Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
Durante un instante el niño lanzó un agudo grito, y acto seguido su lengua se movió sobre sus mojados labios. La señorita Fellowes retrocedió.
El niño se acercó al plato, se agachó, miró bruscamente hacia arriba y hacia atrás, como si esperara ver a un agazapado enemigo, se agachó de nuevo, y lamió ansiosamente la leche, igual que un gato. Sorbió el líquido haciendo mucho ruido. No utilizó las manos para levantar el plato.
La señorita Fellowes dejó que asomara en su rostro parte de la repugnancia que sentía. No pudo evitarlo.
Deveney captó el detalle, quizá.
—¿Lo sabe la enfermera, doctor Hoskins? —dijo.
—¿El qué? —preguntó la señorita Fellowes.
Deveney dudó, pero Hoskins intervino, de nuevo con su aire de indiferente diversión en el rostro.
—Bien, infórmela —dijo.
Deveney se volvió hacia la señorita Fellowes.
—Tal vez no lo sospeche, señorita, pero el azar ha querido que sea la primera mujer civilizada de la historia que cuida a un joven de Neandertal.
La enfermera volvió la cabeza hacia Hoskins con dominada ferocidad.
—Debió informarme, doctor.
—¿Por qué? ¿Qué importancia habría tenido?
—Habló de un niño.
—¿No es eso un niño? ¿Alguna vez ha tenido un perrito o un gatito, señorita Fellowes? ¿Están esos animales más cerca de lo humano? Si ese niño fuera una cría de chimpancé, ¿le produciría asco? Usted es enfermera, señorita Fellowes. Su expediente afirma que estuvo en una sala de maternidad durante tres años. ¿Alguna vez se negó a cuidar a un bebé deforme?
La señorita Fellowes pensó que estaba quedándose sin argumentos.
—Podía haberme informado —dijo, con mucha menos decisión.
—¿Y habría rechazado el empleo? Bien, ¿lo rechaza ahora?
Hoskins la observó fríamente, mientras Deveney miraba al otro lado de la habitación, y el niño de Neandertal, tras acabar la leche y lamer el plato, contempló a la enfermera con su mojada cara y sus anhelantes ojazos.
El niño señaló la leche y de repente empezó a emitir una breve serie de sonidos reiterados; sonidos guturales y complejos chasquidos de la lengua.
—¡Vaya, habla! —dijo la señorita Fellowes, sorprendida.
—Naturalmente —dijo Hoskins—. El Homo neanderthalensis no es una especie totalmente distinta, sino más bien una subespecie del Homo sapiens. ¿Por qué no había de hablar? Probablemente está pidiendo más leche.
De forma mecánica, la señorita Fellowes buscó la botella de leche, pero Hoskins la tomó por la muñeca.
—Bien, señorita Fellowes, antes que vayamos más lejos, ¿acepta el empleo?
La señorita Fellowes se soltó bruscamente, irritada.
—¿No piensa darle de comer si yo no lo hago? Me quedaré con él…, algún tiempo.
La enfermera echó leche en el plato.
—Vamos a dejarla con el niño, señorita Fellowes —dijo Hoskins—. Ésta es la única entrada de Estasis Número Uno, y está completamente cerrada y vigilada. Quiero que se entere de los pormenores de la cerradura, la cual, por supuesto, estará programada para aceptar sus huellas digitales, como ya lo está para las mías. En los espacios superiores —prosiguió, alzando los ojos hacia los inexistentes techos de la casa de muñecas— también hay vigilancia, y se nos informará en cuanto algo inconveniente suceda aquí.
—¿Pretende decir que estaré sometida a control visual? —dijo la señorita Fellowes, indignada.
Pensó de pronto en su propio examen de las habitaciones interiores desde la galería.
—No, no —repuso seriamente Hoskins—. Se respetará totalmente su intimidad. La vigilancia se efectuará únicamente mediante símbolos electrónicos, que sólo una computadora interpretará. Se quedará con el chico esta noche, señorita Fellowes, y todas las noches hasta nuevo aviso. Se la relevará durante el día según el horario que le parezca más conveniente. Le permitiremos arreglar ese detalle.
La enfermera contempló la casa de muñecas con asombrada expresión.
—Pero, ¿por qué todo esto, doctor Hoskins? ¿Es peligroso el niño?
—Es cuestión de energía, señorita Fellowes. Al niño no se le debe permitir la salida de estas habitaciones. Nunca. Ni un instante. Por ningún motivo. Ni para salvarle la vida. Ni siquiera para salvar su propia vida, señorita Fellowes. ¿Está claro?
La enfermera levantó la barbilla.
—Entiendo las órdenes, doctor Hoskins, y en mi profesión estamos acostumbradas a poner el deber por delante de la seguridad personal.
—Perfecto. Si necesita ayuda de alguien, hágalo saber.
Y los dos hombres se fueron.
La señorita Fellowes se volvió hacia el niño. Él estaba observándola, y todavía quedaba leche en el plato. Trabajosamente, la enfermera trató de enseñarle a levantarlo y llevárselo a los labios. El pequeño se resistió, pero se dejó tocar sin más gritos.
