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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (68 page)

BOOK: Cuentos completos
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—Si es así, la culpa no es mía. El hecho existe. ¿Qué puedo hacer sino constatarlo?

—Su «hecho» no es más que un fraude y un engaño.

—¿Cómo lo sabe usted? —exclamó Aton irritado.

—¡Lo sé! —dijo el otro con entonación pletórica de fe y seguridad.

El director cambió el color de su faz, Beenay susurró una amenaza. Aton le hizo una señal para que callara.

—¿Qué quiere Sor 5 de nosotros? Imagino que aún debe opinar que es peligroso para las almas el que intentemos advertir al mundo de la amenaza que se avecina. No obtendremos ningún éxito si se empeña en considerarlo de esa manera.

—El atentado ha causado bastantes desperfectos. Hay que detener esa viciosa forma de obtener información mediante diabólicos instrumentos. Obedecemos la voluntad de las Estrellas y sólo lamento que mi torpeza les haya prevenido cuando intentaba desarticular sus infernales ingenios.

—No le habría reportado ningún bien —replicó Aton—. Todos nuestros datos, excepto aquellos que recogeremos por experiencia directa, se encuentran ya a salvo y situados más allá del alcance de cualquier destrucción. —Sonrió con los labios apretados—. Lo que no evita que usted sea considerado por nosotros como un criminal.

Se volvió entonces a los hombres situados tras él.

—Que alguien llame a la policía de Saro City —dijo.

—Condenación, Aton —exclamó Sheerin con disgusto—, ¿qué le ocurre? No hay tiempo para eso. Déjeme que yo me ocupe de él.

—No hay tiempo para hacer el ganso, Sheerin —dijo Aton con fastidio—. Haga el favor, pues, de dejar que yo haga las cosas a mi manera. Usted es aquí un completo extraño, y no debe olvidarlo.

—Explíqueme entonces —dijo Sheerin— por qué tenemos que molestarnos llamando a la policía. El eclipse de Beta comenzará dentro de escasos minutos y tenemos aquí un hombre que está deseando dar su palabra de honor de que no nos causará más problemas.

—No voy a hacer tal cosa —saltó prontamente el Cultista—. Ustedes son libres de hacer cuanto les venga en gana, pero les advierto que si me dejan ir a mi aire me las apañaré para terminar lo que he venido a hacer. Si ésta es la palabra de honor que esperarán de mí, creo que será mejor para todos ustedes llamar a la policía.

—Eres un tunante decidido, ¿eh? —dijo Sheerin con una sonrisa—. Pero voy a explicarte unas cuantas cosas. ¿Ves al muchacho que está junto a la ventana? Es un tipo fuerte, violento, muy hábil con los puños… Y no pertenece al Observatorio, además. Una vez comience el eclipse, no tendrá nada que hacer aquí excepto, en todo caso, hincharse un ojo. Luego estoy yo, demasiado pesado para soltar unos cuantos puñetazos, pero empeñado en la idea, vaya.

—¿Y qué quiere decirme con eso? —preguntó el Cultista inquieto.

—Escucha y te lo diré —fue la respuesta—. Tan pronto comience el eclipse, el señor Theremon y yo te conduciremos a una habitación cerrada que no cuenta más que con una puerta, una fuerte cerradura y ninguna ventana. Permanecerás allí mientras dure.

—Y después —exclamó agitadamente Latimer— no habrá nadie para dejarme salir. Sé tan bien como usted lo que significa la llegada de las Estrellas… lo sé incluso mejor que usted. Ustedes se volverán locos y no querrán liberarme. Asfixia o muerte por inanición, ¿no es eso lo que piensa? Más o menos lo que debía haber esperado de un grupo de científicos. Pero no daré mi palabra, no conseguirán que me esté quieto. Es una cuestión de principios y no discutiremos más el asunto.

Aton parecía turbado. Sus desorbitados ojos mostraban una buena dosis de agitación.

