Cuentos completos (324 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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Sintió un escalofrío de emoción al pensar en la ingente montaña de datos que le aguardaban. Su mente, para él, era un tremendo catálogo con índice de materias, índice de títulos e índice de autores. La veía extendiéndose indefinidamente en todas direcciones. Pulcra. Suave. Bien engrasada. Un mecanismo de precisión.

Al pensar en los desvanes polvorientos que los legos llamaban mentes, casi se rió. Incluso le parecía un desván la mente del doctor Sheffield, a pesar de ser éste un gran erudito tratándose de un lego. A veces se esforzaba y casi llegaba a comprender. Los demás, sus restantes compañeros de a bordo, tenían mentes que apenas pasaban de ser cuartos de trastos viejos. Desvanes polvorientos con el techo cayéndose a pedazos y el piso cubierto de cachivaches; y de éstos sólo podían alcanzarse los que estaban encima.

¡Pobres imbéciles! Les hubiera tenido lástima de no haberse mostrado tan altaneros. Si supiesen cómo eran en realidad… Si se diesen cuenta…

Siempre que podía, Mark se acercaba a los puestos de observación para ver cómo crecían a ojos vistas los nuevos mundos. Pasaron muy cerca del satélite Ilium. Cimon, el astrofísico, tenía mucho cuidado en llamar siempre a su punto de destino planetario «Troas» y al satélite «Ilium», pero los demás les llamaban «Júnior» y «Sister», respectivamente. En el lado opuesto de los dos soles, o sea en el otro extremo de la eclíptica, había un grupo de asteroides. Cimon los bautizó con el nombre de «Lagrange Epsilón», pero los demás los llamaban «Los Cachorros».

Mark pensaba en todo esto, vagamente y de forma simultánea, cuando el nombre de «Ilium» cruzó por su mente. Apenas le hizo caso, dejándolo pasar como un material que no ofrecía interés inmediato. De una manera aún más vaga, y aún más abajo de su nivel de consciencia mental, se agitaban confusamente otros quinientos nombres cambiados que constituían otras tantas curiosidades de la nomenclatura astronómica. Algunos los había encontrado en el curso de sus lecturas, otros los había oído en los programas subetéricos, y en cuanto a los restantes los había oído mencionar en conversaciones ordinarias o los había leído en algunos informes y noticiarios. El material podía haberle sido comunicado directamente o podía ser una palabra escuchada sin prestar demasiada atención. Pero incluso el cambio del nombre George G. Grundy por Triple G estaba archivado en algún oscuro rincón de su enciclopédica mente.

Sheffield le había interrogado a veces acerca de sus procesos mentales… de una manera muy cariñosa y con cautela. —Queremos tener más como tú, Mark, en el Servicio Mnemotécnico. Necesitamos varios millones. Miles de millones, en realidad, cuando la raza humana ocupe toda la Galaxia, cosa que sucederá algún día. Pero, ¿de dónde los sacaremos? No basta confiar en el talento natural. Todos lo poseemos en mayor o menor grado. Lo que cuenta es la educación de estas facultades y si no podemos saber mejor en qué consisten, no sabremos cómo educarlas.

Y apremiado por Sheffield, Mark se dedicó a observarse, a escucharse, a sondear su interior, tratando de analizarse. Así se enteró de los archivadores que tenía en la cabeza. Los vio desfilar ante sus ojos. Observó cómo surgían los datos aislados obedeciendo a su llamada, siempre dispuestos instantáneamente. Era difícil describir sus procesos, pero él se esforzó por hacerlo.

Con ello, aumentó su propia confianza. La angustia que había experimentado en su infancia y durante los primeros años en el Servicio fue disminuyendo. Dejó de despertarse a medianoche, bañado en sudor, gritando a causa del miedo que tenía de olvidar. Y sus jaquecas cesaron.

Vio cómo Ilium crecía en la portilla. Era más brillante de lo que se hubiera imaginado que pudiese ser una luna. Las cifras del albedo de trescientos planetas habitados cruzaron su mente, ordenadamente dispuestas en orden decreciente. Apenas rozaron su epidermis mental y él les hizo caso omiso.

Aquel brillo que le hacía parpadear estaba concentrado en aquellas manchas vastas y de forma irregular que, según Cimon había dicho —él escuchó cuando respondía cansadamente a una pregunta—, fueron en otro tiempo el fondo de unos mares. Un hecho surgió en el cerebro de Mark. El informe original de Hidosheki Makoyama afirmaba que la composición de aquellas sales brillantes era de un 78,6% de cloruro de sodio, un 19,2% de carbonato de magnesio y de un 1,4% de sulfato de potasa… La idea se desvaneció. Era innecesaria.

Ilium poseía una atmósfera. Su presión era de unos 100 milímetros de mercurio. Poco más de un octavo de la terrestre, diez veces la de Marte, un 0,1376 de la de Aurora. Dejó perezosamente que los decimales siguiesen creciendo. Era una forma de ejercicio, pero le aburría. La aritmética instantánea era algo que ya se aprendía en quinto curso. A decir verdad, él aún tenía ciertas dificultades con los integrales y se preguntaba si ello no se debería a que no sabía qué era un integral. Cruzaron por su mente como una exhalación media docena de definiciones, pero él nunca había sabido bastantes matemáticas para entenderlas, aunque las podía citar perfectamente.

