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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (55 page)

BOOK: Cuentos completos
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—El mismo que ahora tiene, pero escrito con «S».

—¿Quiere usted decir que cambie la inicial? ¿Que convierta la «Z» en una «S»? ¿Con eso basta?

—Sí, con eso es suficiente. Mientras el cambio sea adecuado, es más seguro y conveniente que no sea muy grande.

—Pero, ¿cómo puede afectar a mi vida ese cambio?

—¿Cómo afectan los nombres a la vida de sus poseedores? —preguntó quedamente el numerólogo—. Francamente, no lo sé. Pero ejercen cierta influencia, eso es todo cuanto puedo decirle. Recuerde que le dije que no le garantizaba el resultado. Naturalmente, si no desea realizar el cambio, dejemos las cosas como están. Pero, en ese caso, no puedo reembolsarle la cantidad. Zebatinsky preguntó:

—¿Entonces, qué tengo que hacer? ¿Decir a todo el mundo que mi nombre se escribe con «S»?

—Si quiere mi consejo, consúltelo con un abogado. Cambie de nombre legalmente. Él le aconsejará sobre los detalles.

—¿Cuánto tiempo se necesitará? Quiero decir, ¿cuánto tiempo hará falta para que mi situación empiece a mejorar?

—¿Cómo quiere que lo sepa? Tal vez mañana empiece a mejorar. O tal vez nunca.

—Pero usted ve el futuro. Al menos, eso es lo que pretende.

—No me confunda con los que miran bolas de cristal. No, no, doctor Zebatinsky. Lo único que me proporciona mi computadora es una serie de números cifrados. Puedo darle una lista de probabilidades, pero le aseguro que no veo imágenes del futuro.

Zebatinsky giró sobre sus talones y abandonó rápidamente el lugar. ¡Cincuenta dólares por cambiar una letra! ¡Cincuenta dólares por Sebatinsky! ¡Señor, qué nombre! Peor que Zebatinsky.

Tuvo que transcurrir otro mes antes que se decidiese a ir a ver a un abogado. Mas por último fue.

Se consoló con la idea que siempre estaba a tiempo de cambiarse de nuevo el nombre.

«No se pierde nada con probar», se dijo.

Qué diablos, no había ninguna ley que lo impidiera.

Henry Brand hojeó cuidadosamente el expediente, con el ojo clínico de un hombre que llevaba catorce años en las fuerzas de Seguridad. No le hacía falta leerlo palabra por palabra. Cualquier particularidad hubiera saltado de las páginas a sus ojos.

—Este hombre me parece intachable —dijo.

Henry Brand también era un hombre de aspecto intachable, con su ligera obesidad y su cara sonrosada y fresca. Era como si el continuo contacto con toda clase de miserias humanas, desde la ignorancia a la posible traición, le hubiese obligado a lavarse con más frecuencia, gracias a lo cual su rostro mostraba aquella tersura.

El teniente Albert Quincy, que le había traído el expediente, era joven y se sentía embargado por la responsabilidad de ser oficial de las fuerzas de Seguridad en la comisaría de Hanford.

—Pero, ¿por qué Sebatinsky? —preguntó.

—¿Por qué no?

—Porque no tiene pies ni cabeza. Zebatinsky es un nombre extranjero, y yo me lo cambiaría si lo tuviese, pero buscaría un patronímico anglosajón, por ejemplo. Si Zebatinsky lo hubiese hecho, la cosa tendría sentido, y yo ni siquiera volvería a pensar en ello. Pero, ¿por qué cambiar una «Z» por una «S»? Me parece que hay que buscar otras razones.

—¿Nadie se lo ha preguntado directamente?

—Sí. En el curso de una conversación ordinaria, desde luego. Es lo primero que preparé. Él se limitó a decir que estaba harto de estar a la cola del alfabeto.

—Es una razón plausible, ¿no le parece, teniente?

