Cuentos completos (146 page)

Read Cuentos completos Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
10.67Mb size Format: txt, pdf, ePub

—El cráter que buscamos podría ser uno de estos tres: GC-3, GC-5 o MT-10 —resolvió finalmente.

—¿Qué hacemos, señor Peyton? —preguntó Cornwell, un tanto angustiado.

—Probaremos suerte en todos, empezando por el más próximo. El límite de la luz se desplazó y los cubrió la sombra nocturna. Después, ambos pasaron periodos cada vez más largos en la superficie lunar, acostumbrándose al eterno silencio y a la oscuridad, al crudo resplandor de las estrellas y a esa rendija de luz que era la Tierra asomando sobre el borde del cráter. Dejaron huellas huecas en el polvo seco e inmutable. Peyton reparó en ellas cuando salieron del cráter a la luz de la Tierra, casi llena. Eso fue el octavo día después de su llegada a la Luna.

El frío lunar imponía un límite al tiempo de permanencia fuera de la nave. Día a día, sin embargo, lograban resistir más tiempo. Al undécimo día descartaron GC-5 como escondrijo de las campanas cantarinas.

El día decimoquinto, el frío ánimo de Peyton bullía de desesperación. Tenía que ser en el GC-3, pues el MT-10 estaba demasiado lejos. No les daría tiempo a llegar allí, explorarlo y regresar a la Tierra antes del 31 de agosto.

Ese mismo día, por suerte, descubrieron las campanas y la desesperación pasó al olvido.

No eran bonitas; simples masas irregulares de roca gris, grandes como un puño doble, llenas de vacío y ligeras como plumas en la gravedad lunar. Había una veintena, y después del bruñido se podrían vender a razón de cien mil dólares cada una.

Llevaron varias a la nave, las protegieron con virutas de madera y regresaron a buscar más. Tres veces efectuaron el viaje de ida y vuelta por un terreno que en la Tierra los habría extenuado, pero que apenas constituía un obstáculo en la escasa gravedad lunar.

Cornwell le pasó la última campana a Peyton, que la apoyó con cuidado en la cámara de presión.

—Apártelas, señor Peyton —se oyó la voz de Cornwell por la radio—. Voy a subir.

Se agachó para dar un brinco, alzó la vista y se quedó petrificado por el pánico. Su rostro, claramente visible a través de la dura lusilita tallada del casco, se congeló en una última mueca de terror.

—¡No, señor Peyton! ¡No…!

Peyton apretó el gatillo de la pistola de rayos. Estalló un fogonazo y Cornwell se convirtió en un guiñapo muerto, despatarrado entre restos de un traje espacial y moteado de sangre congelada.

Peyton miró sombríamente al cadáver, pero sólo durante un segundo. Luego, trasladó las últimas campanas a los envases ya preparados, se quitó el traje, activó el campo antigrav y las micropilas y, potencialmente más rico que dos semanas atrás, emprendió el viaje de regreso a la Tierra.

El 29 de agosto, la nave descendió silenciosamente de popa en el paraje de Wyoming de donde había partido el 10 de agosto. El cuidado con que Peyton había escogido el sitio estaba justificado. El aeromóvil aún estaba allí, a salvo dentro de una grieta del rocoso y escarpado terreno.

Trasladó los recipientes con las campanas al recoveco más profundo de la grieta, las tapó con tierra. Regresó a la nave para fijar los controles y realizar los últimos ajustes, salió de nuevo y, dos minutos después, se activaron los mandos automáticos del vehículo espacial.

La nave se elevó rumbo al oeste. Peyton la siguió con los ojos entrecerrados hasta que vio un destello de luz y el puntito de una nube en el cielo azul.

Torció la boca en una sonrisa. Había juzgado bien. Al ser inutilizadas las varillas de seguridad de cadmio, las micropilas superaron el nivel de seguridad y la nave se había pulverizado con el calor de la explosión nuclear subsiguiente.

