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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (71 page)

BOOK: Cuentos completos
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Se concentró en las otras partes de la nave, maravillándose de la diversidad de la vida. Cada elemento, por pequeño que fuese, se bastaba a sí mismo. Se esforzó por reflexionar sobre ello hasta que le resultó tan repulsivo que añoró la normalidad de su hogar.

La mayoría de los pensamientos que recibía de los fragmentos más pequeños eran vagos y fugaces, como cabía esperar. No se podía sacar mucho de ellos, pero eso significaba que eran aún más incompletos. Eso lo conmovía.

Uno de esos fragmentos de vida, en cuclillas sobre sus cuartos traseros, manoseaba la alambrada que lo encerraba. Sus pensamientos eran claros, pero limitados. Se relacionaban principalmente con la fruta amarilla que comía otro de los fragmentos. Anhelaba esa fruta intensamente. Sólo la alambrada que los separaba a ambos le impedía arrebatarle la fruta por la fuerza.

Desconectó la recepción en un acceso de total repugnancia. ¡Esos fragmentos competían por el alimento!

Trató de hallar fuera la paz y la armonía del hogar, pero se encontraba ya a muchísima distancia. Sólo podía palpar la nada que lo separaba de la cordura.

En ese momento echaba de menos hasta el suelo inanimado que mediaba entre la barrera y la nave. Se había arrastrado por allí la noche anterior. No había vida en él, pero era el suelo del hogar y, al otro lado de la barrera, aún se sentía la reconfortante presencia del resto de la vida organizada.

Recordaba el momento en que se encaramó a la superficie de la nave, aferrándose desesperadamente hasta que se abrió la cámara de presión. Entró y se desplazó con cautela entre los pies de los que salían. Había una compuerta interior y la atravesó. Y ahora estaba allí tendido como un pequeño fragmento, inerte e inadvertido.

Con todo cuidado conectó la recepción en la sintonía anterior. El fragmento de vida que estaba en cuclillas sacudía furiosamente la alambrada. Seguía deseando la comida del otro, aunque era el menos hambriento de los dos.

—No le des de comer —dijo Larsen—. No tiene hambre. Lo que pasa es que le fastidia que Tillie se pusiera a comer. ¡Mona tragona! Ojalá estuviéramos de vuelta en casa y nunca más tuviera que mirar a otro animal a la cara.

Miró con disgusto a la hembra de chimpancé más vieja, que en reciprocidad movió la boca y le soltó una retahíla.

—Vale, muy bien —se impacientó Rizzo—, ¿y qué hacemos aquí entonces? La hora de la comida ha terminado. Vámonos.

Pasaron ante los corrales de cabras, las conejeras, las jaulas de los hámsters.

Larsen dijo con amargura:

—Te presentas como voluntario para un viaje de reconocimiento, eres un héroe, te despiden con discursos… y te nombran cuidador de un zoológico.

—Te pagan el doble.

—¿Y qué? No me alisté sólo por dinero. Cuando nos dieron las instrucciones, dijeron que incluso había probabilidades de que no regresáramos, de que termináramos como Saybrook. Me alisté porque quería hacer algo importante.

—Todo un héroe —se mofó Rizzo.

—No soy un cuidador de animales.

Rizzo se detuvo para levantar a un hámster y acariciarlo.

—Oye, ¿alguna vez se te ha ocurrido que quizás una de estas hámsters tenga unas bonitas crías en su interior?

—¡Las analizan todos los días, sabihondo!

—Claro, claro. —Acarició con la nariz a la criaturilla, que respondió haciendo vibrar el morro—. Pero suponte que una mañana llegas y los encuentras aquí; pequeños hámsters que te miran con manchas de pelambre suaves y verdes donde deberían tener los ojos.

—Cállate, por amor de Dios —chilló Larsen.

—Suaves manchas verdes de pelo brillante —dijo Rizzo, y bajó al hámster con una repentina sensación de asco.

Conectó nuevamente la recepción y varió la sintonía. En casa no había un solo fragmento de vida especializado que no tuviera su tosco equivalente a bordo de esa nave.

Había corredores móviles de varios tamaños, nadadores móviles y voladores móviles. Algunos voladores eran grandes, con pensamientos perceptibles; otros eran criaturas pequeñas y de alas transparentes. Estos sólo transmitían patrones de percepción sensorial, patrones imperfectos, y no añadían ningún elemento de inteligencia propia.

Había también inmóviles que, al igual que los inmóviles de casa, eran verdes y vivían del aire, el agua y el suelo. Constituían un vacío mental. Sólo conocían la opaca conciencia de la luz, de la humedad y de la gravedad.

Y cada fragmento, móvil o inmóvil, tenía su parodia de vida.

Aún no. Aún no…

Contuvo sus sentimientos. En cierta ocasión, esos fragmentos de vida fueron a casa y todos allí intentaron ayudarlos. Demasiado pronto. No funcionó. Esta vez deberían esperar.

Confiaba en que esos fragmentos no lo descubrieran.

