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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (64 page)

BOOK: Cuentos completos
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Un ser humano histórico, un adulto que hablara un idioma conocido, alguien que abriera una nueva página de la historia a los eruditos.

La hora cero se acercaba, y en esta ocasión no habría tres espectadores en la galería. Esta vez habría una audiencia mundial. Esta vez los técnicos de Estasis, Inc., desempeñarían su papel ante prácticamente la Humanidad entera.

La señorita Fellowes estaba simplemente enloquecida con la espera. Cuando llegó Jerry Hoskins para el programado período de juego con Timmie, la enfermera apenas le reconoció. Ella no estaba esperándole a él.

(La secretaría que trajo al niño se fue apresuradamente tras un formalísimo saludo a la señorita Fellowes. Corrió a buscar un buen sitio para observar el clímax del Proyecto Edad Media… Y lo mismo habría hecho la señorita Fellowes, pensó ella con amargura, si aquella estúpida chica hubiera llegado.)

Jerry Hoskins se acercó poco a poco a la enfermera, avergonzado.

—¿Señorita Fellowes?

Jerry sacó del bolsillo la reproducción de una nota periodística.

—¿Sí? ¿Qué pasa, Jerry?

—¿Es de Timmie esta foto?

La señorita Fellowes miró fijamente al niño y luego le quitó el papel de la mano. La excitación del Proyecto Edad Media había provocado el pálido resurgimiento del interés hacia Timmie por parte de la prensa.

Jerry miró atentamente a la enfermera antes de hablar.

—Dice que Timmie es un niño-mono. ¿Qué significa eso?

La señorita Fellowes tomó al jovencito por la muñeca y contuvo sus deseos de zarandearlo.

—Entra y juega con Timmie. Él quiere enseñarte un nuevo libro.

Y entonces, por fin, llegó la chica. La señorita Fellowes no la conocía. Ninguna de las sustituías a que había recurrido cuando el trabajo la obligaba a estar en otra parte se halla disponible en ese momento, no con el Proyecto Edad Media en su punto culminante, pero la secretaria de Hoskins había prometido que vendría alguien y aquella debía ser la chica.

La señorita Fellowes se esforzó para que su voz no sonara quejumbrosa.

—¿Eres la designada para la Sección Uno de Estasis?

—Sí, soy Mandy Terris. Usted es la señorita Fellowes, ¿verdad?

—Exacto.

—Lamento llegar tarde. Hay tanta excitación…

—Lo sé. Ahora quiero que…

—Usted lo verá, supongo.

Su delgada cara, vagamente bonita, se llenó de envidia.

—No te preocupes por eso. Quiero que entres y conozcas a Timmie y a Jerry. Estarán jugando dos horas, así que no te causarán problemas. Tienen leche a mano y muchos juguetes. De hecho, sería preferible que los dejaras solos mientras sea posible. Ahora te enseñaré dónde están las cosas y…

—¿Timmie es el niño-mo…?

—Timmie está sometido a experimentación en Estasis —dijo con firmeza la señorita Fellowes.

—Quiero decir que él… es el que se supone que debe irse, ¿no?

—Sí. Bueno, entra. No hay mucho tiempo.

Y cuando la enfermera consiguió irse por fin, Mandy Terris le dijo:

—Espero que consiga un buen sitio y, ¡Dios mío!, que la prueba sea un éxito.

La señorita Fellowes no confiaba en sí misma para dar una respuesta razonable. Se apresuró a salir sin mirar atrás.

Pero el retraso significó que no consiguió un buen sitio. No pasó de la pantalla mural de la sala de reuniones. Lo lamentó amargamente. Si hubiera estado allí mismo, si hubiera tenido acceso a alguna parte sensible de los instrumentos, si hubiera podido hacer fracasar el experimento…

Hizo acopio de fuerzas para sofocar su locura. La simple destrucción no habría servido de nada. Los técnicos lo habrían reconstruido y reparado todo y reanudado el esfuerzo. Y a ella no le habrían permitido volver con Timmie.

