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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (142 page)

BOOK: Cuentos completos
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—Vamos bien.

—Aún queda mucho por hacer. No olvides las toberas principales del otro extremo. Y los cables y las líneas energéticas. A veces me pregunto sí lo lograremos. Durante el viaje no me preocupaba tanto, pero ahora estaba sentado ante los controles y me repetía: «No lo lograremos. Nos moriremos de hambre con Saturno sobre nuestras cabezas.» Hace que me sienta…

No explicó cómo le hacía sentirse; simplemente se quedó donde estaba.

—Piensas demasiado —dijo Rioz.

—Para ti es distinto. Yo pensaba en Peter y en Dora…

—¿Por qué? Ella te dijo que podías venir, ¿verdad? El comisionado le echó ese discurso sobre el patriotismo, le dijo que serías un héroe y que tendrías la vida solucionada cuando regresaras, así que te dejó venir. No te escapaste, como Adams.

—Adams es diferente. Tendrían que haber liquidado a su esposa cuando nació. Algunas mujeres te hacen la vida imposible. Ella no quería que viniera, pero tal vez hubiera preferido que él no regresara, siempre y cuando le pagaran la indemnización.

—Entonces, ¿cuál es tu problema? Dora quiere que regreses, ¿no?

Swenson suspiró.

—Nunca la he tratado bien.

—Le cediste tu paga. Yo no haría eso por ninguna mujer. Sólo pago por lo que recibo, ni un céntimo más.

—No es por el dinero. Aquí me he puesto a pensar. A una mujer le gusta tener compañía. Un hijo necesita al padre. ¿Qué estoy haciendo aquí?

—Preparándote para volver a casa.

—¡Bah, tú no entiendes nada!

8

Ted Long recorría la escabrosa superficie del fragmento con un ánimo tan helado como el suelo que pisaba. En Marte le había parecido que era algo perfectamente lógico. Lo analizó todo una y otra vez con sumo cuidado. Aún recordaba su razonamiento.

No se necesitaba una tonelada de agua para desplazar cada tonelada de la nave. La ecuación no era masa igual a masa, sino masa por velocidad igual a masa por velocidad. En otras palabras, no importaba que uno disparase una tonelada de agua a un kilómetro por segundo o cincuenta kilos de agua a veinte kilómetros por segundo. La nave alcanzaba la misma velocidad final.

Eso significaba que las toberas debían ser más estrechas y que el vapor tenía que estar más caliente. Pero entonces aparecieron los problemas. Cuanto más estrecha era la tobera, más energía se perdía por fricción y turbulencia. Cuanto más caliente estaba el vapor, más refractaria tenía que ser la tobera y menos duraba. Llegaron muy pronto al límite.

Además, con una tobera estrecha, un determinado peso de agua podía desplazar un peso muy superior, así que era conveniente un tamaño grande. Cuanto mayor era el espacio para el almacenamiento de agua, tanto mayor era también el tamaño de la ojiva, incluso en proporción. Así que comenzaron a construir naves de mayor tamaño y más pesadas, pero cuanto mayor hacían el casco más gruesos eran los refuerzos, más difíciles las soldaduras, más agotadores los requerimientos técnicos. También en ese aspecto habían llegado al límite.

Hasta que descubrió lo que parecía ser el defecto básico: la idea de que el combustible se debía guardar dentro de la nave. Había que construir un aparato de metal capaz de albergar un millón de toneladas de agua.

¿Por qué? El agua no tenía por qué ser agua. Podía ser hielo, y el hielo era moldeable. Podían abrir orificios en él, y las ojivas y las toberas encajarían en su interior y los cables sujetarían firmemente las ojivas a las toberas por el influjo de los campos de fuerza magnéticos.

Long sintió el temblor del suelo que pisaba. Se encontraba en la parte superior del fragmento. Una docena de naves entraban y salían por cavidades horadadas en el hielo, y el fragmento temblaba por el efecto del impacto continuo.

No era preciso extraer el hielo. Existía en moles adecuadas en los anillos de Saturno. Eso eran los anillos: trozos de hielo rotando en torno del planeta. Así lo afirmaba la espectroscopia y así había resultado en la realidad. En ese momento se encontraba sobre uno de esos fragmentos de tres kilómetros de longitud y un kilómetro de grosor; quinientos millones de toneladas de agua en una sola pieza, y él estaba encima.

Y se enfrentaba cara a cara con la realidad de la vida. Nunca les había informado a los hombres de cuánto tardarían, según sus cálculos, en transformar un fragmento en una nave, aunque él pensaba que serían dos días. Pero ya había pasado una semana y prefería no pensar en cuánto faltaba. Ya no confiaba en que la tarea fuera posible. ¿Podrían controlar las toberas con suficiente precisión mediante cables extendidos a lo largo de tres kilómetros de hielo para liberarse de la poderosa gravedad de Saturno?

El agua potable escaseaba, aunque siempre podrían destilar más a partir del hielo. Y las reservas de alimentos tampoco eran alentadoras.