—Pero, Sheerin, encerrándolo…

—¡Por favor, señor! —exclamó Sheerin con impaciencia—. No he pensado ni por un momento ir tan lejos. Latimer ha intentado una jugarreta pero yo no soy psicólogo sólo porque me gusta el sonido de la palabra. —Hizo un guiño al Cultista—. Vamos, hombre, no habrás pensado que iba a exponerte a morir de hambre, ¿verdad? Sólo intentaba algo de menor monta, mi querido Latimer. Fíjate. Si te ponemos bajo llave no verás la Oscuridad ni tampoco las Estrellas. No hace falta estar muy enterado del credo fundamental del Culto para llegar a la conclusión de que permanecer oculto cuando las Estrellas aparezcan significa la pérdida del alma inmortal. Ahora bien, yo creo que tú eres un hombre de bien. Por ello, aceptaré tu palabra de honor de que no nos causarás molestias en cuanto te decidas a ofrecérmela…

Una agitación pareció recorrer el cuerpo de Latimer.

—¡Está bien, tienen ustedes mi palabra de honor! —dijo, y añadió seguidamente con saña—: Pero me consuela saber que todos quedarán condenados por este acto.

Giró sobre sus talones y se dirigió precipitadamente hacia el alto taburete que había junto a la puerta.

—Tome asiento junto a él —dijo Sheerin indicando con la cabeza al columnista—. Sólo como simple formulismo. ¡Eh, Theremon!

Pero el periodista no se movió. Se había quedado pálido hasta la raíz del cabello.

—¡Miren! —Su dedo apuntaba al cielo y su voz era áspera y gutural.

Como obedeciendo una orden, todas las miradas siguieron la dirección del dedo y contemplaron el espectáculo sin respirar.

¡Beta estaba menguando por un lado!

El escaso trozo de oscuridad que ofrecía quizá no fuera mayor que una uña, pero para los aterrorizados observadores aquello que veían significaba el inicio de la maldición.

La observación de los hombres duró un corto segundo, casi tan corto como la confusión que siguió a continuación, que desapareció en cuanto cada uno se entregó a su labor prescrita. No había tiempo para emociones en aquellos momentos. Los hombres se habían transformado exclusivamente en científicos con trabajo que hacer. Hasta el mismo Aton se había evaporado.

—El primer instante de la superposición debe haber ocurrido hace quince minutos —dijo Sheerin—. Un poco pronto, pero no está mal si tenemos en cuenta las dificultades que han acompañado los cálculos. —Miró a su alrededor y se acercó a Theremon, que se había quedado mirando por la ventana.

—Aton está furioso —murmuró—. Se perdió el momento inicial de la superposición con todo el jaleo de Latimer y si ahora se le pone uno delante corre el peligro de ser arrojado por la ventana.

Theremon asintió con la cabeza y se sentó. Sheerin lo miró con sorpresa.

—Por el diablo, oiga —exclamó—. Está usted temblando.

—¿Qué? —Theremon se humedeció los secos labios e intentó sonreír—. No me siento muy bien, ¿qué quiere que haga?

—No irá a perder el control, ¿verdad?

—¡No! —gritó Theremon, indignado—. ¿Acaso tengo otra alternativa? Jamás creí en todo este galimatías… hasta este momento. Déme una opción, dígame qué puedo hacer. Usted ha estado preparándose durante dos meses para este acontecimiento.

—Tiene razón, claro —comentó Sheerin pensativo—. ¡Escuche! ¿Tiene usted familia… padres, esposa, hijos?

Theremon negó con la cabeza.

—Va usted a hablar del Refugio, ¿eh? No tiene que preocuparse por eso. Tengo una hermana, pero está a dos mil millas de aquí. Ni siquiera sé su dirección.

—Bueno, entonces, ¿qué me dice de usted mismo? Puede ir allí, aún hay tiempo; desde que lo dejé queda una plaza libre. Después de todo aquí no es necesario.

