Cuentos completos (325 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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Sheffield se mantenía vuelto de espaldas esperando. Mark prosiguió: —Las otras diecisiete expediciones que fracasaron en planetas que ahora están habitados, eran todas ellas pequeñas expediciones de reconocimiento. En dieciséis de los casos, la causa de la muerte fue destrucción de la nave por una causa u otra, y en el caso restante —el de Coma Minor—, el fracaso fue resultado de un ataque por sorpresa lanzado por formas de vida indígena, no inteligentes, desde luego. Poseo los detalles de todos ellos…

Sheffield dio un respingo. Mark era capaz de darle los detalles de las diecisiete expediciones, sin olvidar ni uno solo. Para él resultaba fácil citar todos los informes de cada expedición palabra por palabra; tan fácil como decir sí o no. Y a lo mejor se le ocurría citarlos. Los mnemotécnicos no tenían poder selector. Este era uno de los aspectos que hacían imposible la convivencia entre ellos y las personas corrientes. Los mnemotécnicos eran unos tremendos pelmazos por su propia naturaleza. Incluso Sheffield, que estaba acostumbrado a escucharlos y hasta cierto punto inmunizado y que no tenía intención de interrumpir a Mark si a este le daba por hablar, suspiró levemente.

—Pero de nada serviría citarlos —continuó Mark, y Sheffield sintió que se salvaba de un espantoso rollo—. No concuerdan con los de la expedición a Júnior. Esta consistió en una verdadera colonización: se establecieron en el planeta setecientos ochenta y nueve hombres, doscientas siete mujeres y quince niños menores de trece años. En el curso del año siguiente, se añadieron a éstos por inmigración trescientas quince mujeres, nueve hombres y dos niños. La colonia se mantuvo sin novedad durante casi dos años y la causa de que todos sus miembros pereciesen se desconoce. A juzgar por su propio informe, pudo haber sido una epidemia. Esto es distinto, desde luego. Pero Júnior no tiene nada de insólito si exceptuamos, naturalmente… Mark hizo una pausa, como si aquel detalle tuviese tan poca importancia que ni siquiera valiese la pena mencionarlo. Sheffield se contuvo para no gritar. Pero se esforzó por decir con calma:

—Ah, sí, esa diferencia que todos conocemos.

Mark prosiguió:

—La misma. Que tiene dos soles y los demás planetas sólo tienen uno. El psicólogo hubiera llorado de rabia. ¡Nada!

¿Pero de qué hubiera servido? Otra vez tendría más suerte. Quien no sea capaz de tener paciencia con un mnemotécnico, más valdrá que prescinda de él.

Se sentó en la butaca hidráulica y se ató perfectamente a ella con las correas. Mark hizo lo propio. (A Sheffield le hubiera gustado ayudarle, pero esto no hubiera sido juicioso.) Consultó su cronómetro. Era muy posible que ya estuviesen descendiendo en espiral.

A causa de la decepción que sentía, Sheffield estaba muy conturbado. Mark Annuncio había hecho mal al seguir su barrunto, que le impulsaba a considerar unos embusteros al capitán y a los demás miembros de la tripulación. Los mnemotécnicos tenían tendencia a creer que, puesto que su repertorio de datos era muy grande, era también completo. Evidentemente, con esto cometían un craso error. Por consiguiente era necesario (en palabras de Karaganda), que presentasen sus correlaciones a una autoridad debidamente calificada, sin actuar nunca por su cuenta.

¿Qué importancia podía tener el error de Mark? El muchacho era el primer mnemotécnico que abandonaba la residencia del Servicio; el primero que era separado de sus colegas; el primero que vivía entre legos. ¿Qué efectos produciría esto sobre él? ¿Qué efectos había producido ya? ¿Serían malos? En este caso, ¿cómo podían evitarse?

El doctor Oswald Mayer Sheffield ignoraba la respuesta a todas estas preguntas.

8

Los hombres del control eran los más afortunados. Ellos y, desde luego, Cimon, quien en su calidad de astrofísico y director de la expedición los acompañaba gracias a un permiso especial. El resto de la tripulación atendía a menesteres diversos, mientras el personal científico prefería la relativa comodidad de sus butacas hidráulicas, cuando la nave empezó a descender en espiral hacia Júnior.

La visión más grandiosa era la que se ofrecía cuando el planeta aún se hallaba a suficiente distancia para ser abarcado en su totalidad.

Hacia el norte y el sur, alcanzando hasta una tercera parte de la distancia que separaba a los polos del ecuador, se extendían los casquetes polares, que aún estaban al comienzo de su regresión que había de durar varios milenios. Como el Triple G descendía en espiral siguiendo una gran órbita polar de norte a sur (escogida deliberadamente para poder contemplar las regiones polares, pues Cimon había insistido en ello a condición de que no se comprometiese la seguridad de la nave), los dos casquetes aparecían y desaparecían sucesivamente bajo ellos.

Ambos recibían por igual la luz solar, a causa de la falta de inclinación del eje de Júnior. Y cada casquete estaba cortado en sectores, ofreciendo el aspecto de un pastel que hubiese sido dividido con un cuchillo irisado.