Miró hacia arriba y entrecerró los ojos. ¿Ese objeto estaba aumentando de tamaño? Intentó calcular la distancia, pero no se encontraba con ánimos para sumar ese problema a los demás. Volvió a las inquietudes más inmediatas.

A1 menos, la moral era alta. Los hombres parecían felices de estar ante Saturno. Eran los primeros humanos que llegaban tan lejos, los primeros que habían atravesado los asteroides, los primeros en ver Júpiter como un guijarro resplandeciente a simple vista, los primeros en ver Saturno como lo estaban viendo.

No se esperaba que cincuenta chatarreros pragmáticos y curtidos se tomaran la molestia de sentir una emoción de ese tipo. Pero la sentían. Y estaban orgullosos.

Dos hombres y una nave semienterrada asomaron en el horizonte mientras él caminaba.

—¡Hola! —saludó.

—¿Eres tú, Ted? —preguntó Rioz.

—Claro que sí. ¿Es Dick quien te acompaña?

—Por supuesto. Ven a sentarte. Nos estábamos preparando para afianzarla y buscábamos una excusa para demorarnos.

—Pues yo no —dijo Swenson—. ¿Cuándo partiremos, Ted?

—En cuanto terminemos. No es una respuesta satisfactoria, ¿eh? —Supongo que no hay otra —se resignó Swenson.

Long miró la mancha brillante e irregular que cubría el cielo.

—¿Qué ocurre? —preguntó Rioz, mirando en la misma dirección. No respondió en seguida. El resto del cielo estaba negro y los fragmentos de los anillos formaban un polvo anaranjado. Más de las tres cuartas partes de Saturno se hallaban ocultas tras el horizonte y los anillos lo acompañaban. A un kilómetro, una nave rozó el borde helado del asteroide, recibió la anaranjada luz de Saturno y se perdió de vista.

El suelo tembló ligeramente.

—¿Algo te preocupa de la Sombra? —preguntó Rioz.

Así lo llamaban. Era el fragmento más cercano de los anillos; muy cercano, considerando que se encontraban en el borde exterior, donde los fragmentos aparecían esparcidos a bastante distancia. Estaba a treinta kilómetros, una montaña escabrosa y apenas visible.

—¿Cómo lo veis? —preguntó Long.

Rioz se encogió de hombros.

—Supongo que bien. No veo ningún problema.

—¿No te parece que está creciendo?

—¿Por qué iba a crecer?

—¿No da esa impresión?

Rioz y Swenson la miraron pensativamente.

—Sí que parece más grande —dijo Swenson.

—Nos estás metiendo esa idea en la cabeza —protestó Rioz—. Si estuviera creciendo, se estaría aproximando.

—¿Y por qué eso es imposible?

—Estas cosas permanecen en órbitas estables.

—Lo estaban cuando llegamos. Vaya, ¿lo habéis sentido? —El suelo había temblado de nuevo—. Llevamos una semana horadando esto. Primero, veinticinco naves aterrizaron encima, con lo cual alteraron su impulso, aunque no mucho. Luego, derretimos algunas partes y nuestras naves han estado entrando y saliendo sin parar, y todo en el mismo extremo. Dentro de una semana habremos cambiado un poco su órbita. Los dos fragmentos, éste y la Sombra, podrían estar convergiendo.

—Hay bastante espacio como para que choquen. —Rioz se quedó mirando pensativo—. Además, si ni siquiera sabemos con certeza si se está agrandando, ¿a qué velocidad se puede desplazar? En relación con nosotros, quiero decir.

—No tiene que desplazarse rápidamente. Su impulso es tan grande como el nuestro, de modo que, por suave que sea la colisión, nos sacará de nuestra órbita, quizás hacia Saturno, y no queremos ir allí. El hielo tiene una fuerza dúctil muy baja, o sea que ambos podrían hacerse pedazos.

Swenson se puso de .pie.

—¡Demonios, si puedo distinguir el movimiento de una cápsula a más de mil quinientos kilómetros, puedo distinguir lo que hace una montaña a treinta!

Se dirigió hacia la nave y Long no lo detuvo.

—Ese tío está nervioso —dijo Rioz.

El planetoide vecino se elevó al cénit, pasó por encima de ellos y comenzó a descender. Veinte minutos después, el horizonte opuesto a esa parte por la que había desaparecido Saturno estalló en una llamarada de color naranja cuando su mole comenzó a elevarse de nuevo.

—Oye, Dick, ¿te has muerto? —preguntó Rioz por radio.

—Estoy verificando —fue la sofocada respuesta.

—¿Se está moviendo? —quiso saber Long.

—Sí.

—¿Hacia nosotros?

Hubo una pausa, y la voz de Swenson sonó preocupada:

—De frente, Ted. Las órbitas se entrecruzarán dentro de tres días. —¡Estás loco! —aulló Rioz.

—Lo he verificado cuatro veces —dijo Swenson.

¿Qué haremos ahora?, se preguntó Long.