Todo era inútil. Todo, salvo que el experimento fallara, que fracasara irreparablemente.

La enfermera se mantuvo a la espera durante la cuenta regresiva, observó los movimientos en la pantalla gigante, escudriñó los rostros de los técnicos mientras la cámara pasaba de uno a otro, aguardó el gesto de preocupación e incertidumbre indicando que algo iba inesperadamente mal, observó, observó…

No hubo tal gesto. La cuenta llegó a cero y el experimento, en silencio, discretamente, fue un éxito.

En la nueva Estasis instalada allí apareció un barbudo campesino de hombros caídos, edad indeterminada, vestido con prendas raídas y sucias y zuecos, que contemplaba con reprimido terror el brusco y violento cambio que se había precipitado sobre él.

Y mientras el mundo se volvía loco de alegría, la señorita Fellowes quedó paralizada por la pena. La empujaron, le dieron codazos, prácticamente la pisotearon. Estaba rodeada de triunfo y doblegada por el fracaso.

Así, cuando el altavoz pronunció su nombre con estridente fuerza, la señorita Fellowes no respondió hasta el tercer aviso.

—Señorita Fellowes, señorita Fellowes. Preséntese inmediatamente en la Sección Uno de Estasis. Señorita Fellowes, señorita Fello…

—¡Déjenme pasar! —gritó, sofocada, mientras el altavoz repetía sin pausa el aviso.

Se abrió paso entre el gentío con alocada energía, dando golpes y puñetazos, revolviéndose, avanzando hacia la puerta con una lentitud de pesadilla.

Mandy Terris estaba llorando.

—No sé cómo ha sucedido. Salí al borde del pasillo para ver una minipantalla que habían puesto allí. Sólo un momento. Y antes que pudiera moverme o hacer algo… —Y añadió, con repentino tono de acusación—: ¡Usted dijo que no me causarían problemas, dijo que los dejara solos!

La señorita Fellowes, desgreñada y sin poder dominar sus temblores, la miró furiosa.

—¿Dónde está Timmie?

Una enfermera estaba limpiando con desinfectante el brazo del gimoteante Jerry, y otra preparaba una inyección antitetánica. Había sangre en la ropa de Jerry.

—Me ha mordido, señorita Fellowes —gritó Jerry, rabioso—. Me ha mordido.

Pero la señorita Fellowes ni siquiera lo veía.

—¿Qué has hecho con Timmie? —gritó.

—Lo he encerrado en el cuarto de baño —dijo Mandy—. He metido a ese pequeño monstruo allí y lo he encerrado con llave.

La enfermera corrió hacia la casa de muñecas. Manoseó torpemente la puerta del cuarto de baño. Le costó una eternidad abrirla y ver al niño feo agazapado en un rincón.

—No me des latigazos, señorita Fellowes —musitó el niño. Tenía los ojos enrojecidos. Le temblaban los labios—. Yo no quería hacerlo.

—Oh, Timmie, ¿quién te ha hablado de latigazos?

Se acercó a él y lo abrazó impetuosamente.

—Lo dijo ella, con una cuerda larga —repuso trémulamente Timmie—. Ella dijo que tú me pegarías mucho.

—No es cierto. Ella ha sido muy mala al decir eso. Pero, ¿qué ha pasado? ¿Qué ha pasado?

—Él me llamó niño-mono. Dijo que yo no era un niño de verdad. Que era un animal. —Timmie se deshizo en un torrente de lágrimas—. Dijo que ya no jugaría más con un mono. Yo dije que no era un mono, ¡que no era un mono! Él dijo que yo era muy raro. Dijo que era horrible y feo. Lo dijo muchas veces y le mordí.

Ambos estaban llorando.

—Pero eso no es cierto —dijo la sollozante señorita Fellowes—. Tú lo sabes, Timmie. Eres un niño de verdad. Un niño encantador, y el mejor del mundo. Y nadie, nadie volverá a separarte de mí.