—Vaya —dijo Theremon mirando al otro con cansancio—. Usted cree que estoy asustado. Piense lo que quiera, señor. Soy periodista y me ha sido encomendado conseguir un reportaje. Es lo que intento hacer.

Una amplia sonrisa cruzó la cara del psicólogo.

—Entiendo, honor profesional y todo eso.

—Puede llamarlo así. Pero, amigo mío, daría mi brazo derecho por una botella de ese reparador de ánimos que tenía usted antes, aunque fuera la mitad de pequeña. Si algún camarada suyo necesita un trago, ése soy yo.

Entonces saltó. Sheerin estaba dándole codazos.

—¿No oye eso? Escuche.

Theremon siguió el movimiento de la mandíbula del otro y miró al Cultista, que, olvidado de todo cuanto acontecía a su alrededor, contemplaba la ventana con una expresión de poseso, al tiempo que entonaba una casi inaudible salmodia.

—¿Qué dice? —susurró el columnista.

—Está citando el Libro de las Revelaciones, capítulo quinto —replicó Sheerin. Luego, con urgencia—: Aguarde un momento y escuche.

La voz del Cultista habíase alzado en una repentina plegaria de fervor.

»Y ocurrió que, por aquellos días, el Sol, Beta, habitó en solitaria vigilia en la mansión celeste por el más largo de los períodos conocidos, mientras cumplía su revolución; tanto duró su recorrido que, en mitad de su revolución, solitario, encogido y frío, cesó de brillar sobre Lagash.

»Y los hombres se reunían en las plazas públicas y en los caminos para comentar y maravillarse de la señal, pues una extraña depresión había ocupado sus almas. Su mente se turbó y su lengua tornose confusa, pues las almas de los hombres aguardaban la venida de las Estrellas.

»Y en la ciudad de Trigon, Vendret 2 vino y dijo a los hombres de Trigon: «¡Helo ahí, oh pecadores! Hablabais con desdén de los caminos de la virtud, pero ya ha llegado el tiempo de rendir cuentas. Por fin, la Gruta se aproxima para devorar Lagash; y con Lagash, todos sus moradores.»

»Y mientras esto decía, el labio de la Gruta de la Oscuridad sobrepasó el borde de Beta, de modo que todo Lagash quedó sin su luz. Grandes fueron los gritos de los hombres mientras contemplaban la desaparición, y grande también el estremecimiento que desconsoló sus almas.

»Y ocurrió que la Oscuridad de la Gruta cayó sobre Lagash y ya no hubo más luz en toda la superficie de Lagash. Los hombres quedaron como ciegos y nadie podía ver a su vecino aunque sentía su aliento contra su rostro.

»Y en el interior de esta negrura aparecieron las Estrellas en cantidades inmensas, y era tal la belleza y de tal modo encantaba todo lo creado, que hasta las hojas de los árboles entonaron cánticos llenos de admiración.

»Y en aquel momento las almas de los hombres se separaron de sus cuerpos, reduciéndose éstos al estado de las bestias; en verdad, fue como si el mundo se hubiera convertido en una selva; así, por las entiznadas calles de Lagash los hombres prorrumpieron en salvajes gritos.

»Entonces, se extendió desde las Estrellas el Fuego Celestial y, allí donde tocaba, las ciudades de Lagash convertíanse en caos de llamas y destrucción; tanto que, de los hombres y las obras de los hombres, nada quedó.

»Desde entonces…»

Hubo una sutil alteración en el tono de Latimer. Sus ojos permanecían ausentes, pero de alguna manera llamó la atención de los otros dos. Fácilmente, sin la menor pausa para tomar aliento, el timbre de su voz cambió y las sílabas se volvieron más líquidas.

Theremon, cogido por sorpresa, lo miró fijamente. Las palabras siguieron luego el tono anterior. Había habido un elusivo cambio en el acento, un débil cambio en la caída de las vocales; pero nada más… quizá ni el mismo Latimer comprendiera lo que había ocurrido.

