Cuentos completos (147 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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—Entiendo los argumentos de ese hombre.

—Todos los entendemos. Ése es el problema. Y algo más: quien haya sido sondeado una vez por cualquier razón no puede ser sondeado de nuevo por ninguna otra razón. La ley establece que nadie debe poner en peligro su mente dos veces en la vida.

—Eso es un inconveniente.

—Exacto. Desde que se legalizó la sonda psíquica hace dos años, he perdido la cuenta de la cantidad de pillos y de embaucadores que han procurado hacerse sondear como carteristas para, después, dedicarse sin problemas a las grandes estafas. Así que el Departamento no permitirá que se sondee a Peyton hasta que haya pruebas firmes de su culpabilidad. Lo peor de todo, profesor Urth, es que, si nos presentamos ante un tribunal sin la prueba de la sonda psíquica, no podemos ganar. En algo tan serio como el homicidio, hasta el jurado más obtuso entiende que no utilizar la sonda psíquica constituye una prueba clara de que la fiscalía no está segura de sus argumentos.

—¿Qué quiere usted de mí?

—Pruebas de que Peyton estuvo en la Luna en agosto. Hay que actuar deprisa. No puedo mantenerlo mucho tiempo más bajo sospecha. Si se difunde la noticia de este homicidio, la prensa mundial estallará como un asteroide chocando contra la atmósfera de Júpiter. Se trata de un crimen con mucho atractivo, ya me entiende; el primer asesinato en la Luna.

—¿Cuándo se cometió el crimen? —preguntó Urth, adoptando súbitamente un tono de interrogatorio.

—El 27 de agosto.

—¿Y cuándo se efectuó el arresto?

—Ayer, 30 de agosto.

—Entonces, si Peyton fue el asesino, habría tenido tiempo para regresar a la Tierra.

—Apenas. Muy poco. —Davenport apretó los labios—. Si yo hubiera llegado un día antes…, si me hubiese encontrado la casa vacía…

—¿Y durante cuánto tiempo supone usted que ambos, víctima y asesino, permanecieron en la Luna?

—A juzgar por el terreno recorrido por las huellas, varios días. Una semana por lo menos.

—¿Han localizado la nave?

—No, y tal vez nunca la encontremos. Hace unas diez horas, la Universidad de Denver informó de un ascenso en la radiactividad de fondo, que empezó a las seis de la tarde de antes de ayer y persistió durante varias horas. Es fácil, profesor, fijar los controles de una nave para que despegue sin tripulantes y estalle a setenta kilómetros de altura por un cortocircuito en la micropila.

—Si yo hubiera sido Peyton —observó pensativamente el profesor—, habría matado al hombre a bordo de la nave y hubiera volado el cadáver y la nave juntos.

—Usted no conoce a Peyton —dijo Davenport, en un tono tétrico—. Disfruta de sus victorias sobre la Ley. Las atesora. Al dejar ese cadáver en la Luna se proponía retarnos.

—Entiendo. —El profesor se dio una palmada en el vientre—. Bien, hay una posibilidad.

—¿De que usted pueda demostrar que él estuvo en la Luna?

—De que yo pueda darle a usted una opinión.

—¿Ahora?

—Cuanto antes, mejor. Siempre que pueda entrevistar al señor Peyton, por supuesto.

—Eso se puede arreglar. Tengo un jet antigrav esperando. Podemos estar en Washington en veinte minutos.

Pero una expresión de profunda alarma cruzó el semblante del rechoncho extraterrólogo. Se levantó y se alejó del agente, recluyéndose en el rincón más oscuro de la habitación.

—¡No!

—¿Qué ocurre, profesor?

—No voy a subir en un jet antigrav. No creo en ellos.

Davenport lo miró desconcertado.

—¿Prefiere un monorrail?

—Desconfío de todos los medios de transporte. No creo en ellos. Salvo en caminar; no me molesta caminar. ¿No podría traer al señor Peyton a esta ciudad, a poca distancia? Al Ayuntamiento, quizás. A menudo voy andando hasta el Ayuntamiento.

Davenport miró impotente a su alrededor. Observó los millares de volúmenes que hablaban de los años luz. En la otra habitación se veían los recuerdos de mundos lejanos. Y el profesor Urth palidecía ante la idea de subirse a un jet antigrav. Se encogió de hombros.

—Traeré a Peyton aquí, a esta habitación. ¿Eso le parece bien?

El profesor suspiró aliviado.

—Por supuesto.

—Espero que consiga algo, profesor Urth.

—Haré todo lo posible, señor Davenport.

Louis Peyton observó con disgusto la habitación y con desprecio al hombrecillo gordo que lo saludaba con un movimiento de cabeza. Miró de soslayo el asiento que le ofrecían y lo limpió con la mano antes de sentarse. Davenport se sentó junto a él, manteniendo a la vista la funda de la pistola.

El hombrecillo gordo se sentó sonriendo y se dio una palmada en el redondo vientre, como si acabara de terminar una buena comida y deseara que el mundo entero lo supiese.

