Cuentos completos (56 page)

Read Cuentos completos Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
5.67Mb size Format: txt, pdf, ePub

Obtuvo la lista. Kristow y él examinaron todas las comunicaciones científicas y artículos escritos por aquellos hombres. Convocaron una sesión plenaria de la Comisión, y luego reunieron a todos los cerebros nucleares de los Estados Unidos. Por último, el doctor Kristow salió de una sesión que había durado toda la noche, y a parte de la cual había asistido el propio presidente de la nación.

Brand le esperaba a la puerta. Ambos tenían aspecto cansado y ojeroso. El policía le preguntó:

—¿Qué dicen?

Kristow hizo un gesto de asentimiento.

—La mayor parte de ellos se muestran de acuerdo. Algunos todavía dudan, pero la mayoría está de acuerdo.

—¿Y usted qué dice? ¿Está seguro?

—Nada de eso, pero déjeme que le explique. Resulta más fácil creer que los soviéticos trabajan en la creación de un escudo protector contra los rayos gamma, que creer que todos los datos que hemos desenterrado no tienen relación entre sí.

—¿Se ha decidido que nosotros comencemos también las investigaciones sobre protección contra los rayos gamma?

—Sí.

Kristow se pasó la mano sobre el cabello, corto y enhiesto, produciendo un rumor seco, apenas perceptible.

—Concentraremos todos nuestros recursos en ella —dijo—. Conociendo los artículos escritos por los desaparecidos, no dejaremos que nos tomen mucha ventaja. Incluso podremos alcanzarlos… Naturalmente, descubrirán que trabajamos en ello.

—Que lo descubran —dijo Brand—. No importa. Así no se atreverán a atacar. No veo que sea un buen negocio arrasar diez de nuestras ciudades a cambio de diez de las suyas…, si ambos contamos con protección y ellos lo saben.

—Pero no tan pronto. No queremos que lo averigüen demasiado pronto. ¿Y qué noticias hay del Zebatinsky-Sebatinsky estadounidense?

Brand asumió un aspecto solemne y movió negativamente la cabeza.

—No existe la menor relación entre él y este asunto…, hasta ahora —dijo—. Pero le aseguro que lo hemos investigado a fondo. Estoy de acuerdo con usted, desde luego. Actualmente se encuentra en un punto neurálgico, y no podemos permitir que siga allí, aunque esté libre de sospechas.

—No podemos ponerle bonitamente de patitas en la calle. Si lo hiciésemos, los rusos se extrañarían.

—¿Qué podemos hacer?

Ambos avanzaban por el largo pasillo en dirección al distante ascensor… Sus pasos y sus voces resonaban extrañamente en el silencio de las cuatro de la madrugada.

El doctor Kristow dijo:

—He mirado su hoja de servicios. Ese muchacho vale más que otros muchos; además, no está contento con su trabajo. No le gusta trabajar en equipo.

—¿Qué sugiere usted?

—En cambio, es idóneo para el trabajo académico. Si podemos conseguir que una importante universidad le ofrezca una cátedra de Física, creo que él la aceptaría encantado. Así podría trabajar en investigaciones inofensivas; nosotros podríamos vigilarlo estrechamente, y todo parecería una consecuencia lógica, un progreso merecido en su carrera, que no sorprendería a nadie, y menos a los rusos. ¿Qué le parece?

Brand asintió.

—Excelente idea. Muy bien. La someteré al jefe.

Se metieron en el ascensor y Brand se puso a pensar en todo ello. ¡Qué final para lo que había empezado con el simple cambio de una letra en un apellido!

Marshall Sebatinsky apenas podía hablar. Con voz ahogada, dijo a su esposa:

—Te juro que no sé cómo ha podido suceder esto. Hubiera dicho que eran incapaces de diferenciarme de un detector de mesones… ¡Buen Dios, Sophie, profesor adjunto de Física en Princeton! ¿Te imaginas?