Fue fácil decidirse, fácil saber qué hacer. Pero había que actuar con rapidez. Hoskins no esperaría mucho más tiempo, teniendo a su hijo magullado…

No, había que hacerlo esa noche, esa misma noche, con cuatro quintas partes del personal dormido y la restante quinta parte intelectualmente embriagada por el Proyecto Edad Media.

Sería una hora anormal para volver, pero había precedentes. El vigilante la conocía perfectamente, y no soñaría en hacerle preguntas. No sospecharía si la veía con una maleta. La señorita Fellowes ensayó la evasiva frase «Juguetes para el niño» y una tranquila sonrisa.

¿Por qué no iba a creerlo el vigilante?

Así fue. Cuando la enfermera entró de nuevo en la casa de muñecas, Timmie aún estaba despierto, y ella mantuvo una exasperante normalidad, a fin de no asustar al pequeño. Hablaron de los sueños de Timmie, y la señorita Fellowes oyó al niño interesarse ansiosamente por Jerry.

Escasas personas la verían después, nadie recelaría del bulto que llevaría. Timmie se estaría muy quieto, y finalmente todo sería un hecho consumado. Un hecho consumado, sería inútil querer repararlo. Ellos la dejarían en paz. Los dejarían en paz a los dos.

La señorita Fellowes abrió la maleta, sacó el abrigo, la gorra de lana con orejeras y las demás prendas.

—¿Por qué me pones esta ropa, señorita Fellowes? —dijo Timmie, con muestras de alarma.

—Voy a llevarte afuera, Timmie. Al lugar de tus sueños.

—¿Mis sueños?

Su rostro se contrajo con repentino anhelo, aunque también el miedo estaba allí.

—No temas. Estarás conmigo. No tendrás miedo si estás conmigo, ¿verdad, Timmie?

—No, señorita Fellowes.

Se apretó la deforme cabecita contra el costado y escuchó los sordos latidos del corazoncito del niño bajo su brazo.

Era medianoche. La señorita Fellowes tomó al niño en brazos. Desconectó la alarma y abrió suavemente la puerta.

Y lanzó un grito, porque al otro lado de la abierta puerta estaba Hoskins, mirándola.

Había otros dos hombres con el doctor, y él miraba fijamente a la enfermera, tan asombrado como ella.

La señorita Fellowes tardó un segundo menos en recobrarse y trató rápidamente de cruzar el umbral. Pero a pesar del segundo de retraso, Hoskins tuvo tiempo. La tomó bruscamente y la lanzó contra una cómoda. Llamó a los otros dos hombres y miró a la enfermera sin abandonar el umbral.

—No esperaba esto. ¿Está completamente loca?

Ella había conseguido interponer el hombro, para que fuera su cuerpo, y no el de Timmie, el que golpeara la cómoda.

—¿Qué daño puedo hacer si me lo llevo, doctor Hoskins? —dijo la señorita Fellowes, suplicante—. No puede poner una pérdida de energía por encima de una vida humana…

Con firmeza, Hoskins le quitó el niño de los brazos.

—Una pérdida de energía de esta magnitud significaría tres millones de dólares para los bolsillos de los accionistas. Significaría un terrible revés para Estasis, Inc. Significaría publicidad sobre una enfermera sentimental que destruye todo eso en provecho de un niño-mono.

—¡Niño-mono! —dijo la señorita Fellowes con impotente furia.

—Así lo llamarán los periodistas —dijo Hoskins.

Apareció un hombre que estaba pasando un cordel de nylon por los resquicios de la parte alta de la pared.

La señorita Fellowes recordó la cuerda de la cabina que contenía la muestra rocosa del profesor Ademewski, la cuerda de la que Hoskins había tirado hacía mucho tiempo.

—¡No! —chilló.

Pero Hoskins dejó a Timmie en el suelo y le quitó amablemente el abrigo que llevaba.

—Quédate aquí, Timmie. No te pasará nada. Nosotros estaremos fuera sólo un momento. ¿De acuerdo?