9

Algunos hombres tenían problemas con los cables. Había que tenderlos con precisión; la geometría debía ser casi perfecta para que el campo magnético alcanzara su máxima potencia. En el espacio, o incluso en el aire, no hubiera importado, pues los cables se habrían alineado automáticamente una vez que se activara la potencia.

Pero allí era diferente. Había que cavar una muesca a lo largo de la superficie del planetoide e insertar un cable. Si se desviaba unos pocos minutos del arco de la dirección calculada, se aplicaría una torsión a todo el planetoide, con la consiguiente pérdida de energía, la cual era escasa. En ese caso habría que trazar de nuevo las muescas, mover los cables y enterrarlos en el hielo en nuevas posiciones.

Los hombres trabajaban fatigosamente.

Y entonces recibieron la orden:

—¡Todos con las toberas!

Los chatarreros no eran gente que aceptara la disciplina de buena gana. Mascullando y protestando, se pusieron a desmontar las toberas que aún permanecían intactas y se las llevaron al extremo final del planetoide, las pusieron en posición y tendieron los cables sobre la superficie.

Pasaron veinticuatro horas hasta que uno de ellos miró al cielo y soltó un juramento no reproducible.

—¡Que me cuelguen! —exclamó su vecino.

Pronto todos los notaron, y aquello se convirtió en el hecho más sorprendente del universo.

—¡Mirad la Sombra!

Se extendía por el cielo como si se tratara de una herida infectada. Los hombres la observaron, notaron que su tamaño se había duplicado y se preguntaron por qué no lo habían visto antes.

La faena se detuvo. Todos asediaron a Ted Long.

—No podemos partir —dijo él—. No tenemos combustible para llegar a Marte ni equipo para capturar otro planetoide, así que debemos quedarnos. La Sombra se acerca porque las perforaciones nos han sacado de nuestra órbita. Tenemos que modificar la situación continuando con la tarea. Como no podemos perforar la parte frontal sin poner en peligro la nave que estamos construyendo, probaremos de otro modo.

Continuaron trabajando con las toberas con una tenaz energía que se intensificaba cada media hora, cuando la Sombra se elevaba de nuevo sobre el horizonte, cada vez más grande y amenazadora.

Long no estaba seguro de que aquello funcionara. Aun cuando las toberas respondiesen a los controles distantes, aun cuando la provisión de agua —que dependía de una cámara de almacenaje que se conectaba directamente con el cuerpo helado del planetoide, con proyectores térmicos que enviaban el fluido propulsor a las células impulsoras— fuese la adecuada, no era seguro que el planetoide, sin un revestimiento de cables magnéticos, se sostuviera ante esas enormes tensiones.

—¡Preparados! —le comunicaron por el receptor.

—¡Preparados! —respondió Long, y cerró el contacto.

La vibración creció en derredor. El campo estelar tembló en la pantalla.

A popa estalló un reluciente penacho de cristales de hielo.

—¡Está funcionando! —gritó alguien.

Siguió funcionando. Long no se atrevía a detenerse. Durante seis horas el chorro sopló, siseó, burbujeó y se evaporó en el espacio. El cuerpo del planetoide se convertía en vapor.

La Sombra se aproximó tanto que los hombres no hacían más que mirar esa montaña en el cielo, aún más espectacular que Saturno. Cada surco y cada valle era una cicatriz visible. Pero cuando atravesó la órbita del planetoide pasó a un kilómetro de donde estaban.

El chorro de vapor cesó.

Long se dobló en su asiento y cerró los ojos. Llevaba dos días sin probar bocado. Ya podía comer. No había ningún otro planetoide cerca que los amenazara, aun cuando comenzase su aproximación en ese mismo instante.

En la superficie, Swenson comentó:

—Mientras veía aproximarse esa condenada roca, no cesaba de repetirme: «Esto no puede pasar. No podemos permitir que ocurra.»

—Demonios —dijo Rioz—,todos estábamos nerviosos. ¿Viste a jim Davis? Estaba verde. Hasta yo me llevé un buen susto.

—No es eso… No era sólo la muerte… Es raro, pero no puedo dejar de recordarlo. Pensaba que Dora no se cansaba de repetirme que no volvería con vida. ¿No es una actitud mezquina en semejante momento?

—Escucha —se impacientó Rioz—, querías casarte y te casaste. ¿Por qué me das la lata con tus problemas?

10

La flota, fusionada en una sola unidad, realizaba su larguísima trayectoria de vuelta desde Saturno a Marte. Cada día, recorrían una distancia que en el viaje de ida les había llevado nueve días.

Ted Long había puesto a toda la tripulación en situación de emergencia. Con veinticinco naves encajadas en el planetoide que le habían arrancado a los anillos de Saturno, sin capacidad para maniobrar independientemente, la coordinación de las fuentes energéticas en chorros unificados se convertía en un problema delicado. Las vibraciones que los sacudieron el primer día de viaje fueron violentísimas.

Pero ese problema disminuyó a medida que se incrementaba la velocidad con el impulso constante. Superaron la marca de ciento cincuenta mil kilómetros por hora al final del segundo día y ascendieron lentamente hasta el millón y medio de kilómetros por hora y más aún.

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