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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (378 page)

BOOK: Cuentos completos
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—¿Qué estás diciendo? —exclamó el comerciante—. Son demasiado primitivos para aceptar nada que podamos darles. Seguramente serán necesarios un millón de años antes de que puedan aceptar las sugerencias de origen exógeno… Vamos a tener que destruir la grabación.

—Pero nosotros sabemos, maestro.

—Entonces jamás deberemos hablar de ello. Nuestra nave tiene su ética y sus tradiciones. Tú lo sabes. ¡Nada por nada!

—¿Ni siquiera esto?

—Ni siquiera esto.

La firmemente implacable expresión del comerciante estaba teñida con una insoportable tristeza, y pese a su «Ni siquiera esto», se quedó allí, dudoso.

El segundo captó aquello y dijo:

—Intenta darles algo, maestro.

—¿De qué va a servir?

—¿Qué daño va a hacerles?

—He preparado una presentación para toda la astronave —dijo el comerciante—, pero debo mostrártela primero a ti, explorador… con mi profundo respeto y mis disculpas por mis anteriores pensamientos. Tú tenías razón. Había algo extraño en este planeta. Aunque las inteligencias del planeta apenas habían alcanzado el primer nivel, y aunque su tecnología era extremadamente primitiva, han desarrollado un concepto que nosotros nunca hemos poseído y uno que, por lo que sé, jamás hemos encontrado en ningún otro mundo.

—No consigo imaginar de qué pueda tratarse —dijo el capitán, inquieto.

Era muy consciente de que los comerciantes elogiaban a veces excesivamente sus compras para magnificar su valía.

El explorador no dijo nada. Era el más inquieto de los dos.

—Es una forma de arte visual —informó el comerciante.

—¿Entra en juego el color? —preguntó el capitán.

—Y la forma… pero consiguiendo el efecto más sorprendente. —Había preparado el proyector holográfico—. ¡Observad!

En el espacio visual frente a ellos apareció un grupo de animales; voluminosos, peludos, con dos cuernos y cuatro patas. Vacilaron, luego echaron a correr, arrojando nubecillas de polvo con sus cascos.

—Unos objetos horribles —murmuró el capitán.

La grabación holográfica detuvo su movimiento, paralizando a todo el grupo de animales. La imagen se amplió, y un solo animal llenó el campo visual, su enorme cabeza bajada, las ventanas de su nariz distendidas.

—Observad este animal —dijo el comerciante—, y ahora observad esta composición artificial hecha con una primitiva mezcla de aceite y mineral de color, que encontramos embadurnando el techo de una cueva.

¡Ahí estaba de nuevo! No el animal tal como había sido holografiado… sino plano, pero vibrante.

—Hay una semejanza peculiar —observó el capitán.

—No peculiar —le corrigió el comerciante—. ¡Deliberada! Había docenas de esas figuras en distintas poses… de distintos animales. El parecido era demasiado detallado como para ser fortuito. Imaginad lo atrevido de la concepción… situar colores en formas y combinaciones agradables, y de tal forma que engañen al ojo y le hagan pensar que está contemplando un objeto real. Esos organismos han ideado un arte que representa la realidad. Es un arte representativo, como supongo que deberíamos llamarlo.

»Y eso no es todo. Lo encontramos también en tres dimensiones. —El comerciante extrajo una formación de pequeñas figuras en piedra gris y en hueso ligeramente amarillento—. Esto pretende representarlos claramente a ellos mismos.

El capitán parecía estupefacto.

—¿Les viste manufacturarlo?

—No, no los vi, capitán. Uno de mis hombres vio a un ser planetario embadurnando color en una de las representaciones de la cueva, pero estos ya los encontramos formados. De todos modos, no es posible otra explicación excepto la de que fueron deliberadamente moldeados. Estos objetos no pudieron adquirir estas formas por un proceso casual.