Los asustados ojos del niño siempre estaban fijos en ella, vigilantes, atentos al primer movimiento en falso. La enfermera tuvo que tranquilizarle, se esforzó en mover muy despacio la mano hacia el pelo del pequeño, dejándole ver cada milímetro del recorrido, para que viera que no iba a sufrir daño.
Y logró acariciarle el pelo un instante.
—Tendré que enseñarte a usar el cuarto de baño —dijo—. ¿Crees que podrás aprender?
Habló en voz baja, apaciblemente, sabiendo que él no entendería las palabras pero confiando en que respondiera al sosiego de su tono.
El niño inició de nuevo una frase con chasquidos de su lengua.
—¿Me dejas tomarte la mano? —dijo la enfermera.
Tendió la suya y el niño la miró. La señorita Fellowes dejó su mano extendida y aguardó. La mano del pequeño se deslizó hacia la suya.
—Eso está bien —dijo ella.
La mano se acercó a dos centímetros y entonces el valor del niño decayó. Apartó la mano bruscamente.
—Bien —dijo tranquilamente la señorita Fellowes—, lo intentaremos más tarde. ¿Te gustaría sentarte aquí?
Dio unas palmadas al colchón de la cama.
Las horas transcurrieron con lentitud, y el progreso fue escaso. La enfermera no obtuvo satisfacción ni con el cuarto de baño ni con la cama. De hecho, a pesar de dar inconfundibles muestras de somnolencia, el pequeño se echó al suelo y a continuación, con un rápido movimiento, se metió debajo de la cama.
La señorita Fellowes se agachó para mirar al niño, y los ojos de éste la observaron relucientes mientras la lengua chasqueaba.
—Muy bien —dijo ella—, si te sientes más seguro ahí, duerme ahí.
Cerró la puerta del dormitorio y se retiró a la cama que le habían preparado en la habitación más espaciosa. Tras insistir, habían puesto un improvisado dosel sobre la cama. La señorita Fellowes pensó: «Esos estúpidos tendrán que poner un espejo y una cómoda más grande en esta habitación, y otro cuarto de baño, si esperan que yo pase las noches aquí.»
Le resultó difícil dormir. La señorita Fellowes se esforzó en oír posibles ruidos en la habitación contigua. El niño no podía escapar, ¿no? Las paredes eran rectas e increíblemente altas, pero…, ¿y si el pequeño trepaba como un mono? Bien, Hoskins había hablado de la existencia de dispositivos de observación que vigilaban el techo.
De repente, la enfermera pensó: «¿Es posible que el niño sea peligroso? ¿Físicamente peligroso?»
No, Hoskins no podía haberse referido a eso. No la habría dejado sola si…
Trató de reírse de sí misma. Sólo era un niño de tres o cuatro años. Sin embargo, ella no había conseguido cortarle las uñas. Si la atacaba con uñas y dientes mientras dormía…
Respiró agudamente. Aquello era ridículo, pero de todas maneras…
Prestó penosa atención, y esta vez oyó el sonido.
El niño estaba llorando.
No eran chillidos de miedo o de enfado; no eran gritos, no eran alaridos. El niño estaba llorando en silencio. Era el angustiado sollozo de un niño que se sentía solo, muy solo.
Por primera vez, la señorita Fellowes pensó con zozobra: «¡Pobre criatura!»
Naturalmente, era un niño. ¿Qué importaba la forma de su cabeza? Era un niño que se había quedado huérfano como ningún otro niño antes que él. No sólo habían desaparecido su madre y su padre, sino también toda su especie. Arrancado insensiblemente de su tiempo, era la única criatura de su especie en el mundo. La última. La única.
La señorita Fellowes sintió que su pena crecía, y al mismo tiempo se avergonzó de su propia insensibilidad. Tras ceñirse la bata a las pantorrillas (incongruentemente, pensó: «Mañana tendré que traer un albornoz»), salió de la cama y entró en la habitación del niño.
—Pequeño —llamó en un susurro—. Pequeño.
Estuvo a punto de meter la mano por debajo de la cama, pero pensó en un posible mordisco y no lo hizo. Encendió la lamparilla y movió la cama.
La pobre criatura estaba acurrucada en un rincón, con las rodillas bajo la barbilla, y miraba a la enfermera con borrosos y desconfiados ojos.
Con la escasa iluminación, la enfermera no percibió el aspecto repulsivo del niño.
—Pobre niño —dijo—, pobre niño. —Notó que el pequeño se ponía rígido mientras le acariciaba el pelo, y que luego se relajaba—. Pobre niño. ¿Me dejas tomarte?
Se sentó en el suelo cerca del niño y, poco a poco, rítmicamente, le acarició el cabello, la mejilla, el brazo. En voz baja, la señorita Fellowes comenzó a entonar una canción lenta y suave.
El niño levantó la cabeza al oírla y contempló su boca en la penumbra, como si el sonido le maravillara.
La enfermera fue aproximándose mientras el niño la escuchaba. Poco a poco acercó hacia sí la cabeza del pequeño, hasta que ésta quedó apoyada en su hombro. Le pasó un brazo por debajo de los muslos y lo alzó hasta su regazo con un movimiento pausado y suave.