Veinte minutos después se encontraba de vuelta en su propiedad. Estaba cansado y le dolían los músculos por la gravedad de la Tierra. Durmió bien.

Doce horas más tarde, al amanecer, se presentó la policía.

El hombre que abrió la puerta se entrelazó las manos sobre la barriga y saludó moviendo de arriba abajo la cabeza y sonriendo. El hombre que entró, H. Seton Davenport, del Departamento Terrícola de Investigaciones, miró incómodo a su alrededor.

La habitación a la que había entrado era grande y estaba en penunbra, excepto por la brillante lámpara que alumbraba una combinación de sillón y escritorio. Hileras de librofilmes cubrían las paredes. Mapas galácticos colgaban en un rincón de la habitación y una lente de aumento galáctíca relucía sobre un soporte en otro rincón.

—¿Es usted el profesor Wendell Urth? —preguntó Davenport, con un tono que sugería incredulidad.

Davenport era un hombre corpulento, de cabello negro y nariz delgada y prominente; en la mejilla, una cicatriz con forma de estrella marcaba para siempre el lugar donde un látigo nervioso lo había golpeado desde muy cerca.

—En efecto —contestó el profesor, con una débil voz de tenor—. Y usted es el inspector Davenport.

El inspector presentó sus credenciales.

—La universidad le ha recomendado como extraterrólogo.

—Eso me dijo usted cuando llamó hace media hora —asintió afablemente Urth.

Tenía rasgos toscos, la nariz era un botón rechoncho y unas gafas gruesas cubrían sus ojos un tanto saltones.

—Iré directamente al asunto, profesor. Supongo que ha visitado usted la Luna…

El profesor, que había sacado una botella de líquido rojizo y dos vasos polvorientos de detrás de una pila de librofilmes arrumbados, dijo con brusquedad:

—Nunca he visitado la Luna, inspector. ¡Ni me propongo hacerlo! El viaje espacial es una tontería. No creo en él. —Y añadió en un tono más suave—: Siéntese. Siéntese. Beba un trago.

El inspector Davenport obedeció.

—Pero usted es…

—Extraterrólogo. Sí, me interesan los otros mundos, pero eso no significa que tenga que ir allí. ¡Por todos los santos! No hay que viajar por el tiempo para ser historiador, ¿verdad? —Se sentó, mostrando una ancha sonrisa en su cara redonda—. Y, ahora, dígame a qué ha venido.

—He venido —dijo el inspector, frunciendo el ceño— a hacerle una consulta sobre un caso de homicidio.

—¿Un homicidio? ¿Y qué tengo que ver yo con el homicidio?

—Este homicidio, profesor, se cometió en la Luna.

—Asombroso.

—Es más que asombroso. No tiene precedente, profesor. Desde que se fundó el Dominio Lunar hace cincuenta años, han estallado naves y los trajes espaciales han sufrido filtraciones; hubo hombres que murieron achicharrados en la parte que da al sol, congelados en el lado oscuro, o sofocados en ambas partes; hubo muertes por caídas, lo cual es una rareza, considerando la gravedad lunar. Pero en todo ese tiempo ningún hombre murió en la Luna como resultado del acto violento y deliberado de otro hombre; hasta ahora.

—¿Cómo se hizo?

—Con una pistola de rayos. Las autoridades acudieron al lugar al poco tiempo, gracias a una afortunada conjunción de circunstancias. Una nave patrulla observó un fogonazo sobre la superficie de la Luna. Ya sabe usted a cuánta distancia se ve un fogonazo en el lado nocturno. El piloto informó a Ciudad Luna y alunizó. Jura que mientras viraba llegó a tiempo de ver, a la luz de la Tierra, el despegue de una nave. Tras alunizar descubrió un cadáver calcinado y huellas.

—Usted supone que el fogonazo procedía de la pistola.