Sophie repuso:

—¿Supones tal vez que se debe a tu charla en una de las reuniones de la Asociación de Física Norteamericana?

—No lo sé. Mi comunicación era muy sosa, y todos los de la sección me gastaron bromas. —Hizo chasquear los dedos—. Por lo visto, Princeton ha estado realizando una investigación sobre mí. No hay duda. ¿Recuerdas todos esos formularios que he tenido que llenar durante los últimos seis meses; todas esas entrevistas que yo no sabía a qué conducían? Para serte sincero, te diré que empezaba a creer que me consideraban sospechoso de actividades subversivas… Pero era Princeton, que me estaba estudiando. Meditan bien lo que hacen.

—¿Y si fuese tu nombre? —apuntó Sophie—. El cambio de nombre, quiero decir.

—Verás ahora. Finalmente, mi vida profesional será mía, y de nadie más. Podré seguir mi camino. En cuanto tenga oportunidad de trabajar sin… —Se interrumpió, para volverse hacia su esposa—. ¡Mi nombre! ¿Quieres decir la «S» que me he puesto?

—Sólo te han hecho esta oferta después de cambiar el nombre, tenlo en cuenta…

—Sí, pero mucho después. No, ésa es una simple coincidencia. Ya te lo dije entonces, Sophie, me limité a tirar cincuenta dólares por la ventana para complacerte. ¡Qué estúpido me he sentido durante todos estos meses, empeñándome en imponer a todo el mundo esa dichosa «S»!

Sophie se puso inmediatamente a la defensiva.

—Yo no te obligué a hacerlo, Marshall. Sólo te dije que me gustaría que lo hicieses, pero no insistí. No digas que te obligué. Además, resulta que salió bien. Estoy segura que todo esto se debe al cambio de nombre.

Sebatinsky sonrió con indulgencia.

—No es más que una superstición.

—No me importa como lo llames, pero la verdad es que te has quedado con la «S».

—Pues sí, lo reconozco. Me ha costado tanto que todo el mundo se acostumbrase a llamarme Sebatinsky que la simple idea de volver a empezar de nuevo me asusta. ¿Y si adoptase otro nombre…, Jones, por ejemplo?

Lanzó una carcajada casi histérica.

Pero Sophie no se rió.

—Déjalo como está.

—Claro, claro…, no era más que una broma… Mira, te voy a decir lo que pienso hacer. Un día de estos iré a ver al viejo ese y le daré otros cincuenta pavos. ¿Estarás satisfecha entonces?

Se sentía tan optimista que fue a la semana siguiente, esta vez sin disfrazarse. Llevaba sus propias gafas y su traje, y la cabeza descubierta.

Incluso tarareaba una cancioncilla al aproximarse a la tienda. Tuvo que apartarse a un lado para dejar pasar a una mujer de aspecto fatigado y expresión avinagrada que empujaba un cochecito con dos niños.

Puso la mano en el picaporte y apoyó el pulgar en el pestillo de hierro. Éste no cedió a la presión ejercida. La puerta estaba cerrada con llave.

La amarilla y polvorienta tarjeta que decía «Numerólogo» había desaparecido, advirtió de pronto. Otro rótulo, impreso y que ya empezaba a retorcerse y decolorarse por la acción del sol, ostentaba las palabras «Se alquila».

Sebatinsky se encogió de hombros. Qué se le iba a hacer. Él había intentado siempre complacer a su esposa.

Así es que dio media vuelta y se fue, silbando entre dientes.

Haround, contento de verse libre de su envoltorio corporal, saltaba alegremente, y sus vórtices de energía lucían con un apagado resplandor violáceo sobre varios hiper-kilómetros cúbicos.

—¿He ganado? ¿He ganado? —iba repitiendo.

Mestack estaba algo apartado, y sus vórtices eran casi una esfera de luz en el hiperespacio.

—Todavía no lo he calculado.