—Desde luego. Pero, en ese caso, ¿por qué no cambiarse el nombre por el de Sands o Smith, si se había encaprichado por la «S»? O si estaba tan cansado de la «Z», última letra del alfabeto, ¿por qué no irse al otro extremo y cambiarla por una «A»? ¿Por qué no adoptar el nombre de… Aarons, por ejemplo?

—No es lo bastante anglosajón —murmuró Brand, añadiendo—: Pero la conducta de este hombre es intachable. No podemos acusar a nadie por escoger un nombre extraño.

El teniente Quincy se mostraba visiblemente decepcionado.

Brand prosiguió:

—Dígame, teniente, ¿qué le preocupa? Estoy seguro que piensa en algo; alguna teoría, algún subterfugio. ¿En qué piensa?

El teniente frunció el ceño. Sus rubias cejas se juntaron y apretó los labios.

—Verá usted, señor. Ese hombre es ruso.

—No lo es —repuso Brand—. Es un estadounidense de tercera generación.

—Quiero decir que su nombre es ruso.

La expresión de Brand perdió algo de su engañosa blandura.

—Nada de eso, teniente; se ha vuelto a equivocar. Es polaco.

El teniente extendió las manos con impaciencia.

—Da lo mismo.

Brand, cuya madre se apellidaba Wiszewsky de soltera, barbotó:

—No diga nunca eso a un polaco, teniente… —Luego añadió, pensativo—: Ni tampoco a un ruso, supongo.

—Lo que yo quería decir, señor —dijo el teniente, poniéndose colorado—, es que tanto los polacos como los rusos están al otro lado de la Cortina de Acero.

—Eso ya lo sabemos.

—Y que Zebatinsky o Sebatinsky, como usted prefiera llamarle, debe tener parientes allí.

—Le repito que es de tercera generación. Sí, puede que aún tenga primos segundos allí. ¿Y qué?

—Eso, en sí, no significa nada. Millares de personas tienen parientes lejanos en esos países. Pero Zebatinsky ha cambiado de nombre.

—Prosiga.

—¿Y si con ello tratase de no llamar la atención? Tal vez tiene allí un primo segundo que se está haciendo demasiado famoso y nuestro Zebatinsky teme que esa relación de parentesco pueda perjudicar a su carrera.

—Pero cambiar de nombre no le resuelve nada. Sigue siendo igualmente su primo segundo.

—Desde luego, pero no será como si nos metiese su parentesco por las narices.

—¿Conoce usted a algún Zebatinsky del otro lado de la Cortina?

—No, señor.

—Entonces, no debe de ser tan famoso como usted dice. ¿Y cómo iba a conocer su existencia nuestro Zebatinsky?

—Tal vez mantiene el contacto con sus parientes. Eso ya daría pábulo a sospechas de por sí, pues recuerde usted que se trata de un físico atómico.

Metódicamente, Brand volvió a repasar el expediente del científico.

—Eso está muy traído por los pelos, teniente. Es algo tan hipotético que no nos sirve de nada.

—¿Puede usted ofrecer alguna otra explicación, señor, de los motivos que le han inducido a efectuar un cambio de nombre tan curioso?

—No, no puedo, lo reconozco.

—En ese caso, señor, creo que deberíamos investigar. Debemos empezar localizando a todos los Zebatinsky del otro lado de la Cortina y viendo si existe una relación entre ellos y el nuestro. —El teniente elevó ligeramente la voz al ocurrírsele una nueva idea—. ¿Y si cambiase de nombre para apartar la atención de ellos, con el fin de protegerlos?

—Yo diría que hace exactamente lo contrario.

—Tal vez no se da cuenta, pero su motivo principal pudiera ser el deseo de protegerlos.

Brand suspiró.

—Muy bien, investigaremos eso de los Zebatinsky europeos… —dijo—. Pero si no resulta nada de ello, teniente, abandonaremos el asunto. Déjeme el expediente.