De momento no lo habían hecho. No lo vieron tendido en un rincón de la sala de pilotaje. Nadie se agachó para recogerlo y arrojarlo después. En un principio supuso que no debía moverse, pues alguien podía ver esa forma rígida y vermiforme, de apenas quince centímetros de longitud. Lo habría visto, hubiese gritado y todo habría concluido.

Pero quizás hubiera esperado ya demasiado. Había transcurrido un buen rato desde el despegue. Los controles estaban cerrados; la sala de pilotaje se encontraba vacía…

No le llevó mucho tiempo encontrar la grieta en el blindaje, que conducía el hueco donde se hallaban los cables. Eran cables condenados.

La parte frontal de su cuerpo terminaba en un filo, que cortó en dos un cable del diámetro adecuado. Luego, a quince centímetros de distancia, volvió a dar otro corte. Empujó el trozo de cable y lo ocultó en un rincón del recoveco. La funda externa era de un material plástico y de un color pardo, y el núcleo era de metal reluciente y rojizo. No podía imitar el núcleo, por supuesto, pero no había ninguna necesidad; bastaba con que la piel que lo cubría imitase la superficie del cable.

Regresó, sujetó las dos secciones de cable cortado, se apretó bien contra ellas y activó los pequeños discos de succión. No se notaba la juntura. Ya no podrían localizarlo. Al mirar sólo verían un tramo continuo de cable.

A menos que mirasen con mucha atención y notaran que, en un diminuto segmento del cable, había dos pequeñas manchas de pelambre suave, verde y brillante.

—Es notable que este vello verde pueda hacer tanto —dijo el doctor Weiss.

El capitán Loring sirvió el coñac. En cierto sentido era una celebración; dos horas después estarían preparados para el salto en el hiperespacio y, luego, al cabo de dos días, llegarían a la Tierra.

—¿Está convencido, pues, de que la pelambre verde es el órgano sensorial? —preguntó.

—Lo es —afirmó Weiss. Tenía la voz pastosa a causa del coñac, pero era consciente de que necesitaba celebrarlo, muy consciente—. Los experimentos se realizaron con dificultades, pero fueron muy significativos.

El capitán sonrió con rigidez.

—Decir «con dificultades» es un modo muy modesto de expresarlo. Yo nunca habría corrido esos riesgos que usted afrontó para realizarlos.

—Pamplinas. Todos somos héroes a bordo de esta nave, todos somos voluntarios, todos somos grandes hombres que merecen trompetas, flautas y fanfarrias. Usted eligió venir aquí.

Pero fue usted el primero en atravesar la barrera.

—No implicaba ningún riesgo en particular. Quemé el suelo a medida que avanzaba, además de estar rodeado por una barrera portátil. Pamplinas, capitán. Recibamos nuestras medallas cuando regresemos, recibámoslas sin modestias. Además, soy varón.

—Pero está lleno de bacterias hasta aquí. —El capitán alzó la mano por encima de la cabeza—. Con lo cual es tan vulnerable como una mujer.

Hicieron una pausa para beber.

—¿Otra copa? —ofreció el capitán.

—No, gracias. Ya me he pasado de la raya.

—Entonces, el último trago para el camino. —Alzó su vaso en la dirección del Planeta de Saybrook, que ya no era visible y cuyo sol apenas figuraba como una estrella brillante en la pantalla—. Por los vellos verdes que le proporcionaron a Saybrook su primera pista.

Weiss asintió con la cabeza.

—Un hecho afortunado. Pondremos el planeta en cuarentena, por supuesto.

—Eso no parece suficientemente drástico —observó el capitán—. Alguien podría aterrizar por accidente sin tener la perspicacia ni las agallas de Saybrook. Supongamos que no hiciera estallar su nave, como sí hizo Saybrook. Supongamos que regresara a un sitio habitado. —Adoptó una expresión sombría—. ¿Cree usted que podrían desarrollar el viaje interestelar por su cuenta?

—Lo dudo. No hay pruebas, desde luego. Lo que pasa es que tienen una orientación muy distinta. Su organización de la vida ha vuelto innecesarias las herramientas. Por lo que sabemos, no hay en el planeta ni siquiera un hacha de piedra.

—Espero que tenga usted razón. Ah, Weiss, ¿quiere dedicarle un rato a Drake?

—¿El fulano de Prensa Galáctica?

—Sí. Cuando regresemos, la historia del Planeta de Saybrook será revelada al público y no creo que convenga darle un matiz excesivamente sensacionalista. He pedido a Drake que se deje asesorar por usted. Usted es biólogo y cuenta con autoridad suficiente como para intimidarlo. ¿Me haría ese favor?

—Con mucho gusto.

El capitán entrecerró los ojos y sacudió la cabeza.

—¿Jaqueca, capitán?

—No. Sólo pensaba en el pobre Saybrook.

Estaba harto de la nave. Un rato antes, había experimentado una sensación extraña y fugaz, como si lo hubieran puesto del revés. Alarmado, indagó en la mente de los pensadores-lúcidos en busca de una explicación. Al parecer, la nave había brincado por vastas extensiones de espacio vacío, con el fin de atajar a través de algo que llamaban «hiperespacio». Los pensadores-lúcidos eran ingeniosos.