—Hazlo, pues. No cambiarás en nada los resultados, por más tiempo que inviertas… Uf, qué alivio volver de nuevo al seno de la limpia y resplandeciente energía… Necesité un micro-ciclo de tiempo como cuerpo encarnado; además, era un cuerpo muy gastado y viejo. Pero valía la pena hacerlo para demostrártelo.

Mestack dijo:

—De acuerdo, reconozco que evitaste una guerra nuclear en ese planeta.

—¿Y no es eso un efecto de Clase A?

—Sí, desde luego; es un efecto de Clase A.

—Perfectamente. Ahora comprueba lo que quieras y dime si no conseguí ese efecto de Clase A con un estímulo de Clase F. Me limité a cambiar una letra de un nombre.

—¿Cómo?

—Oh, nada. Ahí está todo. Te lo he preparado.

Mestack dijo, algo a regañadientes:

—Me entrego. Un estímulo de Clase F.

—Entonces, he ganado. Tienes que admitirlo.

—Ninguno de los dos podrá decir que ha ganado cuando el Vigilante vea esto.

Haround, que había asumido la apariencia corporal de un anciano numerólogo en la Tierra y todavía no había podido acostumbrarse del todo al alivio que le producía no serlo ya, dijo:

—No parecías estar muy preocupado por eso cuando hiciste la apuesta.

—No creí que fueses capaz de aceptarla.

—¡Entropía! Pero, ¿por qué preocuparse? El Vigilante no se enterará jamás que hemos utilizado un estímulo de Clase F.

—Tal vez no, pero sí descubrirá el efecto de Clase A. Esos corpóreos seguirán por ahí aun después de una docena de microciclos. El Vigilante se dará cuenta.

—Lo que pasa, Mestack, es que tú no quieres pagar. Tratas de pasarte de listo.

—Pagaré. Pero espera a que el Vigilante se entere que hemos estado ocupándonos de un problema que no nos había asignado y que hemos efectuado un cambio no autorizado. Eso, si…

Se interrumpió.

Haround replicó:

—Bien, dejaré las cosas como estaban. Así no se enterará.

La energía de Mestack asumió un brillo socarrón.

—Necesitarás otro estímulo de Clase F, si quieres que no se entere.

Haround vaciló.

—Puedo hacerlo —dijo.

—Lo dudo.

—Te aseguro que puedo.

—¿Quieres que hagamos otra apuesta?

Las radiaciones de Mestack se hacían jubilosas.

—Aceptado —dijo Haround, acorralado—. Pondré a aquellos corpóreos donde estaban y el Vigilante no se dará cuenta de nada.

Mestack sacó partido de su ventaja.

—Anulemos la primera apuesta entonces, y tripliquemos la segunda.

A Haround se le contagió el entusiasmo del otro.

—Muy bien, de acuerdo —convino—. Triplicado.

—¡Hecho, pues!

—¡Hecho!

La última pregunta (1956)

“The Last Question”

La última pregunta se formuló por primera vez, medio en broma, el 21 de mayo de 2061, en momentos en que la humanidad (también por primera vez) se bañó en luz. La pregunta llegó como resultado de una apuesta por cinco dólares hecha entre dos hombres que bebían cerveza, y sucedió de esta manera:

Alexander Adell y Bertram Lupov eran dos de los fieles asistentes de Multivac. Dentro de las dimensiones de lo humano sabían qué era lo que pasaba detrás del rostro frío, parpadeante e intermitentemente luminoso —kilómetros y kilómetros de rostro— de la gigantesca computadora. Al menos tenían una vaga noción del plan general de circuitos y retransmisores que desde hacía mucho tiempo habían superado toda posibilidad de ser dominados por una sola persona.

Multivac se autoajustaba y autocorregía. Así tenía que ser, porque nada que fuera humano podía ajustarla y corregirla con la rapidez suficiente o siquiera con la eficacia suficiente. De manera que Adell y Lupov atendían al monstruoso gigante sólo en forma ligera y superficial, pero lo hacían tan bien como podría hacerlo cualquier otro hombre. La alimentaban con información, adaptaban las preguntas a sus necesidades y traducían las respuestas que aparecían. Por cierto, ellos, y todos los demás asistentes tenían pleno derecho a compartir la gloria de Multivac.

