Cuentos completos (157 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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—¿Qué? —preguntó Finley.

—Escuchen, las revistas de ciencia ficción publican historias en tono de broma. A los lectores les divierten. Se interesan por ellas. —Les hablé de las historias de Asimov sobre la tiotimolina, que yo había leído en otros tiempos. La atmósfera era fría y reprobatoria—. Ni siquiera atentaríamos contra las normas de seguridad —insistí—, porque nadie se lo creería. —Les hablé también de aquella vez en 1944, cuando Cleve Cartmill escribió un cuento donde describía la bomba atómica con un año de antelación y el FBI se calló la boca—. Y los lectores de ciencia ficción tienen ideas. No los subestimen. Aunque ellos lo consideren una historia de broma, enviarán sus ideas al jefe de redacción. Y ya que no tenemos ideas propias, ya que nos encontramos en un callejón sin salida, ¿qué podemos perder?

Aún no estaban convencidos.

—Además —añadí—, la Gallina no vivirá eternamente.

Eso dio resultado.

Tuvimos que convencer a Washington; luego, me puse en contacto con John Campbell, director de la revista, y él habló con Asimov.

Ahora, la historia ya está escrita. La he leído, la apruebo y ruego a los lectores que no se la crean. No, por favor.

Pero…

¿Alguna idea?

Galeote (1957)

“Galley Slave”

La empresa “Robots y Hombres Mecánicos de Estados Unidos”, la parte acusada, tenía suficiente influencia como para forzar un juicio sin jurado, a puerta cerrada.

La Universidad del Noreste no se molestó en impedirlo. Los síndicos sabían cómo podía reaccionar el público ante cualquier problema relacionado con la mala conducta de un robot, por anómala que fuera esa conducta. Sabían también que una manifestación contra los robots podía transformarse rápidamente en una manifestación contra la ciencia.

El Gobierno, representado por el juez Harlow Shane, también estaba deseando poner un final silencioso a ese enredo. No convenía contrariar ni a la compañía ni al mundo académico.

—Como no están presentes la prensa, el público ni el jurado —dijo el juez Shane—, omitamos las ceremonias y vayamos al grano.

Sonrió de mala gana, quizá sin mayor esperanza de que esa solicitud surtiera efecto, y se subió la toga para sentarse más cómodamente. Tenía rostro rubicundo, barbilla redonda y blanda, nariz ancha y ojos claros y separados. No era un rostro imponente y el juez lo sabía.

Barnabas H. Goodfellow, profesor de Física en la Universidad del Noreste, fue el primero en comparecer, prestando el juramento habitual con una expresión que daba un mentís a su apellido
[3]
.

Después de las preguntas iniciales de costumbre, el fiscal se metió las manos en los bolsillos y dijo:

—¿Cuándo se le llamó la atención, profesor, sobre el posible empleo del robot EZ-27, y cómo?

El rostro menudo y anguloso del profesor Goodfellow adoptó una expresión crispada, apenas más benévola que la anterior.

—He mantenido contacto profesional y una cierta relación social con el profesor Alfred Lanning, director de investigaciones de Robots y Hombres Mecánicos. De modo que estaba dispuesto a escuchar con cierta tolerancia cuando recibí su extraña sugerencia el 3 de marzo del año pasado…

—¿Del 2033?

—En efecto.

—Excúseme por la interrupción. Continúe, por favor.

El profesor asintió con frialdad, frunció el ceño para ordenarse las ideas y comenzó a declarar.

El profesor Goodfellow miró al robot con aprensión. Lo habían trasladado a esa sala del sótano en una caja de embalaje, respetando las normas que regulaban el embarque de robots de un lado al otro de la superficie terrestre.

Sabía que iba a llegar; no era que no estuviese preparado. Lanning le había telefoneado el 3 de marzo y él se dejó persuadir, con el inevitable resultado de que ahora se encontraba frente a un robot.

Era mucho más grande de lo común.

Alfred Lanning también miró al robot, como cerciorándose de que no hubiera sufrido daños en el traslado. Luego, volvió sus cejas enérgicas y la melena de su cabello blanco hacia el profesor.

—Éste es el robot EZ-27, el primero de su modelo que será accesible al uso público. —Se giró hacia el robot—. Te presento al profesor Goodfellow, Easy.

Easy habló en un tono neutro, pero tan de súbito que el profesor se sobresaltó.

—Buenas tardes, profesor.

Easy tenía más de dos metros de altura y las proporciones de un hombre, un detalle distintivo de la compañía, que, gracias a ese detalle y a la posesión de las patentes básicas del cerebro positrónico, disfrutaba del monopolio en materia de robots y de un cuasimonopolio en materia de ordenadores.

Los dos hombres que habían desenvuelto el robot se marcharon y el profesor miró a Lanning, al robot y de nuevo a Lanning.

—Estoy seguro de que es inofensivo —dijo, aunque no parecía tan seguro.