Cuando la información llegó finalmente al despacho de Brand, éste se había olvidado por completo del teniente y sus especulaciones. Lo primero que se le ocurrió al recibir un montón de datos entre los que se incluían diecisiete biografías de otros tantos ciudadanos polacos y rusos que respondían al nombre de Zebatinsky, fue decir: «¿Qué demonios es esto?»

Entonces lo recordó, juró por lo bajo y empezó a leer.

Empezó por los Zebatinsky estadounidenses. Marshall Zebatinsky (huellas dactilares y todo) había nacido en Buffalo, Nueva York (fecha, estadísticas del hospital). Su padre también había nacido en Buffalo, y su madre en Oswego, Nueva York. Sus abuelos paternos eran oriundos de la ciudad polaca de Bialystok (fecha de entrada en los Estados Unidos, fecha en que le fue concedida la ciudadanía estadounidense, fotografías.)

Los diecisiete ciudadanos polacos y rusos que se apellidaban Zebatinsky descendían todos ellos de otros Zebatinsky que, cosa de medio siglo antes, habían vivido en Bialystok, o en sus proximidades. Muy posiblemente eran todos parientes, pero eso no se afirmaba explícitamente en ningún caso particular. (Los censos que se habían realizado en la Europa Oriental después de la Primera Guerra Mundial dejaban mucho que desear.)

Brand repasó las biografías de los Zebatinsky de ambos sexos cuyas vidas no ofrecían nada de particular (era sorprendente lo bien que habían realizado aquel trabajo los servicios de información; sin duda los rusos lo hubieran hecho igualmente bien.) Pero cuando llegó a uno se detuvo y su frente se arrugó, al arquear las cejas. Apartó aquella biografía y siguió leyendo las restantes. Cuando terminó, las volvió a meter todas en el sobre, a excepción de la que había apartado.

Sin dejar de mirarla, tamborileó con sus cuidadas uñas sobre la mesa.

Con cierta renuencia se decidió a llamar al doctor Paul Kristow, de la Comisión de Energía Atómica.

El doctor Kristow escuchó la exposición del asunto con expresión pétrea. De vez en cuando se rascaba la bulbosa nariz con el meñique, como si quisiera quitar de ella una mota inexistente. Tenía los cabellos de un color gris acerado, muy escasos y cortados casi al cero. Prácticamente, era como si fuese totalmente calvo.

Cuando su interlocutor hubo terminado, dijo:

—No, no conozco a ningún Zebatinsky ruso. Aunque, por otra parte, tampoco había oído mencionar hasta ahora al norteamericano.

—Verá usted —dijo Brand, rascándose el cuero cabelludo sobre la sien—. Yo no creo que haya nada de particular en todo esto, pero tampoco deseo abandonarlo demasiado pronto. Tengo a un joven teniente pisándome los talones, y ya sabe usted cómo son esos jóvenes oficiales. Sería capaz de presentarse por su cuenta ante un comité del Congreso. Además, la verdad es que uno de los Zebatinsky rusos, Mijaíl Andreyevich Zebatinsky, también es físico nuclear. ¿Está usted seguro que nunca ha oído hablar de él?

—¿Mijaíl Andreyevich Zebatinsky? No… No, nunca. Aunque eso no demuestra nada.

—Podría ser una simple coincidencia, pero sería una coincidencia demasiado curiosa. Un Zebatinsky aquí y otro Zebatinsky allí, ambos físicos nucleares, y he aquí que uno se cambia de repente la inicial de su nombre y demuestra gran ansiedad al hacerlo. Se enfada si lo pronuncian mal, en cuyo caso, dice con énfasis: «Mi nombre se escribe con “S”». Resulta demasiado raro en verdad, y mi teniente, que ve espías por todas partes, no duerme pensando en ello… Y otra cosa curiosa es que el Zebatinsky ruso se esfumó sin dejar rastro hará cosa de un año.

El doctor Kristow dijo sin inmutarse:

—Lo habrán liquidado en una purga.