Pero estaba harto de la nave. Era un fenómeno de lo más fútil. Los fragmentos de vida parecían ser muy habilidosos en sus construcciones, pero, a fin de cuentas, eso constituía sólo una parte de su felicidad. Procuraban hallar en el control de la materia inanimada lo que no hallaban en sí mismos.

En su anhelo inconsciente de totalidad construían máquinas y surcaban el espacio, buscando, buscando…

Esas criaturas, por la propia naturaleza de las cosas, nunca encontrarían lo que buscaban. Al menos, mientras él no se lo diera. Se estremeció un poco ante la idea.

¡La totalidad!

Esos fragmentos de vida, ni siquiera habían captado el concepto. El término de «totalidad» resultaba insuficiente.

En su ignorancia incluso combatirían contra ella. Como en el caso de la nave anterior. La primera nave contenía muchos fragmentos que eran pensadores-lúcidos. Había dos variedades: los productores de vida y los estériles.

(La segunda nave era muy diferente. Todos los pensadores-lúcidos eran estériles, mientras que los otros fragmentos, los pensadores-confusos y los no-pensadores, eran todos productores de vida. Resultaba muy extraño.)

¡El planeta al completo le dio la bienvenida a esa primera nave! Aún recordaba el intenso choque emocional que sintieron al notar que los visitantes eran tan sólo fragmentos, que no estaban completos. La conmoción los llevó a la piedad y la piedad, a la acción. No sabían cómo se adaptarían a la comunidad, pero no lo dudaron un momento. Toda la vida era sagrada y habría que cederles lugar a todos, a todos ellos, desde los grandes pensadores-lúcidos hasta los minúsculos que proliferaban en la oscuridad.

Pero fue un error de cálculo. No analizaron correctamente el modo de pensar de los fragmentos. Los pensadores-lúcidos advirtieron lo que sucedía y se disgustaron. Tenían miedo; no lo entendían.

Primero, colocaron la barrera y, luego, se autodestruyeron haciendo explotar la nave.

Pobres y tontos fragmentos.

Al menos, ya no volvería a ocurrir. Los salvaría a pesar de sí mismos.

Aunque no alardeaba de ello, John Drake estaba muy orgulloso de su habilidad con la fototipo. Tenía un modelo portátil, una lisa y pequeña lámina de plástico oscuro y con protuberancias cilíndricas en cada extremo para sostener el rollo de papel delgado. Cabía en un maletín de cuero marrón, equipado con una correa que se lo sujetaba a la cintura y a una cadera. El artilugio pesaba medio kilo.

Drake podía hacerlo funcionar con cualquiera de las manos. Movía los dedos con rapidez y soltura, presionando suavemente ciertos lugares de la superficie, y las palabras se escribían sin sonido alguno.

Miró con aire pensativo el principio del escrito y, luego, al doctor Weiss.

—¿Qué le parece, doctor?

—Un buen comienzo.

Drake movió la cabeza en sentido afirmativo.

—Pensé que era lógico empezar por Saybrook. En la Tierra aún no se ha difundido su historia. Ojalá hubiera podido ver el informe de Saybrook. ¿Y cómo logró transmitirlo?

—Por lo que sé, pasó la última noche transmitiéndolo a través del subéter. Cuando terminó, produjo un cortocircuito en los motores y, una fracción de segundo después, convirtió la nave en una nube de vapor. Junto con la tripulación y consigo mismo.

—¡Qué hombre! ¿Usted supo esto desde un principio?

—No desde el principio. Sólo desde que recibimos el informe de Saybrook.

No podía evitar recordarlo.

Leyó el informe y comprendió lo maravilloso que el planeta debía de parecer cuando la expedición colonizadora llegó allí. Era prácticamente un duplicado de la Tierra, con abundante vida vegetal y una vida animal puramente vegetariana.

Lo único extraño eran las pequeñas manchas de pelambre verde (¡con cuánta frecuencia usaba esa frase!). Ningún individuo viviente del planeta tenía ojos, sólo esa pelambre. Incluso las plantas, cada brizna y las hojas y los capullos poseían esas dos manchas de un verde más intenso.

Luego, Saybrook advirtió, sobresaltado y desconcertado, que en todo el planeta no había conflicto alguno por los alimentos. Todas las plantas tenían apéndices pulposos; los animales se los comían, y los apéndices se regeneraban en cuestión de horas. No tocaban ninguna otra parte de las plantas. Era como si éstas alimentaran a los animales dentro de un proceso de orden natural. Y las plantas mismas no crecían con abrumadora profusión. Parecía que se las cultivara, pues estaban juiciosamente distribuidas en el suelo disponible.

Weiss se preguntaba de cuánto tiempo habría dispuesto Saybrook para observar el extraño orden que imperaba en aquel planeta. Los insectos se habían establecido en un número razonable, aunque las aves no se los comían; los roedores no proliferaban, aun cuando no existían carnívoros para mantenerlos a raya.

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