsky.

—Aunque así fuera, ¿de qué nos serviría? ¿A qué asteroide se estaba refiriendo, al asteroide de uranio? No podemos localizarlo, así que imposible hallar sus coordenadas. ¿Se refería a algún otro asteroide, que el Robert Q utilizaba como base? Tampoco podemos encontrarlo.

—Elude usted lo más evidente, inspector. ¿Por qué no se pregunta qué significa la frase «en el asteroide» para el siliconio? No para usted ni para mí, sino para el siliconio.

Davenport frunció el ceño.

—No le entiendo, profesor.

—Pues estoy hablando con toda claridad. ¿Qué significaba la palabra «asteroide» para el siliconio?

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