Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
Sheffield no estaba muy seguro, pero de pronto deseó ir en aquella expedición, llevándose a Mark consigo. Así podría estudiar a un mnemotécnico en un medio completamente desusado y si Mark consiguiese resolver el misterio…
Desde el primer momento, se dio por sentada la existencia de un misterio. La gente no se muere de gripe. Además, al no haber aterrizado la nave médica, no pudo comprobarse verdaderamente lo que pasaba. El médico que la dirigía había muerto ya hacía treinta y siete años, pues de lo contrario hubiera tenido que comparecer ante un consejo de guerra.
Si Mark ayudaba a resolver el enigma, el Servicio Mnemotécnico saldría enormemente reforzado. El Gobierno no podría por menos que estarle agradecido. Pero a la sazón…
Sheffield se preguntó si Cimon sabía cómo se había descubierto la historia de la primera colonia. Estaba convencido de que el resto de la tripulación lo ignoraba. Era un asunto que el Departamento prefería no divulgar.
Tampoco sería político utilizar aquella historia como una palanca para arrancarle concesiones a Cimon. Si la corrección que Mark había hecho del «estúpido error» del Departamento (así sería indudablemente como lo llamarla la oposición) recibiese demasiada publicidad, el Departamento se encontraría en un aprieto. Si sus hombres sabían ser agradecidos, también sabían vengarse, llegado el caso. Y no sería raro que tratasen de tomarse el desquite contra el Servicio Mnemotécnico. Sin embargo…
Sheffield se levantó con su decisión formada.
—Bien, Mark, yo te llevaré al antiguo emplazamiento de la colonia. Iremos los dos. Ahora tú siéntate aquí y espérame. Prométeme que no intentarás hacer nada por tu cuenta.
—Lo prometo —dijo Mark, sentándose de nuevo en su litera.
—Bien, doctor Sheffield, ¿qué ocurre? —preguntó Cimon. El astrofísico estaba sentado ante su mesa, donde papeles y películas formaban pilas cuidadosamente alineadas junto a un pequeño integrador Macfreed, y miró cómo Sheffield cruzaba el umbral.
Sheffield se sentó al desgaire sobre el cobertor de la litera de Cimon, que estaba cuidadosamente alisado. Se dio cuenta de la mirada de disgusto que le dirigió Cimon, pero no le hizo el menor caso. A decir verdad, casi le gustó desarreglarle la cama. Dijo entonces:
—No estoy de acuerdo con la elección que ha hecho usted de los hombres que irán a la antigua colonia. Según parece, ha designado usted a dos para las ciencias físicas y a tres para las ciencias biológicas. ¿No es eso?
—Sí.
—Con esto, supongo que imagina haberlo abarcado todo, como una ovospora Danielski durante el perihelio.
—¡Por todos los astros! ¿Tiene alguna otra sugerencia que hacerme? —Me gustarla ir yo también. —¿Por qué?
—En el grupo no hay nadie que se ocupe de las ciencias mentales.
—¡Las ciencias mentales! ¡Por la Galaxia! Doctor Sheffield, cinco hombres ya constituyen un riesgo demasiado grande. En realidad, doctor, usted y su… ejem… pupilo fueron asignados al personal científico de esta nave por orden del Departamento de Provincias Exteriores y sin consulta previa conmigo. Le seré franco. Si me hubiesen consultado, yo les hubiera desaconsejado que viniesen con nosotros. No comprendo qué tienen que hacer las ciencias mentales en una empresa como esta que, después de todo, es puramente física. Es una verdadera lástima que el Departamento desee hacer pruebas con los mnemotécnicos en una ocasión como esta. No podemos permitir que se repitan escenas como la que acaba de protagonizar su Mark con Rodríguez.
Esto hizo comprender a Sheffield que Cimon no sabía nada de la relación que tenía Mark con la decisión de enviar aquella misión especial de reconocimiento.