—Eso es seguro. El cadáver era reciente. Había partes internas del cuerpo que aún no se habían congelado. Las huellas pertenecían a dos personas. Mediciones cuidadosas demostraron que las depresiones pertenecían a dos grupos de distinto diámetro, lo que indicaba botas de diferente tamaño. En general conducían a los cráteres GC-3 y GC-5, un par de…

—Estoy familiarizado con el código oficial para designar cráteres lunares —dijo afablemente el profesor.

—Bien. El caso es que GC-3 contenía huellas que conducían a una grieta en la pared del cráter, donde se encontraron restos de piedra pómez endurecida. Los patrones de difracción de rayos X mostraron…

—¡Campanas cantarinas! —exclamó entusiasmado el extraterrólogo—. ¡No me diga que el homicidio tiene que ver con campanas cantarinas!

—¿Por qué? —preguntó Davenport, desconcertado.

—Yo tengo una. Una expedición de la universidad la descubrió y me la regaló a cambio de… Venga, inspector, debo mostrársela.

El profesor Urth se levantó y cruzó la habitación, indicándole al inspector con la mano que lo siguiera. Davenport lo siguió de mala gana.

Entraron en otra habitación, más amplia y más oscura que la primera y mucho más atiborrada de objetos. Davenport observó atónito el heterogéneo apilamiento de material, arrumbado sin ninguna pretensión de orden.

Distinguió un montoncito de «esmalte azul» de Marte, algo que algunos románticos consideraban que eran restos de marcianos extinguidos tiempo atrás, un pequeño meteorito, la maqueta de una vieja nave espacial, y una botella sellada, en cuya etiqueta estaba garabateado: «Atmósfera venusina».

—He transformado mi casa entera en museo —dijo con alegría el profesor Urth—. Es una de las ventajas de ser soltero. Claro que no tengo las cosas muy organizadas. Algún día, cuando tenga una semana libre…

Miró en torno con aire de despiste; luego, recordó a qué habían ido y apartó un gráfico, que mostraba el esquema evolutivo de los invertebrados marinos que constituían la forma más avanzada de vida en el Planeta de Barnard.

—Aquí está. Me temo que está deteriorada.

La campana pendía de un alambre, al cual estaba delicadamente soldada. Su deterioro era manifiesto. En el medio había una línea de constricción que le daba el aspecto de dos esferas pequeñas firmes, pero imperfectamente unidas. No obstante, estaba bruñida y presentaba un brillo opaco, grisáceo, aterciopleado y tenía los hoyuelos que los laboratorios, en sus fútiles intentos de fabricar campanas sintéticas, habían encontrado imposibles de imitar.

—He experimentado mucho antes de hallar un badajo adecuado. Pero el hueso funciona. Aquí tengo uno. —Y mostró algo que parecía una cuchara gruesa y corta, hecha de una sustancia blancuzca—. Lo hice con el fémur de un buey. Escuche.

Con sorprendente delicadeza, sus dedos regordetes manipularon la campana buscando el mejor sitio. La acomodó, la equilibró con sumo cuidado y, luego, dejando que se balanceara libremente, dio un golpe suave con el extremo grueso de la cuchara de hueso.

Fue como si un millón de arpas hubieran sonado a un kilómetro de distancia. El tañido crecía, se acallaba y regresaba. No llegaba de ninguna dirección en particular. Sonaba dentro de la cabeza, increíblemente dulce, emocionante y trémulo a un mismo tiempo.

El sonido se extinguió gradualmente y ambos hombres guardaron silencio durante todo un minuto.

—No está mal, ¿eh? —comentó el profesor, y le dio un golpecito a la campana para que se meciera, suspendida del alambre.

Davenport se inquietó. La fragilidad de una buena campana cantarina era proverbial.

—¡Con cuidado! No la rompa.

—Los geólogos dicen que las campanas son sólo de piedra pómez, endurecida a presión y que envuelve un vacío donde pequeñísimos fragmentos de roca se entrechocan libremente. Eso dicen ellos. Pero si eso es todo ¿por qué no podemos imitarlas? Ahora que una campana en perfecto estado haría que ésta pareciera una armónica desafinada.

