Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—Usted no es alfarero —replicó la doctora Calvin.
—¡Soy un artista creativo! Diseño y construyo artículos y libros. No se trata sólo de pensar palabras y ponerlas en el orden apropiado. Si eso fuera todo, no habría placer ni retribución en ello. Un libro debe cobrar forma en las manos del escritor. Uno debe ver el crecimiento y el desarrollo de los capítulos. Uno debe escribir y reescribir y observar cómo los cambios trascienden el concepto original. Es importante tener en la mano las galeradas, ver cómo quedan las frases impresas y modelarlas de nuevo. Hay un centenar de contactos entre un hombre y su obra en cada etapa del juego, y el contacto mismo es placentero y compensa del trabajo que un hombre vuelca en su creación. Su robot nos arrebataría todo eso.
—Lo mismo hace una máquina de escribir. Lo mismo hace una imprenta. ¿Propone usted volver a los manuscritos pergeñados a mano?
—Las máquinas de escribir y las imprentas nos quitan algo, pero su robot nos privaría de todo. Su robot se encarga de las galeradas. Pronto él u otros robots se encargarán de escribir, de buscar las fuentes, de cotejar y revisar los pasajes, incluso de sacar conclusiones. ¿Qué le dejarían al autor? Sólo una cosa: las áridas decisiones concernientes a las órdenes que debe dar al robot. Quiero salvar de semejante infierno a las futuras generaciones del mundo académico. Eso era para mí más importante incluso que mi reputación y me propuse destruir a Robots y Hombres Mecánicos por los medios que fueran necesarios.
—Estaba condenado al fracaso —sentenció Susan Calvin.
—Estaba condenado a intentarlo —replicó Simon Ninheimer.
Calvin dio media vuelta y se marchó. Hizo lo posible para no sentir un aguijonazo de compasión por ese hombre acabado.
No lo consiguió del todo.
“Lenny”
La empresa Robots y Hombres Mecánicos de Estados Unidos tenía un problema. El problema era la gente.
Peter Bogert, jefe de matemática, se dirigía a la sala de montaje cuando se topó con Alfred Lanning, director de investigaciones. Lanning, apoyado en el pasamanos, miraba a la sala de ordenadores enarcando sus enérgicas cejas blancas.
En el piso de abajo, un grupo de humanos de ambos sexos y diversas edades miraba en torno con curiosidad, mientras un guía entonaba un discurso preestablecido sobre informática robótica:
—Este ordenador que ven es el mayor de su tipo en el mundo. Contiene cinco millones trescientos mil criotrones y es capaz de manipular simultáneamente más de cien mil variables. Con su ayuda, nuestra empresa puede diseñar con precisión el cerebro positrónico de los modelos nuevos. Los requisitos se consignan en una cinta que se perfora mediante la acción de este teclado, algo similar a una máquina de escribir o una linotopía muy complicada, excepto que no maneja letras, sino conceptos. Las proposiciones se descomponen en sus equivalentes lógico-simbólicos y éstos a su vez son convertidos en patrones de perforación. En menos de una hora, el ordenador puede presentar a nuestros científicos el diseño de un cerebro que ofrecerá todas las sendas positrónicas necesarias para fabricar un robot…
Alfred Lanning reparó en la presencia del otro.
—Ah, Peter.
Bogert se alisó el cabello negro y lustroso con ambas manos, aunque lo tenía impecable.
—No pareces muy entusiasmado con esto, Alfred.
Lanning gruñó. La idea de realizar visitas turísticas por toda la empresa era reciente y se suponía cumplía una doble función. Por una parte, según se afirmaba, permitía que la gente viera a los robots de cerca y acallara así su temor casi instintivo hacia los objetos mecánicos mediante una creciente familiaridad. Por otra parte, se suponía que las visitas lograrían generar un interés para que algunas personas se dedicaran a las investigaciones robóticas.
—Sabes que no lo estoy. Una vez por semana, nuestra tarea se complica. Considerando las horas-hombre que se pierden, la retribución es insuficiente.
—Entonces, ¿no han subido aún las solicitudes de empleo?
—Un poco, pero sólo en las categorías donde esa necesidad no es vital. Necesitamos investigadores, ya lo sabes. Pero, como los robots están prohibidos en la Tierra, el trabajo de robotista no es muy popular, que digamos.
—El maldito complejo de Frankenstein —comentó Bogert, repitiendo a sabíendas una de las frases favoritas de Lanning.
Lanning pasó por alto esa burla afectuosa.
—Debería acostumbrarme, pero no lo consigo. Todo ser humano de la Tierra tendría que saber ya que las Tres Leyes constituyen una salvaguardia perfecta, que los robots no son peligrosos. Fíjate en ese grupo. —Miró hacia abajo—. Obsérvalos. La mayoría recorren la sala de montaje de robots por la excitación del miedo, como si subieran en una montaña rusa. Y cuando entran en la sala del modelo MEC…, demonios, Peter, un modelo MEC que es incapaz de hacer otra cosa que avanzar dos pasos, decir «mucho gusto en conocerle», dar la mano y retroceder dos pasos; y, sin embargo, todos se intimidan y las madres abrazan a sus hijos. ¿Cómo vamos a obtener trabajadores que piensen a partir de esos idiotas?