Se incorporó con las manos sobre las rodillas y los codos adelantados y un aire de helada solemnidad cayó sobre él. —De modo que se pregunta usted cuál pueda ser el papel de las ciencias mentales en una investigación como esta, doctor Cimon. ¿Y si le dijese que el fin de la primera colonia tal vez pueda explicarse en sencillos términos psicológicos? —No me impresionaría. Un psicólogo es un hombre que puede explicarlo todo y que no demuestra nada.
Cimon sonrió como un hombre que ha compuesto un epigrama y está orgulloso de él.
Pero Sheffield hizo caso omiso.
—Permítame que le pregunte detalles —dijo—. ¿Cuáles son
las diferencias que separan a Júnior de uno cualquier de los ochenta y tres mil mundos habitados que existen?
—Nuestros informes son aún incompletos. No puedo responderle. —Vamos, hombre. Usted ya poseía los informes necesarios incluso antes de venir aquí. Júnior tiene dos soles. —Desde luego.
Pero el astrofísico mostró cierto desconcierto en su expresión. —Soles de distinto color, recuerde. De distinto color. ¿Sabe usted lo que eso significa? Pues que un ser humano, para el caso usted o yo, de pie bajo el pleno resplandor de ambos soles, produciría dos sombras; una de color verle azulado y la otra rojo anaranjado. La longitud de ambas variaría, naturalmente, de acuerdo con la hora del día. ¿Ya se ha tomado usted la molestia de comprobar la distribución de los colores en estas sombras? El… ¿cómo le llaman ustedes?… espectro de reflexión. —No hace falta —dijo Cimon, muy envarado—, pues sería poco más o menos el mismo que el espectro de radiación de los soles. ¿Adónde quiere ir a parar?
—Debería comprobarlo. ¿Y si el aire hubiese absorbido algunas longitudes de onda? ¿O la vegetación? ¿Qué nos quedaría? Pasemos ahora a la luna de Júnior… a esa que llamamos Sister. Estas últimas noches me he dedicado a observarla. También es coloreada y los colores cambian de posición.
—Naturalmente, hombre incrédulo. Pasa por sus fases de manera independiente con cada sol.
—¿Tampoco ha comprobado usted su espectro de reflexión? —Tenemos archivados los datos en alguna parte. No ofrecen ningún interés. ¿Y en qué puede interesarle a usted?
—Mi querido doctor Cimon, es un hecho psicológico bien establecido el que las combinaciones de rojo y de verde ejercen un efecto deletéreo sobre la estabilidad mental. Tenemos aquí un caso en que la imagen cromopsíquica roja—verde, y perdóneme el empleo de este término técnico, es inevitable y se presenta bajo unas circunstancias que parecen totalmente antinaturales a la mente humana. Es muy posible que la cromopsicosis alcance el nivel fatal induciendo la hipertrofia de los folículos trinitarios, con la consiguiente catatonia cerebral. Cimon se veía desbordado.
—Nunca había oído hablar de eso —musitó. —Naturalmente —dijo Sheffield. Ahora le tocaba a él mostrarse envarado—. Usted no es un psicólogo. Espero que no irá a poner en duda mis opiniones profesionales.
—Pues no faltaba más. Pero de los últimos informes de la expedición se deduce claramente que murieron a causa de una especie de enfermedad respiratoria.
—Exacto, pero Rodríguez niega esa posibilidad y usted se ha inclinado ante su opinión profesional.
—Yo no afirmo que fuese una enfermedad respiratoria; he dicho que parecía como si lo fuese. ¿Y cómo hace usted encajar con esto su cromo… etcétera? Sheffield movió la cabeza.
—Ustedes, los profanos en psicología, tienen arraigados prejuicios. Si bien le concedo que existió un efecto físico, eso no excluye la posibilidad de que hubiese una causa mental. El punto más convincente de mi teoría es que se sabe que la cromopsicosis rojo—verde se presenta primero como una infección respiratoria psicógena. Supongo que usted no conocerá la psicogenética.