En la escuela siempre les habían dicho: «No sintáis nunca demasiado interés por una cosa o una disciplina determinadas. Tan pronto como incurráis en esta falta, empezaréis a seleccionar los datos y esto hay que evitarlo a toda costa. Todo, cualquier cosa es importante. Con tal de que tengáis los hechos archivados, poco importa que los entendáis o no.

Pero los legos no opinaban así. ¡Mentes altaneras llenas de lagunas!

Se estaban aproximando a Júnior. También era brillante, pero con un brillo distinto. Éste provenía de los casquetes polares del norte y del sur. La mente de Mark evocó manuales sobre paleo—climatología terrestre y el muchacho no hizo nada por retenerlos en su precipitada carrera. Los casquetes polares estaban en regresión. Al cabo de un millón de años, Júnior tendría un clima parecido al que reinaba en la Tierra a la sazón. Su tamaño y su masa eran muy semejantes a los de la Tierra, y la rotación completa sobre su eje se efectuaba en un período de treinta y seis horas.

Pudiera haber sido el hermano gemelo de la Tierra. Las diferencias que separaban a ambos planetas, según el informe de Makoyama, eran favorables a Júnior. Por cuanto se sabía, no había nada en aquel planeta que pudiera resultar una amenaza para la humanidad. Nadie hubiera podido imaginar tampoco que existiese, de no haber sido por el hecho de que la primera colonia humana establecida en el planeta pereció en su totalidad. Y lo que aún era peor, la destrucción ocurrió de tal manera que el estudio de los datos que se pudieron obtener no proporcionaba ninguna indicación razonable respecto a lo sucedido.

7

Dos horas antes del aterrizaje, Sheffield entró en la cabina de Mark para hacerle compañía. Al principio del viaje, ambos ocupaban la misma cabina. Aquello se hizo a título experimental, pues a los mnemotécnicos les desagradaba la compañía de los legos. Aunque fuesen de los mejores. De todos modos, el experimento fue un fracaso. Casi inmediatamente después del despegue, la cara sudorosa de Mark y sus ojos suplicantes demostraron que deseaba de una manera absolutamente indispensable la intimidad.

Sheffield se sentía responsable por ello. Se sentía responsable de todo cuanto concerniese a Mark, tanto si era culpa suya como si no. Eran hombres como él los que habían educado a Mark y a otros semejantes suyos, convirtiéndolos en una verdadera ruina humana. Deformaron su crecimiento mental. Retorcieron y moldearon su espíritu. Les privaron del contacto normal con niños de su edad, para evitar que se desarrollasen en ellos hábitos mentales normales. Ningún mnemotécnico pudo contraer matrimonio normalmente, ni siquiera dentro de su propio grupo.

Aquello creaba un terrible complejo de culpabilidad en Sheffield.

Veinte años atrás hubo una docena de muchachos educados en la única escuela existente a la sazón que se hallaba dirigida por U Karaganda, el asiático más loco que jamás hubiera exasperado tanto a un grupo de reporteros. Karaganda—terminó por suicidarse, impelido por cualquier motivo vago, pero otros psicólogos, Sheffield entre ellos, de mayor respetabilidad si bien de menor talento, conocían ya su obra y llegaron a colaborar con él.

Su escuela continuó funcionando y se fundaron otras. Incluso se estableció una en Marte, que en el momento de su fundación sólo tenía cinco alumnos. Según las últimas cifras facilitadas, existían a la sazón ciento tres licenciados con matrícula de honor. Naturalmente, sólo una pequeña parte de los que se matriculaban terminaban el curso. Cinco años atrás, el Gobierno Planetario Terrestre —que no hay que confundir con el Comité Galáctico Central, con sede en la Tierra y que gobierna toda la Confederación Galáctica— autorizó la creación del Servicio Mnemotécnico, dependiente del Ministerio del Interior.

Se había amortizado varias veces el costo de su creación, pero eso lo sabían muy pocos. Por otra parte, el Gobierno Terrestre no divulgaba el hecho, ni nada de cuanto se relacionaba con el Servicio Mnemotécnico. Se trataba de una cuestión delicada, que aún se consideraba como un «experimento». El Gobierno temía que el fracaso repercutiese en el terreno político. La oposición —a la que ya era difícil evitar que sacase partido político de ello para sus campañas— mencionaba en sus mítines la «chifladura del Gobierno» y la «dilapidación del dinero del contribuyente». Y esto sin poseer pruebas fehacientes de ello; por el contrario todo demostraba que el experimento era rentable.

En la civilización maquinista que llenaba la Galaxia, era difícil que se valorasen las realizaciones de la mente humana sin una adecuada preparación psicológica.