—Buenas noches, señor Peyton. Soy el profesor Wendell Urth, extraterrólogo.

Peyton lo miró fijamente.

—¿Y qué quiere de mí?

—Quiero saber si usted estuvo en la Luna en algún momento del mes de agosto.

—No estuve.

—Pero nadie le vio en la Tierra entre el 1 y el 30 de agosto.

—Hice mi vida normal en agosto. Nadie me ve nunca durante ese mes. —Señaló a Davenport con la cabeza—. Él puede decírselo.

E1 profesor se rió entre dientes.

—Sería fantástico que pudiéramos verificarlo. Si hubiera un modo físico de diferenciar la Luna de la Tierra… Si pudiéramos, por ejemplo, analizarle el polvo del cabello y decir:

Peyton permaneció impasible.

El profesor Urth continuó, tras sonreír amablemente y subir una mano para acomodarse las gafas precariamente asentadas sobre la nariz.

—Un hombre que recorre el espacio o la Luna respira aire terrícola e ingiere alimentos terrícolas. Lleva encima las condiciones externas de la Tierra, esté en la nave o dentro de un traje espacial. Buscamos un hombre que se pasó dos días en el espacio para ir a la Luna, estuvo por lo menos una semana en la Luna y tardó dos días en regresar de la Luna. Durante todo ese tiempo llevó la Tierra encima, lo cual dificulta las cosas.

—Sugiero que se dificultarán menos si me sueltan y buscan al verdadero asesino.

—Tal vez lleguemos a eso —manifestó el profesor—. ¿Alguna vez ha visto algo parecido a esto?

Bajó la mano regordeta al suelo y recogió una esfera gris que irradiaba destellos opacos. Peyton sonrió.

—Parece una campana cantarina.

—Es una campana cantarina. Las campanas cantarinas fueron la causa del asesinato. ¿Qué opina de ésta?

—Parece muy deteriorada.

—Ah, pero examínela —lo invitó el profesor y, moviendo rápidamente la mano, se la arrojó a Peyton, que estaba a dos metros.

Davenport soltó un grito al tiempo que se ponía de pie. Peyton alzó las manos con esfuerzo, pero con tal rapidez que logró coger la campana.

—¡Necio! —exclamó Peyton—. ¡No la arroje de ese modo!

—Usted siente respeto por las campanas cantarinas, ¿verdad?

—Demasiado como para romperlas. Al menos, eso no es delito.

Acarició la campana, se la acercó al oído, la sacudió y escuchó el suave chasquido de los lunolitos, las pequeñas partículas de piedra pómez que repiqueteaban en el vacío.

Luego, sujetó la campana por el alambre de acero y acarició la superficie con la uña del pulgar, en un movimiento curvo de experto.

Fue como un tañido. Sonó una nota muy dulce y aguda, con un ligero vibrato que tardó en extinguirse y evocaba imágenes de un crepúsculo estival.

Por un instante, los tres hombres escucharon ese sonido.

—Devuélvamela, señor Peyton —dijo de pronto el profesor. Levantó la mano en un gesto perentorio y añadió—: ¡Tíremela!

Automáticamente, Louis Peyton arrojó la campana, que trazó un breve arco sin llegar a las manos del profesor, cayó al suelo y se hizo añicos con un gemido discordante.

Davenport y Peyton miraron con idéntica desolación los fragmentos grises, y la voz serena del profesor Urth apenas fue audible:

—Cuando se encuentre el escondrijo de las campanas del criminal, pediré que se me entregue una intacta y debidamente bruñida, como reemplazo y como honorarios.

—¿Honorarios? ¿Por qué? —preguntó Davenport con irritación.

—Creo que es evidente. A pesar de mi pequeño discurso de hace un momento, hay algo de las condiciones externas de la Tierra que ningún viajero espacial lleva consigo, y es la gravedad de la superficie terrestre. El hecho de que el señor Peyton calculase tan erróneamente la distancia al arrojar un objeto que estima tanto significa que sus músculos aún no se han readaptado a la atracción de la gravedad. Es mi opinión profesional, señor Davenport, que su prisionero estuvo lejos de la Tierra en los últimos días. Estuvo en el espacio o en un objeto planetario mucho más pequeño que la Tierra; en la Luna, por ejemplo.

Davenport se levantó triunfalmente.

—Quiero esa opinión por escrito —dijo, apoyando la mano en la pistola—, y eso bastará para conseguir la autorización de utilizar la sonda psíquica.

Louis Peyton, atónito y desconcertado, sólo atinó a comprender que cualquier testamento que dejara tendría que incluir el relato de su fracaso final.

La piedra parlante (1955)

“The Talking Stone”

El cinturón de asteroides es vasto y su población humana escasa. Larry Vernadsky, al séptimo mes de su estancia de un año en la Estación Cinco, se preguntaba cada vez más si su sueldo compensaba ese encierro en solitario a más de cien millones de kilómetros de la Tierra. Era un joven menudo y que no poseía el porte de un ingeniero en espacionáutica ni el de un minero de los asteroides. Tenía ojos azules, cabello del color de la mantequilla y un aire de inocencia que ocultaba una mente ágil y una curiosidad agudizada por el aislamiento.