—No. Está fuera de mi especialidad.
—Ya me lo suponía. Pues bien, mis cálculos demuestran que bajo la elevada presión a que se halla el oxígeno en este mundo, la infección respiratoria psicógena es inevitable y particularmente grave. Por ejemplo, habrá usted observado a Sister durante las últimas noches.
—Sí, he observado a Ilium.
Cimon no se olvidó de llamar al satélite por su nombre oficial ni siquiera en aquel momento.
—¿Lo ha observado usted con atención y durante períodos prolongados? ¿Utilizando aumentos?
—Sí.
Cimon empezaba a sentirse inquieto.
—Ajajá —exclamó Sheffield—. ¿Y se ha percatado usted de que los colores de la luna se han hecho particularmente virulentos durante las últimas noches? Al propio tiempo, sin duda habrá observado una pequeñísima inflamación de la mucosa nasal, junto con un ligero escozor de garganta. No es nada doloroso todavía, supongo. ¿Ha tosido o ha estornudado? ¿Le duele un poco la garganta al tragar saliva?
—Creo quo yo…
Cimon tragó saliva y luego contuvo el aliento bruscamente, tratando de averiguarlo.
Entonces se puso en pie de un salto, con los puños apretados y los labios temblorosos.
—¡Por la gran Galaxia! Sheffield, no tiene usted derecho a guardarse lo que sepa sobre esto. Sí, efectivamente, lo noto. ¿Qué tengo que hacer, Sheffield? Supongo que no será incurable. Por Júpiter, Sheffield —su voz se hizo aguda—, ¿por qué no nos lo dijo antes?
—Porque —repuso Sheffield con flema— no hay ni una palabra de verdad en cuanto he dicho. Ni una sola. Los colores son inofensivos. Siéntese, doctor Cimon, y no pierda usted la cabeza.
—Pero usted decía —tartamudeó Cimon muy confuso y con una voz ahogada— que, según su opinión profesional…
—¡Mi opinión profesional! ¡Espacio y cometitas, Cimon! ¿Qué tiene de mágico una opinión profesional? Quien la emite puede estar mintiendo o puede ser un ignorante total, que desconoce incluso los detalles de su especialidad. Un profesional puede equivocarse por desconocer otras especialidades. Puede estar seguro de acertarla y no obstante equivocarse de medio a medio… Usted, por ejemplo. Usted sabe cómo funciona el Universo y en cambio yo no sé una palabra de eso, como no sea que una estrella es un cuerpo celeste que parpadea y que un año—luz es algo muy largo. Sin embargo, usted se traga una cháchara psicológica sin pies ni cabeza que haría reír a un estudiante de segundo grado. ¿No cree, Cimon, que ya va siendo hora de que pensemos menos en las opiniones y valías profesionales y más en coordinar nuestros esfuerzos?
El color abandonó lentamente las facciones de Cimon, que se volvieron pálidas como la cera. Con labios temblorosos, susurró: —Amparado en su prestigio profesional, usted se ha burlado de mí.
—Sí, poco más o menos es esto —dijo Sheffield.
—Yo nunca, nunca… —Cimon empezó a dar boqueadas, incapaz de continuar—. Yo nunca he visto nada tan cobarde e indecente. —Quería demostrarle algo.
—Pues lo ha conseguido. Lo ha conseguido. —Cimon se reponía lentamente y su voz casi volvía a ser normal—. Quiere usted que ese muchacho confiado a su cuidado venga con nosotros.
—Exactamente.
—No, no y no. Ya tenía mi decisión formada antes de que usted viniese y lo que ha ocurrido no ha hecho más que afianzarla.