Sheffield se preguntaba cuánto tiempo se tardaría en inculcar aquellas ideas a la gente. Pero era mejor que no se mostrase deprimido en presencia de Mark. Existía el peligro de que su depresión se le contagiase. —Te encuentro muy bien, muchacho. Mark pareció alegrarse de verle.

—Cuando volvamos a la Tierra, doctor Sheffield… —Se interrumpió, sonrojándose ligeramente, para proseguir—: Esto suponiendo que volvamos… Pienso procurarme tantos libros y películas como pueda sobre las costumbres de la gente. He buscado en la biblioteca de la nave y no hay nada sobre esta materia.

—¿A qué viene ese interés?

—Es por el capitán. Según usted, él le dijo que la tripulación no debía saber que viajábamos hacia un mundo que se convirtió en la tumba de la primera expedición que lo visitó, ¿no es así? —Sí. ¿Por qué?

—Porque los astronautas consideran que trae mala suerte tocar en un mundo así, especialmente si parece inofensivo. ¿Sabe cómo lo llaman? «Engañabobos».

—Eso es.

—Así lo dice el capitán, pero no veo la verdad que pueda haber en ello. Pienso en los diecisiete planetas habitables de los que nunca regresaron las primeras expediciones que los visitaron y en los que nunca se pudo establecer colonias. Y cada uno de ellos fue colonizado más tarde y actualmente todos son miembros de la Confederación. Sarmatia es uno de ellos, y se ha convertido en un mundo muy desarrollado.

—También hay planetas en que los desastres son continuos. Sheffield, deliberadamente, formuló esta frase como afirmación de un hecho cuando debiera haberla realizado en forma de pregunta.

No hay que hacer nunca preguntas de carácter técnico. Esta era una de las Reglas de Karaganda. Las correlaciones mnemotécnicas no corresponden a la inteligencia consciente; no son volitivas. Cuando se hace una pregunta directa las correlaciones resultantes son numerosas, pero sólo como las que un hombre culto de tipo normal puede suministrar. Era la mente inconsciente la que salvaba los amplios e imprevisibles fosos.

Mark, como le hubiera ocurrido a cualquier mnemotécnico, cayó en la trampa y denegó enérgicamente:

—Yo nunca he oído hablar de uno solo de ellos. Por lo menos, no cuando el planeta es totalmente habitable. Si el planeta es de hielo macizo, o un desierto completo, entonces es diferente. Pero Júnior no es así.

—No, no es así —asintió Sheffield.

—Entonces, ¿por qué le teme la tripulación? Esta noche, en la cama, no hacía más que pensar en ello. Entonces fue cuando se me ocurrió ver el cuaderno de bitácora. Como nunca había visto uno, valía la pena hacerlo. Y estaba seguro de hallar la solución allí.

—Ya… —aprobó Sheffield.

—Pero… resulta que me equivoqué. No hallé la menor mención en todo el cuaderno de los propósitos de la expedición. Ahora bien, esto sólo tiene una explicación: que se desea mantener en secreto la finalidad de la expedición, incluso a los restantes oficiales de la nave. Y en el cuaderno el nombre de la nave aparece como George G. Grundy.

—Esto no me extraña. Es natural que así sea—dijo Sheffield. —No sé. Esa cuestión del Triple G me hizo entrar en sospechas —dijo Mark, sombrío.

—Pareces decepcionado por el hecho de que el capitán no te mintiese —observó

Sheffield.

—Decepcionado, no. Más bien aliviado. Yo pensaba…, pensaba… —Se interrumpió, azarado, pero Sheffield no hizo nada por ayudarle. Así, se vio obligado a continuar—: creí que todos me estaban mintiendo… No sólo el capitán. Incluso usted podía mentirme, doctor Sheffield. Yo pensaba que usted no quería que hablase con la tripulación por la razón que fuese.

Sheffield trató de sonreír y lo consiguió. La enfermedad más corriente en el Servicio Mnemotécnico era la suspicacia. A causa del aislamiento en que vivían aquellos muchachos, eran raros y extravagantes. La relación de causa y efecto saltaba a la vista. Con tono ligero, Sheffield dijo:

—Cuando estudies la historia de las costumbres, verás que estas supersticiones no se fundamentan necesariamente en el análisis lógico. Todos esperan que suceda algo malo en un planeta que ha alcanzado la notoriedad. Las cosas buenas que en él ocurren pasan desapercibidas; las cosas malas, en cambio, se proclaman a los cuatro vientos, se pregonan y se exageran. Y los hechos van aumentando de grosor, como una bola de nieve.

Apartándose de Mark, se puso a inspeccionar los asientos hidráulicos. Pronto aterrizarían. Palpó innecesariamente la ancha malla de las correas, vuelto de espaldas al joven. Así protegido de sus oídos indiscretos dijo, casi en un susurro:

—Y desde luego, lo que empeora más la cuestión es que Júnior sea tan diferente.

Calma, calma, se dijo. No había que precipitar las cosas. Ya había probado aquella treta anteriormente y…

—No, no es eso dijo Mark—. En absoluto. La otra expedición, la que fracasó, así como las que la precedieron en otros planetas con idénticos resultados, eran diferentes. Esta es la verdad.

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