La tercera parte de cada casquete, en la parte iluminada, recibía la luz simultánea de ambos soles, que les infundía una tonalidad blanca brillante que iba volviéndose amarilla hacia el oeste, y verde hacia oriente. Al este del sector blanco se extendía otro la mitad de ancho, bañado únicamente por la luz de LaGrange I, y allí la nieve resplandecía con su belleza de zafiro. Hacia el oeste, otro medio sector, que recibía tan sólo la luz de LaGrange II, brillaba con el cálido rojo anaranjado de un crepúsculo terrestre. Los tres colores se confundían en el siguiente al extremo de las bandas, lo cual contribuía a aumentar el parecido con un arco iris.

El tercio final parecía oscuro por contraste, pero si se miraba con atención, distinguíanse también varias partes desiguales. La porción más pequeña era ciertamente negra, pero la porción mayor poseía un débil tinte lechoso.

Cimon murmuró quedo, como para sí: —Es la claridad lunar, desde luego.

Luego miró a su alrededor para comprobar si alguien le había oído. No le gustaba que los demás fuesen testigos del proceso por el cual su cerebro llegaba a deducir alguna conclusión. Por el contrario, deseaba presentar sus conclusiones a sus alumnos y oyentes, a todos cuantos le rodeaban, en suma, de una manera perfecta y acabada en la que no se detectasen las imperfecciones del nacimiento y desarrollo.

Pero sólo le rodeaban astronautas, que no le prestaban la menor atención. A pesar de que todos ellos eran curtidos veteranos del espacio, dedicaban toda la atención que podían detraer a sus distintos deberes e instrumentos a la maravilla que lucía ante ellos.

La espiral se curvó, se desvió del rumbo norte—sur hasta tomar el nordeste—sudoeste y finalmente el este—oeste, que facilitaba un aterrizaje más seguro. El sordo fragor procedente de las capas atmosféricas rasgadas penetró en la cabina de mando, agudo y débil al principio, para ir adquiriendo volumen a medida que pasaban los minutos.

Hasta entonces, en interés de la observación científica (y con considerable inquietud por parte del capitán) la espiral había sido muy cerrada, la deceleración pequeña y las circunnavegaciones del planeta numerosas. Cuando penetraron en la atmósfera de Júnior, empero, la deceleración aumentó enormemente y la superficie pareció elevarse a su encuentro.

Ambos casquetes polares desaparecieron y se inició un desfile igualmente alternado de tierras y agua. Un continente, montañoso en las costas y con una meseta interior, que le daba el aspecto de un plato sopero con dos bordes cubiertos de hielo, pasaba como una exhalación a intervalos cada vez mayores. Ocupaba la mitad de Júnior. El resto era agua.

Casi todo el océano, en aquel momento, se hallaba en el sector oscuro, y la parte que no estaba en sombras estaba iluminada por el resplandor rojo—anaranjado de LaGrange II. A la luz de aquel sol, las aguas tenían un oscuro color violáceo y estaban sembradas de manchas rojizas cuyo número era mayor en las altas latitudes. ¡Eran grandes témpanos de hielo!

Las tierras se distribuían en aquel momento entre el sector rojo—anaranjado y el de luz plenamente blanca. Sólo las costas orientales estaban dentro de la zona verdiazul. La cordillera oriental ofrecía un espectáculo sorprendente, con sus laderas occidentales rojas y las orientales verdes.

La velocidad de la nave disminuía rápidamente; había terminado su última pasada sobre el océano.

¡Estaba a punto de aterrizar!

9

Los primeros pasos fueron bastante cautos Y también bastante lentos. Cimon examinó con atención los fotocromos de Júnior que había tomado desde el espacio. Cuando los demás protestaron, permitió que los otros miembros de la expedición los examinasen, y más de uno se recriminó por haber puesto la comodidad por encima de la ocasión de ver aquello realmente.

Boris Vernadsky permaneció inclinado largo rato sobre su analizador de gases. Formaba una sinfonía de abigarradas vestiduras y quedos gruñidos.

—Diría que estamos en el nivel del mar —dijo—, teniendo en cuenta la presión atmosférica y el valor de g.

Entonces, como su explicación iba dirigida al resto del grupo, añadió con negligencia:

—Es decir, la constante gravitacional.

Lo cual no aclaro gran cosa a la mayoría de sus colegas. —La presión atmosférica es de unos ochocientos milímetros de mercurio —añadió—; o sea, un cinco por ciento más alta que en la Tierra. Y doscientos cuarenta milímetros de esta presión es de oxígeno. En cambio, la cifra de oxígeno en la Tierra es de sólo ciento cincuenta. No está mal.

Hubiérase dicho que esperaba la aprobación de sus colegas, pero éstos preferían no hacer comentarios sobre los datos referentes a una especialidad ajena.