—¿Por qué motivo? Me refiero a la decisión tomada antes de que yo viniese. —Es un psicópata. No podemos correr el riesgo de agregarlo a personas normales. Ceñudo, Sheffield dijo:
—Le agradeceré que no emplee la palabra psicópata. No tiene usted competencia para emplearla. Ya que es usted tan escrupuloso en todo lo tocante a la ética profesional, procure no meterse en el terreno de mi especialidad en mi presencia. Mark Annuncio es perfectamente normal.
—¿Después de aquella escena con Rodríguez? ¡Qué cosas hay que oír!
—Mark estaba en su perfecto derecho al hacerle esa pregunta. Su misión y su deber era hacérsela. Quien no tenía derecho a contestarle como lo hizo, fue Rodríguez.
—Si a usted no le importa, yo siento más consideración por Rodríguez.
—¿Por qué? Mark Annuncio sabe mucho más que él. En realidad, sabe más que usted y que yo. ¿Trata usted de conseguir un informe inteligente o de satisfacer una pequeña vanidad?
—Sus afirmaciones acerca de lo que sabe ese muchacho me dejan frío. Sí, reconozco que es un perfecto loro. Pero de eso a que entienda las cosas que aprende, media un abismo. Yo tengo el deber de facilitarle datos, porque el Departamento me lo ha ordenado. No me consultaron, pero da lo mismo. Yo colaboraré hasta aquí y no más. Le facilitaré todos los datos en la nave, no fuera de ella.
—Comete usted una equivocación, Cimon —observó Sheffield—. Mark debiera ir allí. Puede ver cosas que pasen desapercibidas para nuestros preciosos especialistas.
—Es muy probable —repuso Cimon con frialdad—. Pero sigo diciendo que no, Sheffield. Ninguno de sus argumentos conseguirá persuadirme.
El astrofísico, enfurruñado, contraía la nariz hasta que la punta palidecía.
—¿Porque me he burlado de usted?
—Porque ha faltado a la primera obligación de un profesional. Ningún profesional que se respete utilizará su especialidad para aprovecharse de la inocencia de un colaborador de otra especialidad.
—Así, yo me burlé de usted… Cimon desvió la mirada.
—Ahora le ruego que se vaya. Durante el resto del viaje no habrá más relación entre nosotros que la de los asuntos de trámite más urgentes.
—Si me voy —dijo Sheffield—, tal vez el resto de nuestros colegas terminen por enterarse de esto.
Cimon dio un respingo.
—¿Piensa usted repetir lo que aquí ha pasado? —Una fría sonrisa apareció en sus labios, que no tardó en hacerse desdeñosa—. Con esto no haría más que ponerse en evidencia y mostrarse tal cual es.
—Oh, no creo que llegasen a creerlo ni se lo tomasen en serio. Ya se sabe que los psicólogos somos unos guasones. Además, suponiendo que lo creyeran, se morirían de risa al pensar en usted. Ahí es nada, el impresionabilísimo doctor Cimon convencido de que tenía anginas y pidiendo piedad a gritos después de escuchar unas cuantas palabras sin ton ni son.
—Pero ¿quién va a creerle? —exclamó Cimon.
Sheffield levantó la mano derecha. Entre el índice y el pulgar llevaba un pequeño objeto rectangular provisto de una hilera de pequeños interruptores de presión.
—Un grabador de bolsillo —dijo. Tocó uno de los botones y de pronto resonó la propia voz de Cimon que decía: «Bien, doctor Sheffield, ¿qué pasa?»
La voz sonaba pomposa, perentoria y hasta un poco afectada. —¡Deme eso! —vociferó Cimon, precipitándose hacia el alto y huesudo psicólogo.
Sheffield le contuvo.
—No trate de emplear la fuerza, Cimon. He sido un buen luchador amateur. Mire, voy a hacer un trato con usted. Cimon continuaba debatiéndose y tratando de alcanzarlo, olvidándose por completo de su dignidad, jadeando y resoplando de furia. Sheffield lo mantenía a distancia con el brazo extendido, mientras retrocedía lentamente.