—Más inofensivo que yo —afirmó Lanning—. A mí podrían persuadirme de pegarle a usted, pero nadie podría persuadir a Easy. Supongo que conoce las tres leyes de la robótica.

—Sí, por supuesto.

—Están incorporadas a los patrones positrónicos del cerebro y deben ser respetadas. La primera ley, la regla primordial de la existencia robótica, salvaguarda la vida y el bienestar de todos los humanos. —Hizo una pausa, se frotó la mejilla y añadió—: Es algo de lo cual quisiéramos persuadir a toda la Tierra si pudiéramos.

—Es que tiene un aspecto impresionante.

—Concedido. Pero al margen de su apariencia descubrirá usted que es útil.

—No sé en qué sentido. Nuestras conversaciones no fueron muy esclarecedoras. Aun así, acepté echarle un vistazo y aquí me tiene.

—Haremos algo más que echar un vistazo, profesor. ¿Ha traído un libro?

—Sí.

—¿Puedo verlo?

El profesor Goodfellow bajó la mano sin apartar los ojos de la figura humanoide y metálica. Sacó un libro del maletín que tenía a sus pies.

Lanning extendió la mano y miró el lomo: Química física de los electrolitos en solución.

—Perfecto. Usted lo seleccionó al azar. El texto no fue sugerencia mía. ¿De acuerdo?

—Sí.

Lanning le pasó el libro al robot EZ-27.

E1 profesor se sobresaltó.

—¡No! ¡Es un libro valioso!

Lanning enarcó las cejas, que parecían coco en polvo.

—Easy no piensa romper el libro en una demostración de fuerza, se lo aseguro. Puede manejar un libro con tanto cuidado como usted o como yo. Adelante, Easy.

—Gracias —dijo Easy. Y volviendo ligeramente su corpachón de metal añadió—: Con su permiso, profesor Goodfellow.

El profesor lo miró anonadado.

—Sí… Sí, claro.

Moviendo con lentitud y firmeza los dedos de metal, Easy pasaba una página del libro, echaba una ojeada a la página de la izquierda y otra a la de la derecha; pasaba la página, miraba a la izquierda y a la derecha; pasaba otra página, y repitió esa operación minuto tras minuto. Su aire poderoso resultaba imponente aun en esa vasta sala de paredes de cemento, y los dos observadores humanos parecían enclenques por comparación.

—La luz no es muy buena —murmuró Goodfellow.

—Servirá.

—¿Pero qué está haciendo?

—Paciencia, por favor.

Al fin, el robot pasó la última página.

—¿Qué opinas, Easy? —preguntó Lanning.

—Es un libro muy preciso y puedo efectuar pocas observaciones —contestó el robot—. En la línea 22 de la página 27, la palabra «positivo» está escrita p-o-i-s-t-i-v-o. La coma de la línea 6 de la página 32 es superflua, mientras que se debió poner una coma en la línea 13 de la página 54. El signo más de la ecuación XIV-2 de la página 337 debería ser un signo menos para guardar coherencia con las ecuaciones anteriores…

—¡Un momento! —exclamó el profesor—. ¿Qué está haciendo?

—¿Haciendo? —repitió Lanning, con súbita irritación—. ¡Caramba, ya lo ha hecho! Ha leído ese libro como un corrector de pruebas.

—¿Como un corrector de pruebas?

—Sí. En el breve tiempo que le llevó pasar las páginas, ha detectado todos los errores de ortografía, gramática y puntuación. Ha captado las incoherencias y los errores en el orden de las palabras. Y retendrá la información al pie de la letra indefinidamente.

El profesor estaba boquiabierto. Echó a andar, alejándose de Lanning y de Easy, y regresó. Se cruzó los brazos sobre el pecho y los miró fijamente.

—¿Este robot es un corrector de pruebas? —preguntó.

Lanning asintió.

—Entre otras cosas.

—¿Y por qué me lo muestra usted?

—Para que me ayude a convencer a la universidad de que adquiera uno.

—¿Para corregir pruebas?

—Entre otras cosas —repitió pacientemente Lanning.

El profesor frunció el rostro con ceñuda incredulidad.

—¡Pero esto es ridículo!

—¿Por qué?

—La universidad nunca podría pagar este corrector de pruebas de media tonelada, que eso es lo que debe de pesar.

—No sólo corrige pruebas. Prepara informes a partir de resúmenes, llena formularios, sirve como archivo de memoria, actualiza ponencias…

—¡Nimiedades!

—No tanto, como le mostraré en seguida. Pero creo que podremos hablar más cómodamente en su despacho, si usted no se opone.

—Claro que no —dijo el profesor mecánicamente, dio un paso como para salir y añadió—: Pero el robot… No podemos llevar al robot. Tendrá que guardarlo de nuevo en la caja.

—Podemos dejarlo aquí.

—¿Sin vigilancia?

—¿Por qué no? Él sabe que debe quedarse. Profesor Goodfellow, tiene usted que comprender que un robot es mucho más fiable que un ser humano.