—Es posible. En circunstancias normales, eso es lo que yo supondría, aunque los rusos no son más estúpidos que nosotros, y no matan a tontas y a locas a los físicos nucleares. Sin embargo, existe otra razón para explicar la desaparición súbita de un físico atómico. No creo que haga falta que se la diga.

—¿Que le hayan destinado a una misión ultra secreta? ¿Es eso lo que quiere decir? ¿Cree usted que podría ser eso?

—Júntelo con todo lo demás que sabemos, añádale las sospechas de nuestro teniente, y hay para empezar a cavilar.

—Déme esa biografía.

El doctor Kristow tendió la mano para apoderarse de la hoja de papel y la leyó dos veces, moviendo la cabeza. Luego dijo:

—Comprobaré todo esto en los Resúmenes Nucleares.

Los Resúmenes Nucleares ocupaban toda una pared del estudio del doctor Kristow, en hileras cuidadosamente colocadas en cajitas, cada una de las cuales estaba repleta de microfilmes.

El ilustre miembro de la Comisión de Energía Atómica introdujo los índices en el proyector, mientras Brand contemplaba la pantalla haciendo acopio de paciencia.

El doctor Kristow murmuró al fin:

—Sí, un tal Mijaíl Zebatinsky publicó media docena de artículos, firmados por él o escritos en colaboración, en las revistas soviéticas especializadas de los últimos seis años. Buscaremos los resúmenes y tal vez saquemos algo en claro. Aunque lo dudo.

Un selector hizo salir los microfilmes solicitados. El doctor Kristow los alineó, los pasó por el proyector y poco a poco una expresión de asombro fue pintándose en su semblante. De pronto dijo:

—¡Qué raro!

—¿Raro? ¿Qué es raro? —le preguntó Brand.

El doctor Kristow se arrellanó en su asiento.

—Aún no me atrevo a asegurarlo. ¿Podría proporcionarme una lista de otros físicos nucleares que hayan desaparecido en la Unión Soviética durante el año pasado?

—¿Quiere usted decir que ve algo?

—Aún no. No vería nada si leyese esos artículos por separado. Pero al verlos en su conjunto y al saber que su autor participa posiblemente en un programa de investigación secreto, además de las sospechas que usted ha despertado en mí… —Se encogió de hombros—. En realidad no es nada.

Muy serio, Brand le dijo:

—Le agradecería que me dijese lo que piensa. No se pierde nada en saberlo; aunque sea una tontería, sólo lo sabremos usted y yo.

—En ese caso… Es posible que este Zebatinsky haya conseguido aportar algunas ideas al problema que presenta la reflexión de los rayos gamma.

—¿Y eso qué significa?

—Se lo voy a decir: si pudiese crearse un escudo que reflejase los rayos gamma, se podrían construir refugios individuales que protegerían contra la radiación secundaria. El verdadero peligro, como usted sabe, es la radiación secundaria. Una bomba de hidrógeno puede aniquilar a una ciudad, pero los desechos radiactivos resultantes de la explosión atómica pueden matar lentamente a todo cuanto viva sobre una franja de miles de kilómetros de longitud y de cientos de kilómetros de anchura.

Brand se apresuró a decir:

—¿Realizamos nosotros trabajos en ese sentido?

—No.

—Pero si ellos lo obtienen y nosotros no, podrán destruir totalmente los Estados Unidos por el precio de diez ciudades de las suyas, digamos, una vez hayan terminado su programa de refugios contra la radiación secundaria.

—Esa posibilidad aún es muy lejana… ¿No cree usted que estamos haciendo castillos en el aire? Todas esas sospechas se basan en un simple cambio de una letra en el apellido de una persona…

—De acuerdo, estoy loco —dijo Brand—. Pero no pienso dejar las cosas así. Hemos llegado demasiado lejos. Tendrá usted su lista de físicos nucleares desaparecidos, aunque tenga que ir a buscarla a Moscú.

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