Bogert no tenía respuesta. Miraron una vez más a los visitantes, que estaban pasando de la sala de informática al sector de montaje de cerebros positrónicos. Luego, se marcharon. No vieron a Mortimer W. Jacobson, de dieciséis años, quien, para ser justos, no tenía la intención de causar el menor daño.
En realidad, ni siquiera podría decirse que la culpa fuera de Mortimer. Todos los trabajadores sabían en qué día de la semana se realizaban las visitas. Todos los aparatos debían estar neutralizados o cerrados, pues no era razonable esperar que los seres humanos resistieran la tentación de mover interruptores, llaves y manivelas y de pulsar botones. Además, el guía debía vigilar atentamente a quienes sucumbieran a esa tentación.
Pero en ese momento el guía había entrado en la sala contigua y Mortimer iba al final de la fila. Pasó ante el teclado mediante el cual se introducían datos en el ordenador. No tenía modo de saber que en aquel instante se estaban introduciendo los planos para un nuevo diseño robótico; de lo contrario, siendo como era un buen chico, habría evitado tocar el teclado. No tenía modo de saber que —en un acto de negligencia casi criminal— un técnico se había olvidado de desactivar el teclado.
Así que Mortimer tocó las teclas al azar, como si se tratara de un instrumento musical.
No notó que un trozo de la cinta perforada se salía de un aparato que había en otra parte de la sala, silenciosa e inadvertidamente.
Y el técnico, cuando volvió, tampoco notó ninguna intromisión. Le llamó la atención que el teclado estuviera activado, pero no se molestó en verificarlo. Al cabo de unos minutos, incluso esa leve inquietud se le había pasado, y continuó introduciendo datos en el ordenador.
En cuanto a Mortimer, nunca supo lo que había hecho.
El nuevo modelo LNE estaba diseñado para extraer boro en las minas del cinturón de asteroides. Los hidruros de boro cobraban cada vez más valor como detonantes para las micropilas protónicas que generaban potencia a bordo de las naves espaciales, y la magra provisión existente en la Tierra se estaba agotando.
Eso significaba que los robots LNE tendrían que estar equipados con ojos sensibles a esas líneas prominentes en el análisis espectroscópico de los filones de boro y con un tipo de extremidades útiles para transformar el mineral en el producto terminado. Como de costumbre, sin embargo, el equipamiento mental constituía el mayor problema.
El primer cerebro positrónico LNE ya estaba terminado. Era el prototipo y pasaría a integrar la colección de prototipos de la compañía. Cuando lo hubieran probado, fabricarían otros para alquilarlos (nunca venderlos) a empresas mineras.
El prototipo LNE estaba terminado. Alto, erguido y reluciente, parecía por fuera como muchos otros robots no especializados.
Los técnicos, guiándose por las instrucciones del Manual de Robótica, debían preguntar: «¿Cómo estás?»
La respuesta correspondiente era: «Estoy bien y dispuesto a activar mis funciones. Confío en que tú también estés bien», o alguna otra ligera variante.
Ese primer diálogo sólo servía para indicar que el robot oía, comprendía una pregunta rutinaria y daba una respuesta rutinaria congruente con lo que uno esperaría de una mentalidad robótica. A partir de ahí era posible pasar a asuntos más complejos, que pondrían a prueba las tres Leyes y su interacción con el conocimiento especializado de cada modelo.
Así que el técnico preguntó «¿cómo estás?> y, de inmediato, se sobresaltó ante la voz del prototipo LNE. Era distinta de todas las voces de robot que conocía (y había oído muchas). Formaba sílabas semejantes a los tañidos de una celesta de baja modulación.
Tan sorprendente era la voz que el técnico sólo oyó retrospectivamente, al cabo de unos segundos, las sílabas que había formado esa voz maravillosa:
—Da, da, da, gu.
El robot permanecía alto y erguido, pero alzó la mano derecha y se metió un dedo en la boca.
El técnico lo miró horrorizado y echó a correr. Cerró la puerta con llave y, desde otra sala, hizo una llamada de emergencia a la doctora Susan Calvin.
La doctora Susan Calvin era la única robopsicóloga de la compañía (y prácticamente de toda la humanidad). No tuvo que avanzar mucho en sus análisis del prototipo LNE para pedir perentoriamente una transcripción de los planos del cerebro positrónico dibujados por ordenador y las instrucciones que los habían guiado. Tras estudiarlos mandó a buscar a Bogert.
La doctora tenía el cabello gris peinado severamente hacía atrás; y su rostro frío, con fuertes arrugas verticales interrumpidas por el corte horizontal de una pálida boca de labios finos, se volvió enérgicamente hacia Bogert.
—¿Qué es esto, Peter?