Así, prosiguió:

—Hay nitrógeno, naturalmente. ¿No resulta aburrida la forma con que la naturaleza se repite? Parece un párvulo que sólo sabe tres lecciones. Casi desilusiona comprobar invariablemente que un mundo con agua contiene una atmósfera de oxígeno y nitrógeno. Dan ganas de bostezar.

—¿Qué más hay en la atmósfera? —preguntó Cimon, con cierta irritación—. Hasta ahora sólo tenemos oxígeno, nitrógeno

y una filosofía de estar por casa que debemos al bondadoso tío Boris.

Vernadsky pasó el brazo sobre el respaldo del asiento y dijo con un tono bastante amistoso:

—¿Y tú qué eres? ¿Director?

Cimon, para quien el cargo de director apenas representaba algo más que el fastidio de tener que preparar detallados informes para el Departamento, se sonrojó y dijo con expresión torva:

—¿Qué más hay en la atmósfera, doctor Vernadsky? Este respondió, sin consultar sus notas:

—Menos de un uno por ciento y más de un centésimo de un uno por ciento de hidrógeno, helio y anhídrido carbónico, por este orden. Menos de un centésimo de un uno por ciento y más de un diezmilésimo de un uno por ciento de metano, argón y neón, por este orden. Menos de un diezmilésimo de un uno por ciento de metano, argón y neón, por este orden. Menos de un diezmilésimo de un uno por ciento y más de un millonésimo de un uno por ciento de radón, kriptón y xenón, por este orden. Estas cifras no son muy explícitas. Lo único que puedo deducir de ellas es que Júnior será un mundo prometedor en cuanto a uranio, que su contenido en potasio será bajo y que no es extraño que con sus dos pequeños casquetes polares este mundo sea una monada.

Dijo esto deliberadamente, para que alguien le preguntase cómo lo sabía. De manera invariable, alguien siempre se lo preguntaba, lleno de curiosidad.

Vernadsky sonrió benévolamente y dijo:

—El radón que contiene la atmósfera se halla aquí en una proporción de diez a cien veces más elevada que en la Tierra. Lo mismo puede decirse del helio. Tanto el radón como el helio pueden considerarse como subproductos radiactivos del uranio y del torio. Conclusión: los minerales que contienen uranio y torio son de diez a cien veces más abundantes en la corteza de Júnior que en la de la Tierra… El argón, por otra parte, es unas cien veces más escaso que en la Tierra. Es muy probable que Júnior haya perdido todo su argón original! Un planeta de este tipo sólo tiene el argón procedente de la desintegración del K40, uno de los isótopos del potasio. La escasez de argón indica una escasez correspondiente de potasio. Elemental, querido Watson. Uno de los reunidos preguntó:

—¿Y qué nos dices de los casquetes polares?

Cimon, que conocía la respuesta a esto, preguntó, antes de que Vernadsky pudiese responder:

—¿Cuál es el contenido exacto de anhídrido carbónico? —Cero, cero uno seis — repuso Vernadsky.

Cimon asintió y pareció darse por satisfecho.

—¿Qué respondes? —le apremió el que le había hecho la anterior pregunta.

—El contenido de anhídrido carbónico es la mitad solamente del que contiene la atmósfera terrestre, y es precisamente el que produce el efecto de invernadero. Deja pasar las ondas cortas de la radiación solar a través de la atmósfera del planeta, hasta la superficie, pero no permite la irradiación de las ondas largas caloríferas, generadas en dicha superficie. Cuando la concentración del anhídrido carbónico asciende, como resultado de la acción volcánica, el planeta se calienta un poco y se inicia entonces una era carbonífera, con elevación del nivel de los océanos y reducción de las tierras emergidas. Cuando el anhídrido carbónico disminuye debido a la absorción realizada por la vegetación, que consume vorazmente grandes cantidades, la temperatura desciende, se forma hielo y se inicia una glaciación en un círculo vicioso… y voilá…

—¿Hay algo más en la atmósfera? —preguntó Cimon. —Vapor de agua y polvo. Imagino que también hay unos cuantos millones de gérmenes aerobios de varias enfermedades gravísimas por centímetro cúbico.

A pesar del tono ligero con que lo dijo, sus palabras causaron sensación en la sala. Más de uno contuvo el aliento. Encogiéndose de hombros, Vernadsky dijo:

—No hay que preocuparse por ahora. Mi analizador separa completamente el polvo y los gérmenes. Pero ésta no es mi especialidad. Me permito sugerir que Rodríguez empiece a preparar inmediatamente sus caldos de cultivo. Pero que los encierre tras un cristal bien protegido.

10

Mark Annuncio se paseaba de un lado a otro. Sus ojos brillaban al escuchar, y se adelantaba para oír mejor. El grupo de sabios toleraba su intromisión seguir los temperamentos y la personalidad de cada tirar. Pero nadie le dirigía la palabra.

Sheffield no se apartaba de Mark. Tampoco hablaba apenas. Únicamente se esforzaba en no desaparecer del fondo de la consciencia del joven. Quería evitar dar a éste la sensación de que lo perseguía; por el contrario, quería darle una sensación de libertad. Su deseo era que su presencia pareciese puramente casual.

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