—Exacto, y no hay en la Tierra ni una docena de personas que posean una campana perfecta, mientras que hay cien personas e instituciones que comprarían una a cualquier precio y sin hacer preguntas. Un surtido de campanas justificaría un homicidio.

El extraterrólogo se volvió hacia Davenport y se ajustó las gafas sobre su pequeña nariz con el índice rechoncho.

—No me he olvidado de su caso de homicidio. Por favor, continúe.

—Seré breve. Conozco la identidad del asesino.

Habían vuelto a sentarse en la biblioteca y el profesor Urth se entrelazó las manos sobre el amplio vientre.

—¿De veras? Entonces, no tendrá ningún problema, inspector.

—Saber y probar no es lo mismo, profesor. Lamentablemente, él no tiene coartada.

—Querrá decir que lamentablemente tiene una coartada.

—He dicho lo que quería decir. Si tuviera una coartada, yo podría destruirla de algún modo, porque sería falsa. Si hubiera testigos que sostuvieran que lo vieron en la Tierra en el momento del asesinato, podría desbaratar sus testimonios. Si él tuviera pruebas documentales, podría demostrar que son fraudulentas. Lamentablemente, no tiene nada de eso.

—¿Qué tiene?

El inspector Davenport describió la finca de Peyton en Colorado. —Cada mes de agosto se encierra allí en absoluto aislamiento —concluyó—. Hasta el Departamento Terrícola de Investigaciones daría testimonio de ello. Cualquier jurado supondría que se encerró en su finca durante este agosto también, a menos que pudiéramos presentar pruebas contundentes de que estuvo en la Luna.

—¿Qué le hace creer que sí estuvo en la Luna? Tal vez sea inocente.

—¡No! —exclamó Davenport, con vehemencia—. Hace quince años que intento reunir pruebas contra él y nunca lo he conseguido. Pero a estas alturas puedo oler a distancia un crimen de Peyton. Le aseguro que nadie, salvo Peyton, nadie en la Tierra tendría la desfachatez, y tampoco los contactos para ello, de vender campanas cantarinas de contrabando. Se sabe que es un experto piloto espacial. Se sabe que tuvo contacto con la víctima, aunque no durante los últimos meses. Por desgracia, todo eso no prueba nada.

—¿No sería sencillo utilizar la sonda psíquica, ahora que su uso está legalizado?

Davenport frunció el ceño, y la cicatriz de su mejilla palideció.

—¿Ha leído usted la ley Konski-Hiakawa, profesor Urth?

—No.

—Creo que nadie la ha leído. El derecho a la intimidad mental, dice el Gobierno, es fundamental. De acuerdo. Pero ¿cuál es la consecuencia? El hombre que es sometido a la sonda psíquica y demuestra ser inocente del delito por el que se lo sondeó tiene derecho a cualquier compensación que un tribunal esté dispuesto a concederle. En un caso reciente, el cajero de un banco recibió veinticinco mil dólares porque lo sondearon por una errónea sospecha de robo. Las pfuebas circunstanciales, que parecían conducir al robo, en realidad conducían a un episodio de adulterio. Este individuo alegó que perdió el empleo, que recibió amenazas por parte del esposo de la mujer, con los consiguientes temores, y, finalmente, que quedó expuesto al ridículo y al agravio cuando un periodista se enteró de los resultados del sondeo. El tribunal aceptó el alegato.

Other books

Valentine by Tom Savage
Cave of Secrets by Morgan Llywelyn
Dakota Homecoming by Lisa Mondello
All of Me by Bell, Heatherly
El Mundo de Sofía by Jostein Gaarder
Halting State by Charles Stross
The Alpha Plague 3 by Michael Robertson
Chains of a Dark Goddess by David Alastair Hayden
The Last Days of Summer by Vanessa Ronan