La señorita Fellowes siguió cantando, el mismo verso sencillo una y otra vez, mientras mecía al pequeño.
El niño dejó de llorar y al cabo de un rato el rítmico zumbido de su respiración indicó que se había dormido.
Con infinito cuidado, la enfermera empujó la cama hacia la pared y puso encima al niño. Lo tapó y lo miró. Su cara era tan pacífica y tan de niño pequeño mientras dormía… Ciertamente, no tenía tanta importancia que fuera muy feo.
La señorita Fellowes empezó a alejarse de puntillas, pero después pensó: «¿Y si se despierta?»
Retrocedió, luchó indecisa consigo misma, suspiró y, lentamente, se metió en la cama con el pequeño.
La cama era demasiado pequeña para ella. Se sentía entorpecida e incómoda sin el dosel, pero la mano del niño se deslizó hacia la suya y, sin saber cómo, la enfermera se durmió en esa postura.
Despertó sobresaltada y con el alocado impulso de chillar, que logró ahogar en un gorjeo. El niño estaba mirándola, con los ojos muy abiertos. La enfermera tardó un largo momento en recordar que se había acostado con él; después, poco a poco, sin apartar la mirada de aquellos ojos, sacó una pierna, tocó el suelo, y luego sacó la otra.
Lanzó una rápida y recelosa mirada hacia el abierto techo, y tensó los músculos dispuesta a ponerse en pie.
Pero en ese momento los rechonchos dedos del niño se movieron y tocaron los labios de la enfermera. El pequeño dijo algo.
La señorita Fellowes retrocedió con el contacto. El niño era terriblemente feo a la luz del día.
El niño habló otra vez. Abrió la boca e hizo un gesto con la mano, como si algo brotara de sus labios.
La señorita Fellowes supuso el significado del gesto y dijo trémulamente:
—¿Quieres que cante?
El niño no dijo nada, sólo miró fijamente la boca de la mujer.
Con voz ligeramente desafinada a causa de la tensión, la señorita Fellowes inició la misma cancioncilla de la noche anterior y el niño feo sonrió. Su cuerpo se bamboleó torpe, burdamente, siguiendo el ritmo de la música, y de su boca brotó un gorgoteo que quizá fuera un asomo de risa.
La señorita Fellowes suspiró mentalmente. La música posee encantos que calman al corazón salvaje. Quizá fuera una ayuda…
—Aguarda —dijo la enfermera—. Déjame que me arregle. Sólo será un momento. Luego te prepararé el desayuno.
Actuó con rapidez, siempre consciente de la falta de techo. El niño siguió en la cama, contemplando a la mujer cuando estaba a la vista. Ella le sonreía en esas ocasiones, y agitaba su mano. Finalmente, el niño agitó también su mano, y a la señorita Fellowes le encantó el detalle.
—¿Te apetecerían gachas de avena con leche? —dijo ella por fin.
Tardó sólo unos instantes en preparar el desayuno, y luego llamó por señas al niño. Bien porque entendió el gesto, o bien porque siguió el aroma (la señorita Fellowes no podía saberlo), el pequeño salió de la cama.
Trató de enseñarle a usar la cuchara, pero el niño se apartó del utensilio, asustado. («Hay tiempo de sobra», pensó ella.) Insistió en que él levantara el tazón con las manos. El niño lo hizo con bastante torpeza e increíble chapucería, pero buena parte del desayuno llegó a su estómago.
La señorita Fellowes intentó darle la leche en un vaso en esta ocasión, y el pequeño gimió al descubrir que la pequeñez del agujero le impedía meter la cara de modo conveniente. La enfermera le tomó la mano y se la puso en torno al vaso, le obligó a inclinarlo un poco y le empujó los labios hacia el borde.
De nuevo un desastre, pero el niño aprovechó casi todo el líquido, y la señorita Fellowes ya estaba acostumbrada a los desastres.
Para sorpresa y alivio de la enfermera, el cuarto de baño fue un problema menos frustrante. El niño entendió lo que se esperaba de él.
—Buen chico. Chico listo —dijo ella, y reparó en que estaba dándole palmaditas en la cabeza.
Y con sumo placer por parte de la señorita Fellowes, el niño sonrió.
Ella pensó: «Cuando sonríe, es un niño bastante soportable.»
Ese mismo día, más tarde, llegaron los caballeros de la prensa.
La enfermera tomó en brazos al niño y éste se aferró a ella alocadamente mientras al otro lado de la abierta puerta las cámaras comenzaban a funcionar. La conmoción asustó al niño, que se puso a llorar, pero pasaron diez minutos antes que la señorita Fellowes tuviera autorización para retirarse y llevar al pequeño a la habitación contigua.
Después salió otra vez, ruborizada de indignación, cruzó la entrada de la casa de muñecas y cerró la puerta.
—Creo que ya han tenido suficiente. Me costará un rato calmar al niño. Váyanse.
—Claro, claro —dijo el caballero del
Times-Herald
—. Pero, ¿realmente hemos visto a un Neandertal, o se trata de una tomadura de pelo?