—Yo sería el responsable de cualquier daño…

—No habrá daños, se lo garantizo. Mire, es tarde. Usted no espera a nadie hasta mañana por la mañana. El camión y mis dos hombres están ahí fuera. La empresa se responsabilizará de cualquier incidente, aunque no va a ocurrir nada. Tómelo como una demostración de la fiabilidad del robot.

El profesor se dejó conducir fuera del sótano. Pero no parecía tenerlas todas consigo una vez en su despacho, cinco pisos más arriba.

Se enjugó las gotas que le perlaban la frente con un pañuelo blanco.

—Como usted sabe muy bien, Lanning, hay leyes contra el uso de robots en la superficie terrestre.

—Las leyes, profesor Goodfellow, no son tan simples. No puede hacerse uso de robots en avenidas públicas ni dentro de edificios públicos. No se pueden usar en terrenos ni edificios privados, excepto con ciertas restricciones que, por lo general, son prohibitivas. La universidad es una institución vasta y de propiedad privada que, habitualmente, recibe tratamiento preferencial. Si el robot se utiliza sólo en una sala específica y únicamente con propósitos académicos, si se observan ciertas restricciones y si los hombres y las mujeres que entran en esa sala prestan su plena colaboración, nos mantendremos dentro de la ley.

—¿Tantos problemas sólo para corregir pruebas?

—Los usos serían infinitos, profesor. Hasta ahora sólo se ha utilizado mano de obra robótica para aliviar las tareas físicas rutinarias. Pero hay también tareas mentales rutinarias. Si un profesor creativo está obligado a pasarse dos semanas revisando penosamente la ortografía de unos trabajos impresos y yo le ofrezco una máquina que puede hacerlo en treinta minutos, ¿le parece eso una nimiedad?

—Pero el precio…

—El precio no es problema. Usted no puede comprar a EZ-27, pues mi empresa no vende sus productos. Pero la universidad puede alquilar a EZ-27 por mil dólares anuales; mucho menos que lo que cuesta un espectrógrafo de microondas de grabación continua.

Goodfellow se quedó estupefacto, y Lanning aprovechó la oportunidad:

—Sólo le pido que plantee el asunto ante las personas que toman las decisiones. Yo estaría encantado de hablar con ellos si quieren más información.

—Bueno… —aceptó dubitativamente Goodfellow—, puedo mencionarlo en la reunión del senado la próxima semana. Pero no le puedo prometer que sirva de algo.

—Naturalmente —dijo Lanníng.

El abogado defensor era bajo y rechoncho y caminaba con cierto aplomo, en una postura que le acentuaba la papada. Miró fijamente al profesor Goodfellow, una vez que le cedieron el turno para interrogar al testigo.

—Usted aceptó sin vacilar, ¿verdad? —dijo.

E1 profesor se apresuró a responder:

—Supongo que deseaba librarme del profesor Lanning. Habría aceptado cualquier cosa.

—¿Con la intención de olvidarse de ello cuando él se fuera?

—Bien…

—No obstante, usted planteó el asunto ante una reunión de la junta ejecutiva del senado universitario.

—Sí, lo hice.

—Así que siguió la sugerencia del profesor Lanning. No se limitó a aceptar simbólicamente, sino que aceptó con entusiasmo, ¿no es así?

—Simplemente me atuve a los procedimientos habituales.

—En realidad, el robot no le atemorizaba tanto como afirma ahora. Usted conoce las tres leyes de la robótica y las conocía en el momento de su entrevista con el profesor Lanning.

—Sí.

—Y estaba dispuesto a dejar a un robot suelto y sin custodia.

—El profesor Lanning me aseguró…

—Usted nunca habría aceptado la palabra del profesor si hubiera abrigado el menor temor de que el robot fuese peligroso.

—Tenía fe en la palabra…

—Eso es todo —le interrumpió bruscamente el defensor.

Cuando el agitado profesor Goodfellow, bastante aturdido, se retiró del estrado, el juez Shane se inclinó hacia delante y dijo:

—Como no soy experto en robótica, me gustaría saber con exactitud cuáles son las tres leyes de la robótica. ¿Tendría el profesor Lanning la amabilidad de citarlas?

Lanning se sorprendió. Estaba hablando en voz baja con la mujer canosa que tenía al lado. Se puso de pie y la mujer irguió un rostro inexpresivo.

—Muy bien, señoría. —Lanning hizo una pausa como para iniciar un discurso y manifestó, con exagerada claridad—: Primera Ley: un robot no debe dañar a un ser humano ni, por inacción, permitir que un ser humano sufra daño. Segunda Ley: un robot debe obedecer las órdenes impartidas por los seres humanos, excepto cuando dichas órdenes estén reñidas con la Primera Ley. Tercera Ley: un robot debe proteger su propia existencia, mientras dicha protección no esté reñida ni con la Primera ni con la Segunda Ley.

—Entiendo —aprobó el juez, tomando notas con rapidez—. Estas leyes están incorporadas a todos los robots, ¿verdad?

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