—Son curiosos, efectivamente —dijo el capitán—, pero no acabo de comprender su motivación. ¿Acaso las técnicas holográficas no sirven mejor para ese propósito… en el momento en que son desarrolladas, por supuesto?

—Esos primitivos no tienen la menor idea de que algún día pueda desarrollarse la holografía, y no pueden esperar el millón de años necesarios. Además, quizá la holografía no sea mejor. Si comparas las representaciones con los originales, observarás que las representaciones están simplificadas y distorsionadas de manera sutil, destinada a resaltar algunas características. Creo que esta forma de arte mejora de alguna manera el original, y ciertamente tiene algo distinto que decir.

El comerciante se volvió hacia el explorador.

—Sigo sintiéndome maravillado ante tu habilidad. ¿Puedes explicarme cómo captaste la cualidad única de esta inteligencia?

El explorador hizo un gesto negativo.

—No sospeché esto en absoluto. Es interesante y veo que es valioso… aunque me pregunto si podremos controlar adecuadamente nuestros colores y formas a fin de forzarlos a una forma representativa como ésta. No deja de producirme una cierta inquietud… Lo que me pregunto es: ¿cómo llegaste a entrar en posesión de esto? ¿Qué diste a cambio? Es ahí donde veo lo extraño.

—Bien —dijo el comerciante—, en cierto modo tienes razón. Completamente extraño. No creí poder darles nada, puesto que los organismos son tan primitivos, pero este descubrimiento parecía demasiado importante como para sacrificarlo sin algún esfuerzo. De modo que elegí de entre el grupo de seres que formaban estos objetos a uno cuyo campo mental parecía algo más intenso que el de los otros, e intenté transferirle un regalo a cambio.

—Y tuviste éxito. Por supuesto —dijo el explorador.

—Sí, tuve éxito —admitió el comerciante alegremente, sin darse cuenta de que el explorador había hecho una afirmación y no había formulado una pregunta—. Los seres —prosiguió— matan a los animales como los que representan con sus colores arrojándoles largos palos a cuyos extremos han atado afiladas puntas de piedra. Estas penetran en la piel de los animales, les hieren y les debilitan. Entonces pueden ser matados por los seres, que individualmente son más pequeños y más débiles que el animal al que cazan. Señalé que un palo más pequeño, con una punta de piedra, podía ser lanzado hacia adelante con mayor fuerza y efecto y a mayor distancia si se utilizaba una cuerda bajo tensión como mecanismo propulsor.

—Esos utensilios han sido encontrados —dijo el explorador— entre inteligencias primitivas que estaban, sin embargo, mucho más avanzadas que esta. Los paleomentólogos los llaman arco y flecha.

—¿Cómo puede ser absorbido ese conocimiento? —preguntó el capitán—. Es imposible, a ese nivel de desarrollo.

—Pues lo fue. Incuestionablemente. La respuesta del campo mental fue de una lucidez casi irresistible en intensidad. Supongo que no pensaréis que hubiera tomado estos objetos artísticos, veinte veces valiosos, de no estar convencido de que había pagado por ellos. Nada por nada, capitán.

—Eso es lo extraño —dijo el explorador, con voz baja y desalentada—. Haber aceptado.

—Pero seguramente, comerciante, no podemos hacer esto —dijo el capitán—. No están preparados. Les estamos causando un daño. Utilizarán el arco y la flecha para herirse entre sí y no sólo a los animales.

—No les hemos hecho ningún daño —replicó el comerciante—. Lo que ellos se hagan entre sí y lo que resulte de todo ello, dentro de un millón de años, no es asunto nuestro.

El capitán y el comerciante se marcharon para preparar la presentación para los tripulantes de la astronave, y el explorador dijo tristemente, en la dirección por donde se habían marchado:

—Pero ellos aceptaron. Y florecerán entre el hielo. Y dentro de veinte mil años, eso será asunto nuestro.