Durante décadas, Multivac ayudó a diseñar naves y a trazar las trayectorias que permitieron al hombre llegar a la Luna, a Marte y a Venus, pero después de eso, los pobres recursos de la Tierra ya no pudieron serles de utilidad a las naves. Se necesitaba demasiada energía para los viajes largos y pese a que la Tierra explotaba su carbón y uranio con creciente eficacia, había una cantidad limitada de ambos.

Pero lentamente, Multivac aprendió lo suficiente como para responder a las preguntas más complejas en forma más profunda, y el 14 de mayo de 2061 lo que hasta ese momento era teoría se convirtió en realidad.

La energía del Sol fue almacenada, modificada y utilizada directamente en todo el planeta. Cesó en todas partes el hábito de quemar carbón y fisionar uranio y toda la Tierra se conectó con una pequeña estación —de un kilómetro y medio de diámetro— que circundaba el planeta a mitad de distancia de la Luna, para funcionar con rayos invisibles de energía solar.

Siete días no habían alcanzado para empañar la gloria del acontecimiento, y Adell y Lupov finalmente lograron escapar de la celebración pública, para refugiarse donde nadie pensaría en buscarlos: en las desiertas cámaras subterráneas, donde se veían partes del poderoso cuerpo enterrado de Multivac. Sin asistentes, ociosa, clasificando datos con clicks satisfechos y perezosos, Multivac también se había ganado sus vacaciones y los asistentes la respetaban y originalmente no tenían intención de perturbarla.

Se habían llevado una botella y su única preocupación en ese momento era relajarse y disfrutar de la bebida.

—Es asombroso, cuando uno lo piensa —dijo Adell. En su rostro ancho se veían huellas de cansancio, y removió lentamente la bebida con una varilla de vidrio, observando el movimiento de los cubos de hielo en su interior—. Toda la energía que podremos usar de ahora en adelante, gratis. Suficiente energía, si quisiéramos emplearla, como para derretir a toda la Tierra y convertirla en una enorme gota de hierro líquido impuro, y no echar de menos la energía empleada. Toda la energía que podremos usar por siempre y siempre y siempre.

Lupov ladeó la cabeza. Tenía el hábito de hacerlo cuando quería oponerse a lo que oía, y en ese momento quería oponerse; en parte porque había tenido que llevar el hielo y los vasos.

—No para siempre —dijo.

—Ah, vamos, prácticamente para siempre. Hasta que el Sol se apague, Bert.

—Entonces no es para siempre.

—Muy bien, entonces. Durante miles de millones de años. Veinte mil millones, tal vez. ¿Estás satisfecho?

Lupov se pasó los dedos por los escasos cabellos como para asegurarse que todavía le quedaban algunos y tomó un pequeño sorbo de su bebida.

—Veinte mil millones de años no es «para siempre».

—Bien, pero superará nuestra época, ¿verdad?

—También la superarán el carbón y el uranio.

—De acuerdo, pero ahora podemos conectar cada nave espacial individualmente con la Estación Solar, y hacer que vaya y regrese de Plutón un millón de veces sin que tengamos que preocuparnos por el combustible. No puedes hacer eso con carbón y uranio. Pregúntale a Multivac, si no me crees.

Other books

Jack and Mr. Grin by Prunty, Andersen
Blood Lust and The Slayer by Vanessa Lockley
The Naked Prince by Sally MacKenzie
Shattered (Shattered #1) by D'Agostino, Heather
Memoria del fuego II by Eduardo Galeano
The Gentleman's Quest by Deborah Simmons
walker saga 07 - earth by eve, jaymin
Longbourn to London by Beutler, Linda
The Death of Dulgath by Michael J. Sullivan