Tanto el aire de inocencia como la curiosidad le fueron útiles a bordo de la Robert Q.

Cuando la Robert Q se posó en la plataforma externa de la Estación Cinco, Vernadsky subió a ella de inmediato, con un aire de ávido deleite que en un perro habría ido acompañado por el movimiento de la cola y una alegre cacofonía de ladridos.

No se amilanó ante el silencio huraño y el rostro severo con que el capitán de la Robert Q recibió sus sonrisas. En lo concerniente a Vernadsky, la nave era una compañía ansiada y bienvenida. Bienvenida en la medida de los millones de litros de hielo o las toneladas de alimentos concentrados y congelados que se apilaban en el asteroide hueco que era la Estación Cinco. Vernadsky estaba preparado con cualquier herramienta que fuera necesaria, con cualquier repuesto que se necesitara para cualquier motor hiperatómico.

Sonreía como un niño mientras rellenaba el formulario de rutina, que luego sería convertido— a lenguaje informático para los archivos. Anotó el nombre y el número de serie de la nave, el número del motor, el número del generador de campo y todos los demás, el puerto de embarque («asteroides, muchísimos de ellos, no sé cuál fue el último», y Vernadsky anotó simplemente «cinturón», que era la abreviatura habitual para «cinturón de asteoires»), el puerto de destino («la Tierra»), y la razón para esa escala («carraspeos en el motor hiperatómico»).

—¿Cuántos tripulantes, capitán? —preguntó Vernadsky, echando una ojeada a los papeles de la nave.

—Dos. ¿Por qué no miras el motor? Tenemos que entregar un embarque.

El capitán tenía las mejillas oscurecidas por la barba crecida y el aplomo de un curtido minero de los asteroides, pero hablaba como un hombre educado, casi culto.

—Claro.

Vernadsky llevó su equipo de diagnosis a la sala de máquinas, seguido por el capitán. Con soltura y eficiencia, comprobó los circuitos, el grado de vacío y la densidad del campo de fuerza.

El capitán lo intrigaba. A pesar de que a él le disgustaba estar donde estaba, comprendía que algunos sintieran fascinación por la vastedad y la libertad del espacio. Pero intuía que ese capitán no era minero de los asteroides sólo por amor a la soledad.

—¿Trabaja con un tipo específico de mineral? —preguntó.

—Cromo y manganeso —contestó lacónicamente el capitán, con el ceño fruncido.

—¿De veras? Yo que usted reemplazaría el tubo múltiple Jenner.

—¿Es ésa la causa de los problemas?

—No. Pero está bastante vapuleado. Dentro de un millón y medio de kilómetros puede tener otro fallo. Mientras tenga la nave aquí…

—De acuerdo, reemplázalo. Pero encuentra ese carraspeo.

—Hago todo lo posible, capitán.

E1 capitán había hablado con tanta rudeza que hasta Vernadsky se amilanó. Siguió trabajando en silencio y luego se puso de pie.

—Tiene un semirreflector enturbiado por rayos gamma. Cada vez que el haz de positrones cierra su círculo, el motor se apaga durante un segundo. Tendrá que reemplazarlo.

—¿Cuánto tiempo tardará?

—Varias horas. Doce, tal vez.

—¿Qué? Voy con retraso.

—Lo lamento —dijo Vernadsky, de buen humor—. No puedo hacer milagros. Hay que limpiar el sistema con helio durante tres horas para que yo pueda entrar. Y luego hay que calibrar el nuevo semirreflector, y eso lleva tiempo. Podría repararlo a la ligera en cuestión de minutos, pero sólo a la ligera. Dejaría de funcionar antes de que usted llegara a la órbita de Marte.

El capitán frunció el ceño.

—Adelante. Manos a la obra.

Vernadsky llevó el tanque de helio a bordo de la nave. Con los generadores seudograv apagados no pesaba casi nada, pero seguía teniendo toda su masa y su inercia. Eso significaba que debía manipularlo con cuidado en cada recodo. Las maniobras resultaban aún más difíciles porque Vernadsky carecía de peso.

Como concentraba toda su atención en el cilindro, se equivocó al doblar un recodo y, de pronto, se halló en una sala extraña y en penumbra.

Dio un grito, sobresaltado, y dos hombres se abalanzaron sobre él, empujaron el cilindro y cerraron la puerta.

Guardó silencio mientras conectaba el cilindro a la válvula de entrada del motor y escuchaba el ronroneo del helio que bañaba el interior, absorbiendo los gases radiactivos para lanzarlos al vacío del espacio.

Pero finalmente la curiosidad prevaleció sobre la prudencia.

—Tiene un siliconio a bordo, capitán. Y es grande.

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