Pero sabía que no le creerían, y se desesperó.

La última respuesta (1980)

“The Last Answer”

Murray Templeton contaba cuarenta y cinco años y estaba en la flor de la vida, con todos los órganos de su cuerpo en perfecto funcionamiento, salvo ciertas partes de sus arterias coronarias, pero eso bastó. El dolor vino de pronto y aumentó hasta un grado insoportable, luego fue disminuyendo. Notaba cómo su respiración se hacía más lenta y que le envolvía una especie de paz. No hay placer igual a la ausencia de dolor…, inmediatamente después del dolor. Murray experimentó una extraña ligereza, como si se elevara en el aire y se quedara flotando. Abrió los ojos y observó con desprendida diversión que los otros seguían todavía en la habitación muy agitados. Estaba en el laboratorio cuando sintió la punzada de dolor, y cuando se tambaleó, oyó gritos de los demás antes de que todo desapareciera en una impresionante agonía. Ahora, desaparecido el dolor, los otros seguían revoloteando, todavía ansiosos, todavía reunidos junto a su cuerpo caído… Que, de pronto se dio cuenta, él estaba también contemplando. Estaba tendido en el suelo, con el rostro contraído. Y estaba aquí arriba, en paz y contemplando. Pensó: «Milagro de milagros. Los que hablaban de la vida después de la vida, tenían razón.» Y aunque resultaba una forma humillante de morir para un físico ateo, sólo experimentaba una vaga sorpresa sin que se alterase la paz que le embargaba. Pensó: «Debería haber algún ángel…, o algo…, que viniera a buscarme.» La escena terrena empezaba a esfumarse. La oscuridad invadía su conciencia a lo lejos, como un último destello había una figura de luz, vagamente humana en la forma, que irradiaba calor. Murray pensó: «Vaya jugarreta. Me voy al cielo.» Mientras lo pensaba la luz se fue, pero persistió el calor. No había disminución de la paz, aunque en todo el Universo solamente quedaba él… y la Voz. La Voz le dijo:

—He hecho esto muchas veces y aún conservo la capacidad de disfrutar del éxito. Murray pensó que debía decir algo, pero no tenía conciencia de tener una boca, una lengua o unas cuerdas vocales. No obstante, trató de emitir un sonido. Intentó, sin boca, tararear palabras o respirarlas o sacarlas fuera mediante la contracción de… algo. Y le salieron. Oyó su propia voz, reconocible en sus propias palabras, infinitamente claras. Murray preguntó:

—¿Es esto el cielo? La Voz respondió:

—Éste no es un lugar tal como tú entiendes un lugar. Murray se turbó, pero la siguiente pregunta había que formularla:

—Perdóname si te parezco burro. ¿Eres Dios? Sin cambiar el tono ni estropear de ninguna manera la perfección del sonido, la Voz logró parecer divertida:

—Es extraño, naturalmente, que siempre se me pregunte lo mismo de infinitas maneras. No puedo darte una respuesta que puedas comprender. Yo soy… Esto es lo único que puedo decir significativamente, y puedes cubrir esto con cualquier palabra o concepto que desees. Murray preguntó:

—¿Y qué soy yo? ¿Un alma? ¿O soy únicamente también una existencia personificada? —Trató de no parecer sarcástico, pero creía que había fracasado. Entonces también pensó, fugazmente, añadir un «Señoría» o «Santidad» o algo que contrarrestara con el sarcasmo, y no pudo decidirse a hacerlo aun cuando por primera vez en su existencia pensó en la posibilidad de ser castigado por su insolencia o por su pecado con el infierno, y lo que podía ser esto. La Voz no pareció ofendida.

—Eres fácil de explicar, incluso a ti mismo. Puedes llamarte alma si te gusta, pero lo que realmente eres es un nexo de fuerzas electromagnéticas, arregladas de tal forma, que todas las interconexiones e interrelaciones hasta el más pequeño detalle son exactamente imitativas de las de tu cerebro en tu anterior existencia. Por lo tanto, posees tu capacidad para pensar, tus recuerdos, tu personalidad. Todavía te parece que tú eres tú. Murray sintió cierta incredulidad.