Timmie, pálido y mudo, logró asentir con la cabeza.

Hoskins condujo a la enfermera fuera de la casa de muñecas. De momento, la señorita Fellowes había superado el límite de la resistencia. Vagamente, vio que ajustaban el tirador junto a la casa de muñecas.

—Lo siento, señorita Fellowes —dijo Hoskins—. Me habría gustado evitarle esto. Planeé hacerlo por la noche para que usted se enterara cuando ya estuviera hecho.

—Por la herida de su hijo —dijo la enfermera en un fatigado susurro—. Porque su hijo atormentó a este niño y lo provocó.

—No. Créame. Me he enterado del incidente de hoy y sé que la culpa fue de Jerry. Pero el incidente se ha filtrado al exterior. Así debía ser, con la prensa acosándonos precisamente este día. No puedo arriesgarme a que un relato distorsionado sobre negligencias y Neandertales salvajes perjudique el éxito del Proyecto Edad Media. De todas formas, Timmie tenía que regresar pronto. Si regresa ahora mismo, los sensacionalistas tendrán el mínimo pretexto posible para volcar su basura.

—No es como devolver una roca. Va a matar a un ser humano.

—No habrá asesinato. No habrá sensación. Simplemente, el niño será un niño Neandertal en un mundo Neandertal. Dejará de estar prisionero, no será un extraño. Tendrá la posibilidad de vivir en libertad.

—¿Qué posibilidad? Sólo tiene siete años, está acostumbrado a que le cuiden, le alimenten, le vistan, le protejan. Estará solo. Quizá su tribu no esté ya en el lugar donde él la abandonó hace cuatro años. Y aunque esté en el mismo sitio, no reconocerán a Timmie. Tendrá que cuidar de sí mismo. ¿Cómo va a hacerlo?

Hoskins sacudió la cabeza en un gesto de desesperada negativa.

—¡Dios mío, señorita Fellowes! ¿Cree que no he pensado en eso? ¿Cree que habríamos traído a un niño de no haber sido porque se trataba de la primera localización de un humano o cuasi humano que hacíamos, y porque no nos atrevimos a correr el riesgo de perder su posición y hacer otra localización tan perfecta? ¿Por qué supone que hemos mantenido tanto tiempo aquí a Timmie, sino porque éramos reacios a devolver al niño al pasado? —Su voz cobró exasperada urgencia—. Pero no podemos esperar más. Timmie es un obstáculo en el camino de la expansión. Una fuente de posible mala publicidad. Estamos a punto de hacer grandes cosas y, lo lamento, señorita Fellowes, pero no podemos permitir que Timmie nos estorbe. No podemos. No podemos. Lo lamento, señorita Fellowes.

—Bien, en ese caso —dijo tristemente la enfermera—, déjeme decirle adiós. Concédame cinco minutos para despedirme. Concédame tan sólo eso.

Hoskins vaciló.

—Adelante.

Timmie corrió hacia ella. Corrió hacia ella por última vez y la señorita Fellowes, por última vez, lo estrechó entre sus brazos.

Durante un instante, lo abrazó ciegamente. Empujó una silla con la punta del pie, la puso junto a la pared y se sentó.

—No tengas miedo, Timmie.

—No tengo miedo si estás aquí, señorita Fellowes ¿Está buscándome ese hombre loco, ese hombre que está afuera?

—No, no temas. Él no nos comprende… Timmie, ¿sabes qué es una madre?

—¿Como la de Jerry?

—¿Te habló él de su mamá?

—Algunas veces. Creo que una madre es una señora que te cuida y se porta muy bien contigo y hace cosas buenas.

—Exacto. ¿No te gustaría tener una madre, Timmie?

Timmie apartó la cabeza del cuerpo de la enfermera para poder mirarla. Poco a poco, pasó su manita por la mejilla y el pelo de la señorita Fellowes y la acarició igual que ella, hacía mucho, mucho tiempo, le había acariciado.

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