—Seguramente cambió a alguna lengua de otro ciclo, con toda probabilidad del tradicional ciclo segundo. Era la lengua en la que fue escrito primariamente el Libro dé las Revelaciones.

—No importa. Ya he oído bastante. —Theremon se echó atrás en la silla y se mesó el cabello—. Me siento mucho mejor ahora.

—¿De veras? —Sheerin pareció sorprenderse.

—Se lo explicaré. Me he puesto verdaderamente nervioso hace un rato. Entre su explicación de la gravitación y el comienzo del eclipse he estado al borde de un ataque de nervios. Pero eso —y señaló con el pulgar al gualdibarbado Cultista—, eso es exactamente lo que mi niñera solía contarme. Me he reído de esas cosas durante toda mi vida. No voy a permitir que me asusten ahora.

Suspiró profundamente y continuó con cierta alegría:

—Si voy a seguir contándole lo angelito que soy, mejor será que aparte mi silla de la ventana.

—Sí, pero debería usted hablar mas bajo —comentó Sheerin—. Aton acaba de asomar la cabeza por la puerta y le ha lanzado a usted una mirada capaz de asesinarle.

—Había olvidado al viejo —dijo con una mueca. Luego, poniendo en ello el máximo cuidado, apartó la silla de la ventana mientras lanzaba miradas de disgusto por encima del hombro—. Se me acaba de ocurrir que deben haber fabricado alguna clase de inmunidad contra la locura de las Estrellas.

El psicólogo no respondió en seguida. Beta había ya rebasado su cenit y el haz de sanguínea luz que penetraba por la ventana se deslizaba por el suelo hasta el punto de alcanzar casi las piernas de Sheerin. Contempló pensativamente aquel color arcilloso y luego, inclinándose, echó una fugaz mirada al sol.

El mordisco del eclipse habíase agrandado hasta alcanzar ahora un tercio de Beta. Se estremeció súbitamente y, cuando pudo serenarse, sus mejillas no conservaban ya el generoso color que otrora prodigaban. Con una sonrisa que era casi una excusa, apartó también su silla.

—En estos momentos, poco más de dos millones personas en Saro City habrán convertido el Culto en religión mayoritaria. —Luego, con ironía—: Por una hora al menos, el Culto gozará de una prosperidad nunca vista. Pero, ¿qué me estaba diciendo?

—Iba a preguntarle cómo se las apañan los Cultistas para transmitir de ciclo en ciclo el manejo del Libro de las Revelaciones, y cómo es que se escribió por primera vez en Lagash. Debe haber alguna especie de inmunidad, pues, si todos se volvían locos, ¿quién pudo haber escrito el libro?

Sheerin se quedó mirando con tristeza al periodista.

—Pues mire, joven, no hay respuesta documentada sobre eso, pero tenemos unos cuantos indicios para suponer qué ocurrió. Hay tres clases de personas que resultan relativamente ilesas. Primero, las que por alguna razón ignota no ven las Estrellas: los que se meten en la cama en aquel momento o los que se emborrachan al comienzo del eclipse. Pero vamos a descartarlos porque no son realmente testigos.

»Luego están los niños menores de seis años, para quienes el mundo es todavía demasiado nuevo y extraño para reparar en las Estrellas o asustarse de la Oscuridad. El fenómeno sería considerado como uno de tantos artículos del catálogo de sorpresas que depara el mundo. ¿No lo cree usted así?

—Imagino que sí —replicó el otro con cierto gesto de duda.

—Por último, están aquellos que poseen una mente demasiado grosera para comprender el hecho, algo así como ancianos y retrasados mentales, que, verdaderamente, quedarían escasamente afectados. Bien, entre la incoherente memoria de los niños y los relatos de los que quedaron a medio enloquecer se formaron posiblemente las bases del Libro de las Revelaciones.

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