—¿Quieres decir que la esencia de mi cerebro era permanente?

—En absoluto. No hay nada en ti que sea permanente salvo lo que yo decido que lo sea. Yo formé el nexo. Lo construí mientras tú tenias existencia física y lo ajusté al momento en que la existencia fallara. —La Voz parecía claramente satisfecha de sí, y después de una pausa, continuó—: Una construcción intrincada pero enteramente precisa. Podría, naturalmente, hacerlo para cualquier ser humano de tu mundo, pero me encanta no hacerlo. Encuentro placer en la selección.

—Entonces, eliges a muy pocos.

—A muy pocos.

—¿Y qué ocurre con los demás?

—¡El olvido! Oh, naturalmente, te imaginas un infierno. Murray se hubiera ruborizado de haber tenido capacidad para hacerlo. Protestó:

—No lo imagino. Se habla de él. No obstante, no me hubiera creído lo bastante virtuoso para atraer tu atención como uno de los elegidos.

—¿Virtuoso? Ah, ya veo lo que quieres decir. Es muy molesto tener que obligarme a empequeñecer mi pensamiento lo suficiente para impregnar el tuyo. No, te he elegido por tu capacidad de pensar, como elegí a otros, en cantidades que suman cuatrillones entre las especies inteligentes del Universo. Murray se sintió súbitamente curioso, el hábito de toda una vida. Preguntó:

—¿Los eliges a todos tú mismo, o hay otros como tú? Por un instante, Murray creyó notar una reacción de impaciencia, pero cuando le llegó la Voz, no había cambiado.

—Que haya otros o no es irrelevante para ti. El Universo es mío y solamente mío. Es mi invención, mi construcción, previsto solamente para mis propósitos.

—Sin embargo, con los cuatrillones de nexos que has formado, ¿pasas el tiempo conmigo? ¿Tan importante soy? Y dijo la Voz:

—No eres nada importante. Estoy también con los demás de un modo que, según tu percepción, podría parecerte simultánea.

—Pero, ¿tú eres uno? Y otra vez, divertida, dijo la Voz:

—Tratas de cazarme en una incongruencia. Si fueras una ameba, podrías considerar la individualidad solamente en conexión con células, y si preguntaras a un cachalote, compuesto de treinta cuatrillones de células si era uno o varios, ¿cómo podría contestar el cachalote para que te resultara comprensible como ameba?

—Lo pensaré. Puede hacerse comprensible.

—Exactamente. Ésta es tu función. Pensarás.

—¿Con qué fin? Tú ya lo sabes todo, supongo.

—Incluso si lo supiera todo —dijo la Voz—, no podría saber que lo sé todo.

—Esto me suena algo a filosofía oriental —observó Murray—, algo que parece profundo precisamente porque no tiene sentido.

—Prometes. Contestas a mi paradoja con una paradoja salvo que la mía no es una paradoja. Reflexiona. He existido eternamente, pero, ¿qué significa esto? Significa que no puedo recordar haber empezado a existir. Si pudiera, no hubiera existido eternamente. Si no puedo recordar haber empezado a existir, hay por lo menos una cosa, la naturaleza de mi llegada a la existencia, que yo no sé. «Entonces, aunque lo que sé es infinito, también es cierto que lo que hay que saber es infinito, y, ¿cómo puedo tener la seguridad de que ambas infinitudes son iguales? La infinidad del conocimiento potencial puede ser infinitamente mayor que la infinidad de mi conocimiento actual. He aquí un ejemplo sencillo: si conozco la serie de los números enteros pares, conozco una serie infinita de números; sin embargo, sigo sin conocer un solo número entero impar.

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