Bogert estudió con creciente estupefacción los pasajes que ella señalaba.
—Por Dios, Susan, no tiene sentido.
—Claro que no. ¿Cómo se llegó a estas instrucciones?
Llamaron al técnico encargado y él juró con toda sinceridad que no era obra suya y que no podía explicarlo. El ordenador dio una respuesta negativa a todos los intentos de búsqueda de fallos.
—El cerebro positrónico no tiene remedio —comentó pensativamente Susan Calvin—. Estas instrucciones insensatas han cancelado tantas funciones superiores que el resultado se asemeja a un bebé humano. —Bogert manifestó asombro, y Susan Calvin adoptó la actitud glacial que siempre adoptaba ante la menor insinuación de duda de su palabra—. Nos esforzamos en lograr que un robot se parezca mentalmente a un hombre. Si eliminamos lo que denominamos funciones adultas, lo que queda, como es lógico, es un bebé humano, mentalmente hablando. ¿Por qué estás tan sorprendido, Peter?
El prototipo LNE, que no parecía darse cuenta de lo que ocurría a su alrededor, se sentó y empezó a examinarse los pies.
Bogert lo miró fijamente.
—Es una lástima desmantelar a esa criatura. Es un bonito trabajo.
—¿Desmantelarla? —bramó la robopsicóloga.
—Desde luego, Susan. ¿De qué sirve esa cosa? Santo cielo, si existe un objeto totalmente inútil es un robot que no puede realizar ninguna tarea. No pretenderás que esta cosa pueda hacer algo, ¿verdad?
—No, claro que no.
—¿Entonces?
—Quiero realizar más análisis —dijo tercamente Susan Calvín.
Bogert la miró con impaciencia, pero se encogió de hombros. Si había una persona en toda la empresa con quien no tenía sentido discutir, ésa era Susan Calvin. Los robots eran su pasión, y se hubiera dicho que una tan larga asociación con ellos la había privado de toda apariencia de humanidad. Era imposible disuadirla de una decisión, así como era imposible disuadir a una micropila activada de que funcionara.
—¡Qué más da! —murmuró, y añadió en voz alta—: ¿Nos informarás cuando hayas terminado los análisis?
—Lo haré. Ven, Lenny.
(LNE, pensó Bogert. Inevitablemente, las siglas se habían transformado en Lenny.)
Susan Calvin tendió la mano, pero el robot se limitó a mirarla. Con ternura, la robopsicóloga tomó la mano del robot. Lenny se puso de pie (al menos su coordinación mecánica funcionaba bien) y salieron juntos, el robot y esa mujer a quien superaba en medio metro. Muchos ojos los siguieron con curiosidad pgr los largos corredores.
Una pared del laboratorio de Susan Calvin, la que daba directamente a su despacho privado, estaba cubierta con la reproducción ampliada de un diagrama de sendas positrónicas. Hacía casi un mes que Susan Calvin la estudiaba absortamente.
Estaba examinando atentamente en ese momento los vericuetos de esas sendas atrofiadas. Lenny, sentado en el suelo, movía las piernas y balbuceaba sílabas ininteligibles con una voz tan bella que era posible escucharlas con embeleso aun sin entenderlas.
Susan Calvin se volvió hacia el robot.
—Lenny… Lenny…
Repitió el nombre, con paciencia, hasta que Lenny irguió la cabeza y emitió un sonido inquisitivo. La robopsicóloga sonrió complacida. Cada vez necesitaba menos tiempo para atraer la atención del robot.
—Alza la mano, Lenny. Mano… arriba. Mano… arriba.
La doctora levantó su propia mano una y otra vez.
Lenny siguió el movimiento con los ojos. Arriba, abajo, arriba, abajo. Luego, movió la mano espasmódicamente y balbuceó.
—Muy bien, Lenny —dijo gravemente Susan Calvin—. Inténtalo de nuevo. Mano… arriba.
Muy suavemente, extendió su mano, tomó la del robot, la levantó y la bajó.
—Mano… arriba. Mano… arriba.
Una voz la llamó desde el despacho:
—¿Susan?
Calvin apretó los labios.
—¿Qué ocurre, Alfred?
El director de investigaciones entró, miró al diagrama de la pared y, luego, al robot.
—¿Sigues con ello?
—Estoy trabajando, sí.
—Bien, ya sabes, Susan… —sacó un puro y lo miró, disponiéndose a morder la punta. Cuando se encontró con la severa y reprobatoria mirada de la mujer, guardó el puro y comenzó de nuevo—: Bien, ya sabes, Susan, que el modelo LNE está en producción.
—Eso he oído. ¿Hay algo en que yo pueda colaborar?
—No. Pero el mero hecho de que esté en producción y funcione bien significa que es inútil insistir con este espécimen deteriorado. ¿No deberíamos desarmarlo?
—En pocas palabras, Alfred, te fastidia que yo pierda mi valioso tiempo. Tranquilízate. No estoy perdiendo el tiempo. Estoy trabajando con este robot.